Cada cierto tiempo vuelve el debate sobre la jornada escolar en la escuela pública y cada vez llega con más decibelios. En este debate se cruzan acusaciones mutuas, con reproches habituales del tipo: “Los expertos que investigan los tiempos escolares desconocen la realidad de los centros”, “los docentes no quieren trabajar y buscan exclusivamente su interés” o “las familias pretenden aparcar a sus hijas e hijos en el colegio”. El resultado es una agria discusión que no solo es ofensiva para muchas personas que formamos parte de la comunidad educativa, sino que resulta poco productiva en términos de acuerdo y mejora.
En esta discusión se sobreponen diferentes necesidades y/o demandas, la mayoría de ellas legítimas, que han de articularse desde el respeto y la empatía por el otro, si es que en educación debemos hablar de “otros” como contrarios. Por ello, es necesario abogar por un diálogo honesto en el que se clarifiquen conceptos y se expliciten los diferentes intereses: derechos de la infancia, conciliación familia-empleo y condiciones laborales del profesorado.
En primer lugar, es necesario hablar de los efectos de la jornada sobre el alumnado. La mayoría de las evidencias apuntan en la misma dirección, aunque con matices. En términos de rendimiento, los resultados a favor de una jornada u otra son relativamente discretos y no tan concluyentes. Además, buena parte de las investigaciones miden el efecto del aumento de las horas de instrucción más que su distribución a lo largo del día, lo que desdibuja el debate. Respecto a la equidad, los resultados parecen más concluyentes, puesto que la jornada partida contribuiría a compensar las desigualdades producidas por las diferentes actividades educativas que realizan las familias durante las tardes. Al respecto, es llamativo el aumento de la demanda de clases particulares privadas, en la que el capital de las familias juega un papel importante. Por otro lado, jornada partida facilita el acceso al servicio de comedor, especialmente a las familias con más necesidades. Sin embargo, es probable que estos efectos negativos de la jornada continua desaparecieran si en todos los centros se garantizase una oferta vespertina de actividades extraescolares variada, gratuita y de calidad, así como un servicio de comedor asequible.
Independientemente de estas evidencias, la mayoría de docentes percibe que el aprovechamiento de las horas de la tarde es menor. Es posible que las actividades escolares que se realizan tras la comida no sean las que mejor se ajustan a las necesidades del alumnado y que los propios docentes perciban, por esta razón, que presta menos atención y se muestra menos proactivo. Conviene señalar que la mayoría de investigaciones tratan de obtener evidencias aplicables en todo contexto, mientras que factores como la edad de los estudiantes (no son los mismos biorritmos a los 3 que a los 12 años), la diferenciación entre horas lectivas y no lectivas, el clima, la dotación de los centros o el tipo de actividades en sesión de tarde pueden jugar un papel relevante cuyo efecto habría que identificar con claridad en los estudios. Por otro lado, es fundamental analizar los efectos de la jornada escolar más allá del rendimiento educativo, e identificar sus consecuencias en el bienestar del alumnado, los tiempos de coordinación docente, la interacción entre docentes y familias, o la participación de la comunidad educativa, entre otros aspectos cruciales de la vida escolar.
En segundo lugar, hay que hacer referencia a los efectos de la jornada sobre la conciliación familiar. Resulta evidente que el principal papel asignado a la escuela es la educación, pero también lo es que el sistema educativo cumple una función de conciliación y guarda de la infancia y la juventud. Sin embargo, que la escuela juegue este papel no significa que deba recaer sobre ella toda la responsabilidad en este aspecto. De hecho, en algunos centros y regiones se ha limitado el uso simultáneo de servicios de madrugadores y extraescolares, al comprender que un niño o niña no debe pasar en el centro tantas horas al día. En la mayoría de los casos, bajo ambos tipos de jornada se permanecería las mismas horas en el centro en caso de optar por el comedor (Figura 1). Sin embargo, la realidad es que con jornada continua el uso del comedor es menor, bien por falta de disponibilidad o porque la mayoría de las familias deciden no utilizarlo. Ello conduce, en ocasiones, a que el centro deje de prestar este servicio
Figura 1. Ejemplos de horarios con diferentes tipos de jornada
Parece claro que jornadas laborales de 40 horas son poco compatibles con jornadas escolares de 25. Por ello, muchos centros cuentan con servicios complementarios y las familias recurren a otros servicios fuera de la escuela. Sin embargo, esta discusión trasciende el debate sobre el tipo de jornada y se extiende al modo en que, como sociedad, organizamos los tiempos de la infancia, del empleo y de la familia. Es necesario reflexionar hasta qué punto y de qué modos la escuela y otras instituciones, como los ayuntamientos, deben responder a las dinámicas del mercado laboral, frecuentemente marcadas por la precariedad y temporalidad, y muy diferentes según nivel y sector profesional.
Debemos afrontar, como sociedad, el debate de cuántas horas deben pasar las niñas y niños fuera de su hogar. Para muestra, recientemente, se ha incluido en las normas de admisión a las escuelas infantiles de Andalucía la posibilidad de que un bebé de 0 a 3 años pueda permanecer en el centro más de 8 horas. Si el bienestar del alumnado es la piedra angular que define los horarios escolares, también debe serlo cuando se debate sobre conciliación (calendario escolar, horarios laborales de los padres y madres, etc.). En ese sentido, es necesario ofrecer propuestas que se adapten a los recursos, necesidades, estilos de crianza e intereses de las diferentes familias, siempre desde una óptica que proteja a las más desfavorecidas, que suelen tener horarios laborales más extensos y precarizados.
Por último, hay que hacer alusión a los docentes y sus condiciones laborales. Nadie que realmente quiera mejorar la educación puede partir en este debate de una posición que claramente deteriore las condiciones laborales de los trabajadores de la enseñanza. La “Comisión para la racionalización de los horarios españoles” alude de forma reiterada a la necesidad de que los horarios laborales tiendan a las jornadas intensivas frente las partidas. Esta aspiración es legítima, dadas sus ventajas para la conciliación. En este sentido, las investigaciones sugieren que se produce un pico de atención a las dos horas tras la comida. Una parada de dos horas supone, en términos prácticos, la permanencia en el centro de trabajo durante una hora diaria más. Anualmente, supondría más de 165 horas adicionales, es decir, más de un mes de trabajo. Por otro lado, hay que tener en cuenta que los docentes tienen 30 horas de permanencia en el centro (entre horas de docencia y complementarias), pero que su horario completo no se limita a estas, sino que consta de 37 horas y media semanales. Ello incluye tiempos para cumplir con los deberes inherentes a la función docente (programación, evaluación, preparación de materiales etc.), que pueden desarrollarse tanto en el centro como fuera del mismo.
En algunas ocasiones se recrimina a los docentes el no querer el esfuerzo de salir más tarde en pro del alumnado. Sin embargo, en otros sectores privados o servicios públicos en los que el discurso vocacional no está tan presente no se asumiría una devaluación de las condiciones laborales en favor de posibles mejoras en la atención de los usuarios, sino que se buscarían formas de articular ambos. Una docente que empezara a trabajar en el año 2000 solo ha visto como sus derechos laborales y las condiciones en que ejerce su trabajo se deterioran (más carga lectiva, congelación y devaluación de salarios, recortes, etc.). En este contexto es casi una obligación moral encontrar fórmulas que permitan avanzar en la equidad al tiempo que se consolidan o mejoran las condiciones laborales de los profesionales de la educación, puesto que son los docentes quienes han de implementar y desplegar las políticas educativas.
El debate sobre la jornada escolar no puede desligarse de otras políticas educativas sistémicas y estructurales como la incorporación de personal de apoyo, las inversiones en infraestructuras, el diseño de los horarios, actividades y menús de los comedores, el aumento de las actividades de refuerzo, o el acceso a actividades extraescolares gratuitas y de calidad (tal y como prescribe la LOMLOE). Además, estas políticas deben complementarse de manera simultánea con otras acciones que van más allá del ámbito educativo, como las políticas de conciliación o de lucha contra la pobreza y la exclusión social, en un diseño integral y coordinado de políticas públicas. Los centros han convertirse en espacios democráticos que sirvan como punta de lanza de protección social y que contribuyan a repensar las escuelas no solo como un espacio de aprendizaje, sino también como un espacio comunitario que favorezca el desarrollo y la participación del alumnado.
La gran polarización del debate sobre la jornada escolar genera la sensación de haber llegado a un callejón sin salida, en el que necesariamente habrá ganadores y perdedores. Sin embargo, frente al choque de trenes existen alternativas que pasan, en muchos casos, por repensar el debate desde una óptica más amplia. Aunque este se ha planteado desde la dicotomía “jornada continua vs jornada partida”, es posible definir los tiempos escolares de forma más flexible y adaptada a las diferentes necesidades. Factores como el tiempo destinado a la comida, la hora a la que se hace la pausa, la edad del alumnado, las actividades que se realizan antes y después del almuerzo, la obligatoriedad de estas, el tipo de calendario escolar, las horas de entrada y salida, la carga lectiva e incluso la cantidad de calorías ingeridas habrán de ser tenidos en cuenta. Se trata de un escenario considerablemente más complejo y que obliga a la innovación y evaluación de las políticas públicas, pero creemos que es el camino para conjugar el interés superior del alumnado, los derechos laborales de los docentes y las necesidades de las familias.
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