Final de curso, aunque otros países tendrán que aguardar hasta diciembre. Un curso pandémico complicado que, no obstante, se ha saldado con éxito merced al ingente esfuerzo del profesorado, al comportamiento de los alumnos y alumnas, a la complicidad de las familias y gracias también o a pesar de las administraciones educativas. Ahora llega el estío, este paréntesis tan anhelado para reponer energías, para programar viajes más próximos que lejanos y para convertir en sueños una serie de deseos largamente acariciados.
El tiempo escolar suele ser de cierre institucional, mayoritariamente sedentario y condicionado por las urgencias que hay que atender, aunque con frecuencia se prescinda de lo realmente importante. El tiempo veraniego, por el contrario, es sinónimo de apertura, de nomadismo y de lentitud. El kairós, entendido como disfrute placentero sustituye el cronos, al control disciplinado y acelerado de cualquier rutina y actividad. ¡Qué bien lo cuenta Carl Honoré en Elogio de la lentitud (2006) o en Bajo presión (2008)! En esta nueva estación se aparcan las prisas: a la hora de asistir a un curso de formación, al leer un libro o simplemente al tomarse un baño o sentarse en una mesa, cuando la comida se alarga en animosas o reposadas tertulias al amparo de cualquier sombra protectora o del frescor de la noche. Momentos de encuentro y de reencuentro que este año, tras tanto confinamiento, adquirirán una dimensión especial.
Pero de todas estas actividades hay una especialmente placentera que se efectúa en grupo o de forma solitaria: el caminar. Una experiencia cognitiva, social, estética, física y sensorial. Porque en esta práctica se pone el cuerpo, se activa la mente y se movilizan todos los sentidos. Esto ocurre en grandes viajes a países exóticos al modo de los románticos pero también en cualquier rincón de la naturaleza o en el asfalto de las más diversas ciudades. Algunos geógrafos como Pau Vila, sostenían que la geografía se hace con los pies, y algunos educadores de la Institución Libre de Enseñanza, como Manuel Bartolomé Cossío, en sus viajes a la sierra madrileña, enseñaron a mirar la naturaleza. Y, si nos trasladamos a la ciudad, nos viene a la memoria la imagen de Charles Baudelaire y de Walter Benjamin, del paseante sin rumbo, que experimenta la ciudad sin ninguna otra intención que el deambular o callejear de modo diletante. Quien quiera profundizar en este campo, recomendamos el documentado ensayo de Jordi García Ferrero Caminar, experiencias y prácticas formativas (2014).
La observación calmada y no programada, ajena al turismo acelerado y de masas, permite acercarse de otra manera al paisaje: escuchar la voz de la naturaleza, los ruidos y los silencios, percibir las formas y evolución de plantas y árboles a tenor de las épocas del año y del impacto de los fenómenos metereológicos, la convivencia más o menos armónica entre las diversas especies, los efectos de la huella humana o imaginar futuros posibles a tenor de un desarrollo ecológico sostenible o insostenible. Y cuando nos perdemos por la ciudad, descubrimos zonas escondidas u ocultas y nos dejamos sorprender por lo imprevisto e imprevisible: sus latidos cambiantes a lo largo del día, los olores del mercado o de una cocina, las conversaciones que tomamos al vuelo, los andares y sentires de las gentes, el pulso de su vida cotidiana. La capacidad de asombro aflora cuando descubrimos por vez primera una ciudad, pero la curiosidad y fascinación no mengua en absoluto -incluso diría que se acrecienta- cuando la visitamos repetidamente: porque nunca vemos lo mismo, nuestra mirada se enriquece y surgen nuevas preguntas. Preguntas y más preguntas, es así como crecemos más sólida y felizmente. Por caminos trazados o por trazar porque, como dice el gran poeta Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.
Esta no es únicamente mi última colaboración de este curso, sino que es un texto de un adiós definitivo a este blog Pedagogías del siglo XXI y a mi colaboración en El Diario de la Educación, en el que vengo escribiendo desde sus inicios. He aprendido y he disfrutado un montón en este bello y complejo camino de la educación, pero ahora la vida discurre por otros andares y por otras rutas del deseo. Gracias, muchísimas gracias por acompañarme durante este tiempo. Que tengan un buen verano, lleno de salud y felicidad.