Con la propuesta del nuevo currículo ya en la mesa y mientras damos con los métodos, las emociones, el esfuerzo y, en general, el modelo de escuela que queremos, cada día estoy más convencido de que solo hay dos valores que garantizan el éxito escolar desde hace años. Dos valores que tardarán mucho tiempo en ser sustituidos por otros, si es que a alguien le interesa reemplazarlos por otros mejores, por otros más eficaces para la sociedad. Esos valores son la disciplina y la memoria. Ese niño o niña que entra en el sistema educativo formal, si no tiene estos dos valores o no los va desarrollando al ritmo adecuado, es complicado que apruebe la primaria, la ESO o el bachiller (salvo que pueda pagarse una vía alternativa). Por el contrario, con disciplina y memoria cualquier estudiante saldrá airoso del sistema, aunque no sea para nada competente en destrezas fundamentales como las que se describen en algunas competencias clave: ni desarrollo de la autonomía ni el espíritu crítico, ni los valores, ni el trabajo en equipo, ni la empatía… Pocas de esas habilidades son relevantes y solo ayudan, como mucho, a obtener mejor nota o a sobrellevar con mayor dignidad el paso por un sistema cada día más obsoleto. Basta mirar las programaciones didácticas y su aplicación real al aula para desmontar ese mito de que se evalúan objetivamente los criterios que aparecen en el currículo: en el mar de burocracia pedagógica, la evaluación sigue siendo demasiado subjetiva, ni injusta ni caprichosa, sino regida por la aplicación de criterios personales o departamentales con la mejor de las voluntades, pero no siempre sujetos a la ley, como demuestra la facilidad con la que prospera cualquier reclamación legal de nota.
Disciplina y memoria, recuérdenlo. Si son docentes, lo podrán comprobar fácilmente en su día a día. Si son padres y madres, háganse a la idea de que no hay otro secreto: disciplina para acatar normas y adaptarse a la vida de los centros escolares, sus aulas, sus rutinasm, y memoria para reproducir más o menos fielmente los contenidos de los currículos o los del temario, que no siempre son los mismos. Si me apuras, en los niveles más bajos ni siquiera sería tan necesaria la memoria, y bastarían unas dosis de recuerdo mínimas para sobrevivir con el aprobado raspado. Eso sí, la disciplina es indispensable.
¿Por qué estoy convencido de que el éxito escolar se basa en su mayoría en el respeto a las normas escolares? Un alumno con diez docentes tiene que ser capaz de adaptarse a diez decálogos diferentes, y los llamo decálogos de forma genérica, que a menudo son más de diez normas. Ese aprendizaje será complejo, porque no todas son normas escritas, sino implícitas, normas que deben extrarse por inducción a partir de la observación y el ensayo-error. En sus primeras semanas del curso tendrá que averiguar si en Matemáticas se puede escribir en libreta pautada o de cuadritos, si en Lengua se puede comer chicle o no, si en Historia se puede levantar a tirar un papel, si en Música se copia lo de la pizarra mientras el profesor lo escribe o después de acabar, si en Tecnología se puede hablar con los compañeros de mesa, si en Inglés se pueden usar bolis de distinto color, si en Biología puede llevar carpesano… Por supuesto, también las normas del centro, las de los pasillos, las de ir con gorra, las de usar el móvil, las de correr, gritar, ir a por fotocopias o al baño…
Prácticamente, todo el Plan de Transición de los centros de Secundaria está lastrado por esa adaptación a las normas, en lugar de centrarse en lo académico (aunque en muchos casos lo segundo se ve bastante afectado por lo primero). Como curiosidad, os cuento que en mi centro teníamos dos documentos de normas, el del profesorado, con unos veinte puntos y el del alumnado con más de cuarenta. Era extraño tener que recordar en los claustros una y otra vez los trastornos que provocaba el incumplimiento de las normas del profesorado, mientras poco después nos quejábamos amargamente de que el alumnado no cumplía las suyas, que eran más del doble. Finalmente, optamos por dejar un documento de doce normas básicas, aunque abierto a que cada docente estableciera con claridad las suyas en clase, lo que probablemente abre de nuevo el abanico que hemos comentado arriba.
¿Por qué esa importancia de la disciplina? La mayoría argumentarán que es imprescindible un código que nos permita convivir en los centros con las mínimas garantías para el desarrollo de las clases, y tendrán razón, ya que no puede haber aprendizaje en el caos. Sin embargo, hay dos cuestiones que escapan a este razonamiento.
Por un lado, buena parte de las normas de los centros son tan absurdas que a los propios docentes les cuesta cumplirlas. Absurdas porque responden a criterios que no afectan al aprendizaje: sanciones colectivas, uso de determinados materiales, prohibiciones arbitrarias, restricciones para ir al baño, castigos por no hacer deberes, etc.
En ese mismo apartado están las particulares interpretaciones del currículo y de los criterios de evaluación, que dan lugar a normas complejas de entender y cumplir: ponderaciones, bajadas de nota, descuentos por faltas, restricciones en la evaluación continua, penalizaciones por actitud o por entregar tarde las tareas… Como decía arriba, el estudiante que comprende desde el primer día ese complejo entramado pseudolegal y compone con todas las asignaturas un collage de “normas que hay que cumplir para aprobar”, tiene despejado buena parte del camino al éxito.
Por otro lado, hay una disciplina no tan evidente que llamaríamos estructural, la que nos somete a toda la comunidad a un régimen de funcionamiento inamovible. Es la disciplina de la organización escolar: horarios, asignaturas, guardias, patios, reglamentos, protocolos, etc. También la disciplina de la burocracia, de las plataformas de gestión, en las que no caben las excepciones. Este es el corsé legal en el que todos formamos parte del engranaje, sin posibilidad de escapar. De esa disciplina van escapando los absentistas, los estudiantes con graves problemas de adaptación escolar, los que tienen graves dificultades de aprendizaje que no pueden resolverse con parches en el currículo. Es esa disciplina sagrada, a la que todos nos remitimos cuando queremos hacer algo, pero “el sistema no lo permite”. Si a los profesionales que nos dedicamos a esto ya nos cuesta adaptarnos a esta disciplina de segundo nivel (lo llamamos burocracia inútil a menudo), imaginen a los que están por debajo, que tienen que superponerla a la que ya gobierna sus jornadas escolares: disciplina de matrioska, las normas de aula, las de asignatura, las de centro, las de la Consellería, las del Ministerio, la Constitución… no exagero, es un puzzle difícil de armar, porque algunas de esas normas chocan entre sí y no es sencillo explicar a un alumno la incongruencia de trabajar unos valores en el aula mientras las normas a las que están sometidos atentan contra ellos, o al revés. Hemos visto casos recientes, por ejemplo, al tratar de abordar la diversidad sexual en los centros.
La escuela con los mimbres actuales no va a promover un sistema político o social más justo ni más inclusivo; como mucho nos permitirá ser un poco más tolerantes
Y para no extendernos, vamos con la memoria. El papel de la memoria es un tema recurrente en los debates educativos, que si es necesaria o no, que si se puede aprender algo sin esfuerzo memorístico, que si las competencias acabarán con la memoria, etc. No podemos entrar a definir el concepto de memoria en este breve artículo, pero está claro que no se puede aprender sin memorizar. Igual que no se pueden desarrollar competencias sin contenidos. La cuestión es saber a qué tipo de memoria debemos dar prioridad y cuál es el peso del aprendizaje memorístico en el sistema educativo. Lamentablemente, según mi experiencia, es infinitamente más fácil llegar a bachillerato teniendo una buena memoria capaz de reproducir contenidos que sabiendo aplicarla a resolver problemas o para aprender en contextos reales dentro o fuera del aula. Una pequeña muestra de ello es el fracaso de buena parte de los alumnos con altas capacidades, que ven muy pronto que el sistema pide una y otra vez la reproducción de contenidos que aprendieron en el primer momento y que luego han de repetir hasta la saciedad.
En el otro extremo, si no tienes memoria por problemas diversos (fisiológicos, falta de atención, destreza poco ejercitada…) será difícil superar unas asignaturas que, en su mayor parte, centran la evaluación en pruebas escritas de tipo memorístico. No voy a negar que hay mucha parte práctica en los exámenes; en los míos, por ejemplo, se analizan oraciones, aplicando procedimientos, eso sí, basados en la memorización de categorías y funciones, así que no deja de ser aplicación práctica basada en mucha memoria. Resulta difícil preparar pruebas y controles en los que no haya que memorizar algo. No podemos sustraernos a ello. Pero, aunque está claro que hay que memorizar, la evaluación no puede basarse exclusivamente en la memoria, como si el aprendizaje perdurase después de memorizar contenidos en su literalidad, como si no supiésemos que gran parte de esos contenidos se pierden pocos días después como lágrimas en la lluvia. Y si en el Bachilllerato puede tener sentido ese aprendizaje memorístico, en la Primaria y la ESO debería quedar reducido a cuestiones básicas, a los saberes fundamentales con los que un ciudadano se ha de enfrentar al mundo, con garantías de ser una buena persona y con las garantías de ser autónomo para aprender por sí mismo. Como dice la ley, en la enseñanza obligatoria, los saberes fundamentales han de basarse en las competencias y bajo enfoques comunicativos, es decir, saber hacer y saber aplicar el conocimiento a los contextos reales.
He tratado de hacer una radiografía del sistema educativo tal y como lo veo. No se trata de poner en tela de juicio al profesorado, que hace lo que puede ante unos currículos desmesurados y ante unos centros saturados, carcelarios, en los que apenas hay espacio para plantear modelos alternativos de convivencia. Tampoco entro a juzgar si la escuela debe o no fomentar esos dos valores que he puesto de relieve; no me corresponde ni siquiera apuntar hacia una solución, que seguramente pasa por desmontar y volver a montar el sistema al completo. Lo que sí me parece evidente es que no deberíamos desviar la atención de lo que importa a las instituciones escolares, a esos pilares sobre los que pivota la Educación de hoy. Así que dejémonos de engaños y autoengaños, que el sistema actual no está diseñado para la emancipación, ni para el progreso, ni para la formación de ciudadanos críticos. Está, como siempre, diseñado para acatar normas, para adaptarse rigurosamente a la jerarquía (académica, laboral, social, religiosa incluso) y para formar parte de sus engranajes. La escuela con los mimbres actuales no va a promover un sistema político o social más justo ni más inclusivo; como mucho nos permitirá ser un poco más tolerantes, si conseguimos que los principios democráticos y los valores de igualdad y equidad impregnen el océano de normas que forman la disciplina escolar. En cuanto al aprendizaje, habrá quienes aprovechen la memoria para ser más críticos y autónomos, pero no será eso lo relevante para obtener buenas notas, pues mejor lo tendrá el fiel reproductor de contenidos y procedimentos que aquel que cuestione el modelo o proponga visiones alternativas. En cuanto a las propuestas de volver a los tiempos pasados, en los que la disciplina y la memoria eran aun más soberanas, creo que es tratar de tapar una fuga de agua con una tirita. Una fuga de agua que, además, solo ahoga a los más vulnerables.