En un exitoso concurso televisivo, con una fórmula repetida hasta la saciedad en distintos países, las personas participantes son seleccionadas en función de su talento para demostrar que poseen determinadas habilidades artísticas demandadas por el público.
Ese talento, a partir del esfuerzo personal, se va desarrollando fase a fase y, a medida que se acerca la final y se quedan atrás los menos aptos -los que menos puntuación obtienen-, se convierte en todo un reto de “superación personal”, espoleado por unos espectadores ansiosos por asistir a demostraciones asombrosas de lo que se es capaz de hacer delante de una cámara y ante el empuje popular: todo por lograr tener éxito.
La narrativa posmoderna de la escuela se ha nutrido de un mensaje similar; y es verdaderamente preocupante, porque la educación poco o nada debiera parecerse a un concurso televisivo alimentado por las audiencias. Sin embargo, determinadas políticas educativas de corte capitalista han convertido la escuela en un complejo entramado de oportunidades más cercano a los principios de la mercadotecnia que a los valores humanistas en los que debiera apoyarse todo acto educativo.
Si lleva unos meses revoloteando entre la comunidad escolar y en medios cierta polémica sobre la llamada “cultura del esfuerzo” es porque una visión problematizadora de esta hace tambalearse el sistema, y no interesa a los que sí que valen y han progresado gracias a lo que ellos llaman “su esfuerzo y su mérito personal”.
El mantra neoliberal de la individualización que supone todo aspecto social del aprendizaje supone un interesado intento de alejar el foco de los aspectos relacionales, colectivos y longitudinales que afectan al fracaso, el abandono y la marginación escolar, cuyos signos pueden observarse desde el momento en que se inicia la escolarización.
En ese mantra, se explica la segregación como antesala de la exclusión social: en el sistema educativo actual se perpetúan determinadas posiciones, estructuras y construcciones organizativas e identitarias que imposibilitan que determinadas personas puedan alcanzar el éxito y el bienestar a través de las fórmulas y acciones habituales de la educación formal; ello conlleva la creación de redes educativas privadas sostenidas con fondos públicos, programas idiomáticos que marcan al alumnado e incrementan las desigualdades, caminos paralelos para todo aquel que representa una desviación de lo comúnmente aceptado y bifurcaciones en forma de itinerarios que forjan una escuela para débiles y otra para fuertes; o mejor dicho: para debilitados y fortalecidos por una concepción histórica privilegiante de la vida que no interesa derribar.
Estrategias y enfoques como el aprendizaje cooperativo, la interculturalidad, la diversidad o el pensamiento crítico siempre han pasado “de puntillas” por las aulas ordinarias porque suponen un cambio de perspectiva en esa narrativa de lo fugaz, del centelleo, de un sistema propagandístico de libertades que anula todo intento de colectivización y de forjar ciudadanía. Y si nada lo remedia, igual pasará con la inclusión, un principio ineludible y un imperativo legal relacionado con los derechos humanos, sí, pero que choca con la ideología clasista de la selección de individuos en función de sus capacidades, y la separación del que “no vale” para que siga otro camino diseñado exclusivamente para él y sus iguales en donde -nos garantizan- estará mejor.
Y es así, en ese permanente “tú sí que vales pero tú, en cambio, no”, como se va construyendo el relato deslegitimador de determinadas diferencias hasta convertirlas en un hándicap, un inconveniente que es necesario atender paralelamente hasta el punto de hacerlas invisibles, en un permanente intento de infrarrepresentación de los grupos más vulnerables. Todo disfrazado del discurso de la supuesta libertad individual y el fracaso personal.
Porque la escuela del “tú sí que no vales” es la escuela de los privilegios, una escuela que atenta contra cualquier proyecto de colectividad y que se nutre de estereotipos culturales heredados. Una escuela construida sobre un engranaje organizativo plagado de marcas, de símbolos de violencia estructural y de fórmulas excluyentes que señalan y clasifican al individuo según sus condiciones de partida, su origen, su identidad, sus estilos y ritmos de aprendizaje, sus motivaciones, sus barreras y, finalmente, sus resultados.
Y es en este punto donde las relaciones pedagógicas de los centros se deterioran, para dar paso a la vigencia de modelos punitivos, coercitivos y basados en el castigo, y no en el desarrollo de las potencialidades de todo el alumnado. La escuela del “tú sí que no vales” es incompatible con la universalización de la educación, ya que interfiere en el mantenimiento del sentido de comunidad democrática en el que tienen que basarse los proyectos educativos de los centros en la práctica.
Nuestra capacidad para cambiar este sistema excluyente y seleccionador está en nuestro grado de implicación, de compromiso social y colectivo. Cualquier miembro de una comunidad educativa es copartícipe de una educación emancipadora que cambie este relato; una educación que le permita identificar y crear junto a sus iguales una visión crítica sobre posibles barreras, filtros y mecanismos de presión que asfixian siempre al que menos puede, cuando este, el que parte de condiciones estructurales, personales o sociales que no puede controlar, es el que más necesita de ese enfoque de la educación como bien común en el que “tú sí vales, y tú también.»