Sabido es que las redes sociales podrían ser espacios de diálogo y debate sobre muchas cuestiones, incluidas las relacionadas con la educación. Pero cada día es más evidente que pueden convertirse en herramientas de confrontación y deslegitimación o en plataformas privilegiadas para el insulto o la amenaza, ya sean anónimos y amparados en perfiles opacos o incluso proferidos con nombre y apellidos. Por desgracia, también en cuestiones relacionadas con la educación. Tampoco resulta extraño que lo que comienza como un diálogo sereno y constructivo, degenere en la descalificación sin argumentos, el exabrupto y la enmienda a la totalidad de cualquier postulado, por complejo y abierto que sea.
En nuestro ámbito, son lógicamente muchos los temas que generan controversia y polémica en las redes sociales: el papel de la administración; las nuevas o no tan nuevas leyes educativas; la red de centros sostenidos con fondos públicos; la relación real entre las ratios de alumnado y la calidad educativa; los procesos de inclusión y exclusión del alumnado vulnerable; la tecnología, etc. Pero creo que muy por encima de las demás polémicas en virulencia y frecuencia, se encuentran los procesos de innovación educativa, que algunos adjetivan como “supuesta” ya de partida.
Cuando alguien defiende, en las propias redes o fuera de ellas, algún tipo de actuación, enfoque o metodología que suene a nueva, inmediatamente encontraremos a quienes les parece una buena opción; quizás a otros y otras que le atribuyan una importancia desmedida; y con seguridad, a muchos que, de inmediato, lanzarán todo tipo de invectivas. Estos últimos cuestionarán su novedad o su eficacia, aunque jamás la hayan experimentado; apelando a que no son más que devaneos de “gurús” o “expertos” o arguyendo que se trata de inventos para que los “amiguetes” ofrezcan conferencias o cursos de formación o editen vídeos para mayor gloria.
En los últimos días, me he encontrado con una de estas polémicas que, por novedosa para mí y también por chocante, me apetecía comentar aquí: un ataque o cuestionamiento del Diseño Universal para el Aprendizaje (DUA). Se ha desarrollado con las características expuestas previamente: una enmienda a la totalidad al considerarlo un artefacto inservible cuyo auge se vincula a unos cuantos “amigos” – no se especifica, por lo general, de quién-, que van a aprovechar la propuesta para desarrollar un sinfín de actividades de formación e incrementar su patrimonio.
Nunca he sabido bien cuál es el fin último de estas posturas tan contundentes en el menosprecio. Siendo benévolo, supongo que, de manera general, se trata de proteger al sistema educativo y a sus profesionales de interferencias externas y, si cabe, de novedades que entienden como dañinas. Si se tratase de críticas fundamentadas no solo lo entendería, sino que lo aplaudiría. Precisamente, la crítica verdadera y necesaria es la que se echa de menos en algunos de estos pronunciamientos, dado que resulta más fácil y barato decir que cualquier cosa es un invento de gurús, que razonar sobre su pertinencia o cuestionar sus postulados.
No seré yo, por tanto, quien realice una pormenorizada defensa del DUA, ya que no he conseguido siquiera atisbar cuáles son exactamente las razones del menosprecio. Tampoco voy a hacer una exhaustiva descripción de sus principios o sus elementos más importantes. Doy por hecho que quienes han leído hasta aquí conocen la propuesta o van a interesarse por profundizar en ella a través de publicaciones cada día más frecuentes y con un conocimiento mucho mayor que el mío.
Solo diré que, cuando ya hace años, conocí esta propuesta y entendí sus principios y fundamentos, ajenos de entrada al ámbito educativo y los debatí con compañeros y compañeras de profesión, me sedujo de manera inmediata. En aquel momento, no tardé en convencerme de que estaba frente a algo que podría organizar, de una manera mucho más sistemática, una respuesta educativa que tuviera en cuenta la gran diversidad de personas que tenemos en las aulas; y acometerlo de verdad y desde el principio.
A riesgo de defraudar, en este caso, a los seguidores más ortodoxos y a quienes tienen un conocimiento mucho más profundo que el mío, diré que solo con entender qué se pretende con esta propuesta, en qué se fundamenta y cómo se estructura ya casi nos bastaría para disponer de un marco lógico, justificado y sensato para repensar nuestra manera de planificar la acción docente. Y de hacerlo teniendo en cuenta la gran variabilidad de nuestro alumnado respecto a cómo accede y procesa la información, cómo planifica y ejecuta diferentes tareas y cómo se motiva e implica en su propio aprendizaje.
El Diseño Universal para el Aprendizaje no viene a resolver de un plumazo las dificultades que encontramos en el día a día para dar una respuesta más adecuada, justa y equitativa a la gran diversidad de alumnado. No es la solución definitiva para alcanzar ese nivel de inclusión sin renunciar a la excelencia, que debería ser la ambición de todas y todos. Ni se trata de algo mágico, surgido más o menos de una inspiración divina.
Es, ante todo, un marco para ordenar las prácticas que tal vez algunas personas ya estaban desarrollando; una propuesta de organización de estas prácticas en torno a tres principios esenciales, una serie de pautas y estrategias de verificación; y una llamada a la sistematicidad y a la perseverancia.
Espero que se me perdone esta enorme simplificación. En todo caso, es intencional. Lo que pretendo dar a entender es que existen muchas formas de aproximarse a una propuesta educativa, algunas más complejas y profundas que otras. También quiero subrayar que, al valorar, se puede aportar de muchas maneras y con distintos niveles de crítica. Sin embargo, lo que deberíamos empezar a erradicar en nuestras aproximaciones y debates es la idea de que cualquier propuesta nueva es solo una excusa para que alguien se haga famoso o se lucre. ¿No sería mejor que tratáramos de pensar en qué puede beneficiarnos a nosotros y a nuestro alumnado? Desde esa posición, hagámoslo y discutamos.