El caso es que un compañero, el otro día, escribía en su blog sobre el asunto de las programaciones y eso me inspiró para escribir en este artículo cuestiones sobre las que llevo pensando mucho tiempo.
Decía Santos Guerra (2000) que la organización como disciplina era la forma de, centrándonos en la parte intermedia, alejarnos tanto de los fines que nos propusimos inicialmente que acabáramos haciendo lo contrario.
Esto sería, como un viajero que se propone un destino y que cuando empieza el viaje se centra tanto en la forma de dar sus pasos que acaba en la ciudad opuesta que se propuso inicialmente visitar.
En este sentido, contemplo con preocupación cómo en los últimos años desde la Administración se ha invertido “sin mesura” en este “camino” pero muy poco en la autonomía para la elección del destino.
Con todo esto me refiero a lo que Gertrudix (1999) calificaba como “instrumento diabólico”: la enseñanza programada.
En este sentido, la escuela tiene una lógica a la hora de funcionar que sólo se entiende como normal, dentro de la propia escuela. Sus usos y formas de hacer resultarían impensables en nuestra vida cotidiana. Se ha convertido el sistema, en la única justificación del propio sistema.
En palabras del propio Gertrudix (1999, p. 22):
La escuela constituye un mundo aparte. Dentro de ella todo se organiza en función de una lógica totalmente excepcional y única. Los aprendizajes quedan en un segundo plano y el protagonismo es casi exclusivamente de la enseñanza. Toda gira en torno a lo que hay que enseñar y los transmisores de conocimientos (manual escolar, maestro, profesor y otras fuentes) marcan los ritmos a seguir. Fuera de la escuela, sin embargo, los aprendizajes se organizan de forma muy diferente. Tanto es así, que si quisiéramos exportar el sistema de funcionamiento escolar a otros aprendizajes que se realizan en la vida de las personas, cualquiera podría decirnos que hemos perdido el juicio. La agrupación por edades, la utilización de la memoria como facultad fundamental y a veces única, la sistematización y graduación de los aprendizajes, los objetivos, los niveles de conocimiento, las etapas, sólo tienen sentido en los centros escolares.
Esta ilógica escolar no es al azar, sirve a tres aspectos diferenciados:
Por un lado, constituye un instrumento para la selección del alumnado, cuestión sobre la que ya hablamos en otro artículo.
En segundo lugar, es un planteamiento absolutamente conductista de los aprendizajes.
Conviene recalcar aquí que, aunque nuestras leyes educativas se hayan declarado constructivistas desde la Logse, la operativa, la forma en la que luego se han organizado, así como el concepto de programación didáctica, ha sido profundamente conductista. Esta lógica diabólica de secuenciar y programar todos los aprendizajes y que la forma de hacerlo más eficaz sea la división artificial en objetivos de aprendizaje cada vez más pequeños, tiene que ver con el conductismo más rancio. En el que el aprendizaje de conductas complejas es tan sencillo como la suma de las conductas más simples.
Toda esta enseñanza programada descansa, como decimos, en esta vieja idea conductista que busca la mayor eficacia, y esta, en el diseño de estas programaciones que hace el maestro: si somos capaces de hacer de la forma más técnica y pormenorizada posible el diseño de lo que va a aprender nuestro alumnado, más aprenderá.
Lamentablemente, esto sabemos que no funciona así: la suma de las partes rara vez es igual al todo como nos anunciaba ya la Gestalt en 1912. Esto se ve muy claro en el principio de cine. Donde una cantidad de imágenes fijas vistas a una velocidad determinada son percibidas como imágenes en movimiento.
Esta programación de aprendizajes absolutamente irreal en cualquier otro contexto de la vida humana, como nos decía Gertrudix (1999) provoca lo que yo llamo: la ilusión del control sobre el aprendizaje que mantiene tranquilos a profesorado y a Administración y en la que se sustenta parte del aparato burocrático del que luego, todos y todas tenemos quejas.
Esta ilusión de control, además, permite que el sistema se sostenga en conceptos macro que fuera de él nadie compartiría al focalizar la atención de los y las docentes en micro-conceptos. Entender que podemos medir y programar qué aprende alguien, cómo y en qué tiempos es una locura que todos compartimos dentro de esta lógica, pero que no tendría el menor sentido si nos paráramos a pensarlo un solo instante o si tratáramos de hacerlo fuera del entorno escolar.
Imaginemos que unos papás desean programar el proceso de aprendizaje del habla de su hija pequeña y que cada tres o seis meses comprueban la cantidad de palabras que la niña ha aprendido en relación a la programación que ellos han realizado. Si la niña responde a las expectativas de la programación, le irán dando buenas notas en los controles que realice, mientras que si no llega al número de palabras programadas por sus padres, entonces habría que plantearse la repetición de algún periodo o la realización de un trabajo complementario. […] El aprendizaje del habla, de cualquier deporte o de cualquier actividad no reglada y, por tanto, no sujeta a programación gradual y sistemática, se produce de una manera global, entendida como un proceso que tiene un principio y un final, pero que si se divide en periodos intermedios pierde toda su razón de ser, puesto que cada persona sigue su propio ritmo en el aprendizaje. Hay niñas que se sueltan a hablar a los dos años y medio, otras a los tres, otras aún más tarde. Como sucede en el proceso de caminar, los hay que andan a los nueve meses, otros a los doce, otros a los dieciséis… (Gertrudix, 1999, pp. 23)
En último lugar, esta ilógica constituye el principal elemento de alienación del pensamiento docente (Contreras, 1990; Martínez Bonafé, 1999).
Se desplaza la atención del profesorado de lo verdaderamente importante: ¿Qué hago mañana con mi alumnado en clase para que aprenda lo máximo posible? Cuestión esta sobre la que tiene que decidir como un profesional autónomo. Y lo hace hacia cuestiones de índole burocrático relacionadas con las programaciones y que, rara vez, tienen incidencia alguna en la calidad del trabajo para con el alumnado. Únicamente, generan más papel pintado para el aparato burocrático y de control de la Administración ante la que el profesorado se convierte casi en un técnico-administrativo de aprendizaje.
La prueba de que todo este aparato burocrático-programativo es intencional es que estas tareas han aumentado hasta el punto de ser humanamente irrealizables. Alcanzando su esplendor con la llegada de las competencias, que ha puesto sobre el tapete toda una ingeniería curricular propia.
El otro día un compañero tuiteaba al respecto:
50 criterios ¿con indicadores? x 100 alumnos = 5000 observaciones —con seguimiento en papel/ordenador para mantener rigor legal y curricular— x 3 evaluaciones = 15000 anotaciones + comunicar estudiante / familia. ¿Es eso? Aun seleccionando una parte… ¿hemos enloquecido? pic.twitter.com/hnSEuOW3cw
— Indomitus (@Indomitus8) November 14, 2021
La cuestión es tan enrevesada que lo más habitual cuando alguien está aprendiendo a programar (incluso cuando ha aprendido hace tiempo) es la pregunta clásica de: esto es un objetivo, un contenido, un… porque la enseñanza programada está pensada para no poder solucionarse, para siempre ser perfeccionable, para que nos perdamos en ese laberinto de nombres: objetivos, contenidos, actividades, criterios de evaluación, competencias, estándares, resultados de aprendizaje (habrá nombre más feo que este),… y de reglas: estos van en infinitivo; aquellos, si los pones aquí, debes hacer referencia allá… La idea, estoy convencido, es que sea irresoluble.
Mientras seamos técnicos preocupados de procesos burocráticos no estamos pensando en cómo dar una educación de calidad a nuestro alumnado
La pregunta es obvia: ¿Qué margen deja todo esto para planificar –no programar– la docencia? La respuesta es obvia también: el menor posible.
Mientras seamos técnicos preocupados de procesos burocráticos no estamos pensando en cómo dar una educación de calidad a nuestro alumnado. Pero, además, es específico de la docencia. Pocas profesiones tan burocratizadas, tan controladas por papeleo técnico como la docencia. Decía un compañero:
“Me paso la mitad del tiempo justificando lo que he hecho y la otra mitad justificando lo que voy a hacer”
Este proceso de programación, como decía Gertrudix (1999), sería inconcebible en otras profesiones: ¿Os imagináis a un médico haciendo programaciones de los pacientes que va a tener a lo largo del año y los tratamientos pormenorizados que dará a cada uno de ellos? ¿cómo los evaluará para ver si han funcionado, etc.? ¿o un abogado? ¿o un funcionario de un ayuntamiento? ¿o un arquitecto?
En todas las profesiones existe burocracia, pero en ninguna de ellas, como en la docente existe una desconfianza manifiesta de la Administración hacia los profesionales que se contrata de forma tal que se les pida explicaciones constantes por todas y cada una de las decisiones, primero que toman, y después que han tomado.
Aún así, no es difícil encontrar a burócratas defensores de estos procedimientos demenciales. Personas que entienden que si alcanzan calidad en “los papeles” esta se convierte por arte de magia en la realidad.
La realidad es que hace mucho tiempo que, por salud mental, las programaciones nos las dan hechas las editoriales. Nosotros sólo cogemos y adaptamos.
Mi propuesta es clara: por supuesto que hace falta invertir tiempo en planificar la docencia, todo el del mundo. Y además acudiendo a criterios rigurosos que puedan ayudarme a discernir si lo que hago con mi alumnado tiene sentido o no para su aprendizaje.
Deberíamos invertir el menor tiempo posible en programarla, únicamente el que nos requiera cumplir con el requisito legal. Pero siendo muy conscientes de que el tiempo que invirtamos en ella, a parte de no tener reflejo en la calidad docente, es una trampa diseñada específicamente para atraparnos.
Por último, creo que la reducción de burocracia es ya, casi, un requisito para cualquier proceso de cambio hacia más calidad docente. Pero, además, estoy firmemente convencido de que hay que darle toda la autonomía del mundo al profesorado. Para que decida qué y cómo trabajar con el alumnado.
Para ello son excelentes profesionales en cuya formación hemos invertido mucho dinero como sociedad.
Referencias bibliográficas
Contreras Domingo, J. (1990). Enseñanza, currículum y profesorado. Akal.
Gertrudix, S. (1999). La enseñanza programada. Aula libre, 69+1, pp. 22-26. Recuperado de: http://hdl.handle.net/11162/73215
Martínez Bonafé, J. (1999). Trabajar en la escuela. Profesorado y reformas en el umbral del siglo XXI. Miño y Dávila editores.
Santos Guerra, M. Á. (2000). Entre bastidores el lado oculto de la organización escolar. Segunda Edición. Ediciones Aljibe.