La codocencia, el trabajo en parejas pedagógicas o la docencia compartida no es un experimento organizativo más sacado de una chistera. No es un invento pedagógico de unos cuantos que enmascara presuntamente la intención de no invertir en una bajada de ratios (siempre necesaria); tampoco es la cristalización de un deseo maquiavélico de otros de entrar en las aulas y “perforar” así la libertad de cátedra, con el fin de poner en duda o cuestionar el trabajo del profesorado en un espacio que siempre se ha considerado “sagrado”. Ni mucho menos.
Sí que es, en cambio, una estrategia apoyada en investigaciones llevadas a la práctica sobre el trabajo cooperativo docente, el diálogo, el apoyo mutuo en la praxis y la distribución de roles didácticos en los procesos de enseñanza en un entorno concreto de aprendizaje. Infantil, primaria, secundaria, formación profesional o universidad: la docencia compartida tiene arraigo y recorrido en muchos contextos y niveles educativos a lo largo de años y su evidencia en beneficio de la inclusión está probada a distintos niveles.
Sin embargo, se ha de reconocer que su eficacia depende de muchos factores, entre los que destaco las concepciones previas del profesional de la educación sobre la práctica de aula. Un compañero con el que hablaba de esto hace unas semanas me lo comentó: “El éxito de la docencia compartida tiene que ver mucho con las teorías implícitas del profesorado”. Y sí, creo que tiene razón. Sobre este asunto de las llamadas teorías implícitas, aplicado al mundo de la educación, también hay bastante escrito. Jiménez Llanos y Correa Piñero (2002), por ejemplo, nos dicen al respecto lo siguiente: “En tanto que elaboraciones personales, las teorías implícitas del profesor tienen su soporte en el propio sujeto, pero se basan en un sustrato de origen cultural”. (p. 529).
Efectivamente: las prácticas culturalmente aprendidas, nuestras nociones categorizadoras sobre este trabajo, las concepciones heredadas en las que aprendimos… todo ello nos conduce a la imagen de un docente trabajando en solitario frente a un grupo de estudiantes, o bien desempeñando otras labores de planificación y corrección (muchas veces, en su casa) casi siempre en soledad.
A ello se le une la escasa cultura colaborativa en las aulas y la falta de tiempos para la organización conjunta (las ya míticas horas de coordinación). Son precisamente esas teorías implícitas las que nos llevan también a materializar nuestra labor en reuniones a través de prácticas que poco tienen que ver con la interdisciplinariedad, la horizontalidad o la formación entre iguales. Y si a eso se le une la burocratización del ejercicio docente, e incluso el intento de algunos de permanente judicialización y puesta en entredicho de la labor del profesorado, nos encontramos con ese amargo cóctel monotemático, uniformador y hasta tedioso en el que se han convertido muchas reuniones de departamento, equipos educativos, claustros o comisiones de coordinación pedagógica. Y eso son solo algunos ejemplos de conversión de la educación en un proceso definitivamente mecanicista.
Pero la práctica de la docencia compartida nació para justo lo contrario: bien ejecutada, favorece la detección temprana de necesidades básicas tanto curriculares como emocionales de cada estudiante, ya que entre dos profesionales trabajando de forma compenetrada se puede llegar más y mejor a las realidades diversas de cada uno de ellos. En el caso de las llamadas medidas de atención a la diversidad, la intervención en el aula de un segundo especialista, por ejemplo de pedagogía terapéutica, de audición y lenguaje o de apoyo idiomático, impide fórmulas segregadoras que estigmatizan al estudiante que más riesgo de vulnerabilidad sufre. Además, permite incluirlo en experiencias de trabajo cooperativo en el aula para aprender entre sus iguales a través del diálogo, la distribución de roles y la interacción, cuyos beneficios han sido contrastados a través de multitud de investigaciones de campo desde hace décadas.
Algunas encuestas movidas a través de redes sociales posicionan a una mayoría de docentes como más partidarios de una drástica reducción de alumnado por aula (ratio) que de la intervención simultánea de dos especialistas como práctica habitual. Sin embargo, también se producen en grupos reducidos malos resultados académicos, sin que en ese caso parezca que el factor determinante sea la ratio. Muchas veces se argumenta que, cuando esa circunstancia ocurre, está motivada por la enorme diversidad del aula (entendida esta como complejidad, como diferencia de niveles).
Precisamente la atención educativa ante contextos de gran complejidad es favorecida por las metodologías más habituales llevadas a cabo en docencia compartida: el aprendizaje colaborativo combinado con el guiado, la instrucción directa más personalizada y materializada con mayor eficacia en la resolución de dudas en los distintos grupos y una mayor agilidad y flexibilidad a la hora de adecuar el currículo a las distintas necesidades del alumnado, son algunas de ellas. Incluso el seguimiento a los planes personalizados del alumnado repetidor –muchas veces es este el que más atención precisa– se hace más llevadero. Al final, la docencia compartida permite el cambio de enfoque que nos lleva a considerar lo contrario de lo que siempre pensamos: la heterogeneidad y la diversidad no son inconvenientes, sino un elemento enriquecedor en el aprendizaje entre iguales (Zariquiey Biondi, 2016).
¿Pero la docencia compartida, per se, será la varita mágica para combatir el fracaso escolar? Ni mucho menos; es más, esta fórmula organizativa (no es una metodología en sí misma), si no se incluye dentro de la construcción de un proyecto de centro democrático, inclusivo, nutrido de una cultura cooperativa y del trabajo conjunto por un ideario común que vincule a todos los miembros de la comunidad educativa, tendrá menos posibilidades de éxito. Y ese punto es determinante la conexión que debe establecerse entre los docentes que trabajan juntos en el aula (se ha visto aquí como una dificultad añadida), en donde es importante la “tolerancia profesional”. Esta debe impregnar toda la cultura colaborativa del centro, como aceptación también de la riqueza que supone la diversidad del profesorado. (Imbernón, 2019).
Por eso, es importante que esta idiosincrasia de la praxis compartida (la escuela por su propia razón de ser es la máxima expresión de ello), de lo horizontal y lo relacional, impregne, por ejemplo, las acciones formativas que se llevan a cabo entre docentes de un mismo centro o incluso en el intercambio de prácticas entre escuelas de distintos puntos, así como las dinámicas dentro de las que se enfocan las distintas reuniones de órganos colegiados. La unilateralidad, la verticalidad y la imposición no conducirán sino al alejamiento entre posiciones y a la polarización de un discurso educativo que ya de entrada está muy marcado por la polémica y la crispación; justo lo contrario de lo que representa la codocencia: un llamada no solo a estar juntos en un aula, sino, en definitiva, a cooperar.
Referencias
Imbernón Muñoz, F. (2019). La formación del profesorado de secundaria: la eterna pesadilla. Revista Profesorado. Vol. 23 Núm. 3 (2019). Recuperado de https://recyt.fecyt.es/index.php/profesorado/article/view/74488
Jiménez Llanos, A. B., & Correa Piñero, A. D. (2002). El modelo de teorías implícitas en el análisis de la estructura de creencias del profesorado universitario sobre la enseñanza. Revista de Investigación Educativa, 20(2), 525–548. Recuperado de https://revistas.um.es/rie/article/view/99051
Zariquiey Biondi, F. (2016). Cooperar para aprender. Transformar el aula en una red de aprendizaje cooperativo. Madrid: SM.