Las razones por las cuales millones de personas salen de sus hogares, de sus entornos cercanos y conocidos para recorrer cientos o miles de kilómetros son extremadamente variadas. Desde razones económicas, climáticas o por pura supervivencia ante situaciones de guerra y persecución. Esto vale tanto para personas adultas como menores de edad.
En los últimos meses las imágenes de decenas de miles de mujeres y menores saliendo a la carrera de Ucrania se han vuelto cotidianas. Y en localidades de Alidante, Cataluña, Madrid o Málaga, más, puesto que ya eran el lugar de residencia de una gran cantidad de población de este país del este. También lo fueron aquellas durante la salida apresurada de las tropas norteamericanas y de países aliados cuando abandonaron Afganistán a su suerte. O más recientemente, ese confuso «asalto» promovido por las autoridades marroquíes y protagonizado por menores.
A estos colectivos se suman, por supuesto, también muchas familias que vienen de América Latina para intentar tener alternativas de vida y cientos, si no miles, de jóvenes (muchos menores de edad) que se juegan la vida (y la pierden) intentando cruzar el Mediterráneo.
En muchos de estos casos opera eso que se conoce como duelo migratorio que se produce cuando se está entre el pís de salida y el de acogida, la adaptación a situaciones completamente diferentes, en entornos que pueden ser más o menos hostiles.
A María Ángeles Plaza, responsable del equipo de Psicología de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), una de las organizaciones con más solera en el trabajo con personas solicitantes de protección internacional, en el caso de las personas refugiadas prefiere no hablar duelo migratorio puesto que en lo migratorio parece subyacer cierta voluntad de cambio o mejora, mientras que para las personas que solicitan protección internacional y el reconocimiento de su estatus de refugiado, «no ha habido elección».
Catalina Perazzo, directora de Incidencia Social y Política en Save the Children, señala algunas herramientas que pueden ayudar al profesorado a lidiar con chicas y chicos que vengan de otros países cargados con vivencias más o menos traumáticas. Cree que aunque «confiamos en la resiliencia» de las y los menores, «hace falta un cierto conocimiento especializado para entender qué han pasado y cuáles son sus problemáticas».
Además de que cree interesante que el profesorado conozca algunos de los mimbres de los países de origen de chicas y chicos para dimensionar sus posibles vivencias, es importante saber que pueden llegar cargados hasta el punto de tener estrés postraumático y que este aparezca con «síntomas curiosos: que tengan frío cuando no lo hace; disociación de la realidad causada por el trama vivido; intento de borrar la experiencia traumática; que tengan mucho sueño o que parezca que mientien» al contar parte de su realidad. «Son mecanismos de defensa que se manifiestan así. Es muy característico con menores solicitantes de protección internacional», asegura.
Perazzo también señala otros elementos como bastante característicos, aunque es posible que estos estén más presentes en menores migrantes y no en solicitantes de protección internacional. Elementos como una mayor madurez que, aunque puede ser causada por diferencias culturales, se acentúa por el hecho de haber pasado una elevada cantidad de tiempo viajando solos.
Plaza habla de conductas agresivas, irritabilidad, menores que están callados, que no se relacionan. «Cualquier indicador anormal en un menor puede ser indicador de que algo pasa». «Debemos acercarnos con reconocimiento de la situación; ser comprensivos». Se puede, comenta, hablar con las y los menores de las consecuencias que pueden estar viviendo como consecuencia de las situaciones que han vivido. Pero, sobre todo, «hacer que se sientan seguros».
María Ángeles Plaza comenta que en los últimos tiempos es cuando han empezado a recibir con mayor frecuencia a menores, principalmente, con su núcleo familiar. CEAR trabaja, principalmente, con centros de acogida en los que se organizan varias decenas de personas solicitantes de protección y de orígines muy diversos. En estos centros, dice, es donde han detectado que son las personas adultas las que toman las decisiones sobre la migración «sin contar con la opinión ni hacer partícipe y sin explicar a los menores el proceso».
Chicas y chicos se enfrentan a la situación de no saber qué hacen en un centro de acogida, por ejemplo, a n poder acceder a ciertas cosas que sí tenían en sus países de origen o a la pérdida del estatus laboral de sus padres. Cosas que, dice Plaza, «las familias ocultan». Esta psicóloga comenta que en muchos casos, chicas y chicos «viven el trauma de manera vicaria, a través de sus padres» que, también a veces, son quienes solicitan la intervención del equipo de psicólogas de la entidad.
Plaza habla del caso concreto de las y los menores ucranianos porque se ha disparado, lógicamente, la recepción en los últimos meses. Han detectado «alteraciones del comportamiento, irritabilidad, cosas que han visto pero que no entienden»; echan de menos a padres y abuelos, que han tenido que han tenido que quedarse en Ucrania.
Comenta que existen, además, ciertas diferencias a la hora de trabajar con según qué perfiles por cuestión de procedencia. Más allá de lo idiomático, porque, por ejemplo, las familias latinoamericanas están más acostumbradas a hablar con otras personas de lo que les sucede, pero las que vienen de Ucrania, menos receptivos a contar.
También comenta que pueden surgir ciertos problemas al haber más o menos diferencias en las pautas educativas que encuentran las familias extranjeras en España. A esto, en el caso de niñas y niños ucranianos, se suma el hecho de que muchos siguen sus estudios en Ucrania, por Internet, de manera que no están escolarizados en nuestro país. Otros muchos, sí.
El hecho de que muchas chicas de ucrania no estén escolarizadas en centros educativos hace que su integración sea mucho menor. Bien es cierto, según explica Plaza, «están esperando para volver» a su país. Pero, más allá de las dificultades educativas o de integración, estas situaciones pueden estar enmascarando vivencias más complejas como traumas de guerra, abusos sexuales. Hay otras, explica, que adoptan el papel de «mártires de la guerra y no quieren ayuda psicológica».
Para Plaza, «el espacio de la escuela puede ser un buen sitio donde observar, de manera participante, qué está pasando». Detectar posibles problemas para atajarlos. Aunque, com recuerda Perazzo, tanto el sistema educativo como el sanitario, carecen del personal suficiente para una correcta atención psicológica a estas niñas y niños y a sus familias.