La única constante en la vida es el cambio. Heráclito.
La vida es un proceso de devenir, una combinación de estados por los que tenemos que pasar. Donde la gente falla es en que desea elegir un estado y permanecer en él. Esto es una especie de muerte. Anais Nin.
Me inspiro en la reciente obra de Sergio del Molino, Contra la España vacía, publicada cinco años después de La España vacía. Un trabajo que visibilizó un fenómeno a la vista de todos, pero al que nadie prestaba atención. El autor asegura que este segundo libro no refuta ni corrige el libro anterior, si no que pretende rascar todas las capas de sobreentendidos que se han ido pegando al sintagma del título “vacía”. En este artículo, yo cambio la noción de “vacía” por la de “innovación”.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la innovación como la acción y efecto de innovar, entendiendo por innovar: “La creación o modificación de un producto, y su introducción en un mercado”. Por su parte el diccionario de Oxford concreta este concepto en “la introducción de nuevas cosas, ideas o formas de hacer algo”. Definiciones que no implican que lo “nuevo” conlleve una mejora.
La introducción de cosas nuevas, ideas o maneras de hacer algo, se consideraba -y sigue considerándose, en muchas culturas- como algo negativo. En ocasiones, incluso, como sinónimo de rebelión, revuelta y herejía. Esta forma de pensar empezó a cambiar a principios del siglo XX. Su popularización se inició a finales del Segunda Guerra Mundial y fue desencadenada por la explosión científica y tecnológica impulsada por la Guerra Fría. Hoy es difícil encontrar un término tan ampliamente utilizado como “innovación”. Palabra talismán que parece evocar tecnología digital, creatividad, progreso, mejora, comodidad y, sobre todo, dinero y poder. En todos los campos, pero sobre todo en el del mundo de los negocios, la “innovación” no solo está de moda, sino que se ha convertido en la etiqueta, la palabra mágica, el código secreto que impulsa el éxito, la fama, el reconocimiento y, sobre todo, el enriquecimiento personal.
Este fenómeno llevó la antropóloga cultural, Genevieve Bell, a preguntarse ¿por qué las palabras creatividad e innovación son objetos de fetiche? Para ella, al decir estas palabras, a la gente le sube un zumbido por la espalda. También considera que nuestra obsesión por la innovación refleja ansiedades profundamente arraigadas sobre un sistema educativo deficiente y el papel de la tecnología digital omnipresente, que produce un exceso de ruido. en nuestras vidas. Según ella, el lenguaje de la innovación también tiende a diluir la importancia del rigor y la disciplina en la producción de ideas que conduzcan a un cambio social, económico y político significativo.
En el campo de la educación, a finales del siglo XIX, surgieron los movimientos de mejora de la educación impulsados por la Escuela Nueva (Dewey, Montesori, Freinet…), construidos desde el conocimiento de los contextos educativos y sus complejidades. Mientras la idea de innovación educativa también emergió en Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, de la mano de la Tecnología Educativa y su promesa repetidamente incumplida de resolver los complejos problemas de la educción y de la necesidad de mejorar el sistema educativo lo más rápidamente posible para preparar al alumnado para los nuevos contextos sociales, económicos, tecnológicos y culturales que estaban emergiendo. Las principales características de esta forma de pensar la educación podrían reunirse en su confianza en la ciencia positiva y el desarrollo tecnológico. El papel central de los “expertos” que son los que parecen saber “lo que hay que hacer” (otra cosa es que se sepa cómo hacerlo y contar con las condiciones que lo permitan). La tendencia a centrarse en un solo foco del complejo ensamblaje de los sistemas educativos (normalmente la práctica docente). Y la persistente presión para introducir innovaciones constantes. De ahí que la cultura de la innovación llegue a producir sensación lampedusiana de “cambiar todo para que nada cambie”.
A esto se puede añadir el hecho de que cada vez más la idea de innovación educativa se asocie a iniciativas individuales o grupales (en Catalunya hemos identificado 52 redes de innovación educativa), que a menudo han de escribir proyectos para recibir financiación y reconocimiento. Una actividad que, además del esfuerzo y el trabajo sobreañadido que supone, puede llevar a un cierto hastío.
Los sistemas escolares han sido y son de los más convencionales y resistentes a los cambios, aunque todo a su alrededor cambie. Este estado de cosas puede deberse a su misión de preservar y transmitir el conocimiento y la cultura existentes y a la persistente falta de inversión en investigación y desarrollo en este ámbito.
En los últimos años -y más en el contexto de la Covid 19-, los ánimos innovadores se han centrado en la fuerza transformadora de las tecnologías digitales a pesar de la falta de evidencia de su contribución, por sí mismas, a la mejora del aprendizaje y los efectos colaterales de lo virtual en el desarrollo global de niños, niñas y jóvenes. En la década de 1990, Joseph Weizenbuam advertía de que pensar en las tecnologías digitales como «la solución» a los problemas educativos puede impedir plantearse cuestiones fundamentales. Por otro lado, no podemos olvidar la llamada «locura del solucionismo tecnológico» y su pretensión de que la vida mejorará si la tecnología digital toma más decisiones por nosotros, sin tener en cuenta los efectos de las tecnologías persuasivas.
Como advirtió Foucault, los sistemas sociales como el educativo son dispositivos muy complejos y la introducción de una nueva estrategia de enseñanza o una pieza de tecnología digital en un espacio y tiempo determinado, puede ser innovador, nuevo, pero difícilmente transformador. Una transformación profunda de la práctica educativa conlleva la consideración del conjunto de factores que conforman los sistemas educativos. Teniendo en cuenta que estos están configurados por los marcos mentales socialmente construidos de todos y cada uno de los implicados en ellos, desde los legisladores a las familias. La educación es un ámbito en el que parece que todos tenemos una idea muy clara de lo que “hay que hacer”, otra cosa es llevarlo a la práctica. De este modo, la transformación y mejora sustantiva de la educación escolar, no puede avanzar sin considerar las políticas educativas, la formación del profesorado y de sus formadores, sin preguntarnos quienes son nuestros estudiantes y en qué mundo les ha tocado vivir, sin replantear el sentido de la investigación educativa y plantearnos el tipo de mundo que quisiéramos contribuir a crear.
En definitiva, lo que pretende este texto, que está a favor de la transformación y los cambios considerados necesarios para una educación con sentido personal, social y ecológico, es advertir sobre la ingenua visión de la innovación que subyace en muchas respuestas basadas una visión estrecha de los problemas de la educación, que no tienen en cuenta la complejidad del aparato tecnológico en el que se concretan los sistemas educativos. Los problemas sociales son desafiantes y requieren respuestas sofisticadas que impliquen a todas y cada una de sus dimensiones.