Hace relativamente poco, una persona muy allegada a mí me pedía consejo; Estaba planteándose hacer carrera universitaria y mi respuesta fue la que siempre suelo dar en estos casos:
– Yo no le recomiendo a nadie que haga carrera universitaria. Pero si decides hacerla, que sea de forma consciente, sabiendo qué te espera en ella. Si lo haces por inercia, puede ser un auténtico infierno.
Esta suele ser mi respuesta estándar cada vez que alguien me pregunta algo parecido. Y es que nunca deja de sorprenderme lo diferente que es el imaginario colectivo sobre cómo es la carrera universitaria con respecto a cómo es esta en la realidad.
Imagino que la concepción social extendida sobre cómo se investiga, cómo se obtienen las plazas, los sueldos, la estabilidad,… tiene más que ver con cómo era la universidad en la época en la que estudiaron nuestros padres -este es, en mi opinión, el imaginario social- que con la que es en el momento y tiempo actuales.
Esto sin contar la cantidad de prejuicios que buena parte de la sociedad tiene sobre el trabajo del profesorado universitario, algunos con razón, y otros muchos, sin ella, y cuyos motivos nos llevaría a explorar en otro artículo.
Aprovechando que hace poco nuestra querida ANECA ha informado de sus valoraciones acerca de los sexenios y que, a mi alrededor, suenan campanas de acreditaciones entre compañeros que han vivido de cerca el proceso, me atrevo (esa es la palabra) a dar mi opinión sobre algunos temas en este artículo.
Antes de nada, merece la pena aclarar para aquellos lectores y lectoras no familiarizados con la carrera universitaria, dos cosas:
La primera es que los sexenios en el profesorado universitario son «sexenios de investigación» con lo cual no se conceden (como en la docencia en otras etapas) por acumulación de tiempo ejerciendo la profesión. Sino que hay que acreditar méritos en una convocatoria que centraliza una fundación estatal: la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación (ANECA). Estos méritos tienen que ver fundamentalmente con publicaciones científicas.
La segunda es lo que significa «la acreditación». Esta consiste tal y como he recogido en otro sitio junto a algunas compañeras, en lo siguiente:
En nuestro país existen multitud de figuras de profesor universitario con diferentes características. De modo que para acceder a ellas se necesita cumplir una serie de requisitos, propios de cada figura, que se valoran en lo que se ha venido a llamar el proceso de “acreditación”. Este proceso es la baremación del currículum del candidato por una agencia estatal externa, la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), que recibe los currículums de los candidatos y valora el cumplimiento de tales requisitos (establecidos por la propia agencia), concediendo, o no, la acreditación para una determinada figura. Así, una vez recibida la acreditación positiva, se está en situación de poder concursar a una plaza, siempre y cuando, la universidad convoque una plaza para la figura correspondiente a esa acreditación. Se lleva a cabo, pues, un concurso público entre todos los candidatos que, dependiendo del tipo de figura, consta únicamente de un concurso de méritos de currículum o, de un concurso méritos más la defensa de un proyecto docente e investigador, ante un tribunal.
En los casos en que a los candidatos se les rechaza una determinada acreditación, estos no tendrán opción de concursar a una plaza, sufriendo un periodo de cadencia para volver a presentarse a la misma.
(Fernández-Navas, Alcaraz-Salarirche y Pérez-Granados, 2021, p. 4)
Hasta aquí, todo parece razonable: para ser profesor o profesora universitario, hay que pasar por estrictos procesos de valoración que, además, están externalizados y que no dependen de la propia universidad del candidato o candidata y que son los que dan acceso a poder, ahora sí, competir por una plaza determinada de profesor o profesora.
Pero ¿Por qué entonces este artículo? ¿Por qué no recomiendo a nadie dedicarse a la carrera universitaria?
Porque, lamentablemente, parece que todo lo que incluya la palabra «calidad» en realidad, lo que quiere decir es «burocracia» (en el sentido más peyorativo del término) y de la burocracia emana el «control» (también en el sentido más peyorativo). Y este sistema de acreditación, junto con los baremos de las plazas (que operan bajo lógicas similares) está produciendo “auténticos monstruos”.
El problema principal a mi juicio, es el peso que se da a las publicaciones científicas y que está produciendo un auténtico mercado de publicaciones absolutamente desligado del sentido primario y deseable de lo que la publicación científica debe ser.
Mucho se ha criticado además, sobre las empresas privadas que están detrás de los rankings de las revistas científicas (a una posición más alta en el ranking de la revista en la que públicas, más puntuación en baremos). Estas bases de datos de revistas sustenatan un nicho de negocio redondo:
El profesorado paga por publicar en muchas de ellas, normalmente con fondos públicos concedidos en un proyecto de investigación competitivo, revisa artículos de otros compañeros gratis en ellas y, por último, la universidad paga también con fondos públicos para que se pueda acceder en sus bibliotecas a dichas revistas… un negocio sin fisuras este.
Esta situación está derivando en lo que ya se denomina en argot popular «publica o perece» y que genera en última instancia, una preocupación de todo el profesorado universitario en publicar, desligándose del sentido inicial de esta en el mundo científico: producir conocimiento útil, para enfocarse en el sentido más mercantilista relacionado con la acumulación de méritos.
Pero, además, esto invisibiliza todo aquello que no tenga un peso alto en los méritos que la ANECA contempla. Especialmente sangrante es el caso de la docencia que en buena medida se acredita por el paso del tiempo en ella. Es frecuente escuchar entre compañeros y compañeras:
– Dedícate a publicar, no pierdas tiempo en la docencia que no cuenta para nada.
Esta situación, por ser triste, no deja de ser lógica; de esta acumulación de méritos depende “el pan del profesorado universitario” que dedica muchos años de su vida a conseguirlos para poder presentarse y ganar una plaza con ciertas garantías: de ahí que la estabilización media del profesorado universitario en nuestro país sea muy tardía y que este viva, hasta que la alcanza, en situaciones precarias de sueldo y condiciones laborales (este asunto merecería un artículo propio) pese a que, como decíamos al principio, la conciencia popular afirme que las condiciones de trabajo y sueldo del profesorado de universidad son excelentes.
Esta situación ha creado un auténtico “trampeo de méritos” y casi un “mercado negro” de ellos. Para que cualquier lector o lectora se haga una idea, lo primero que hago al levantarme por las mañanas y revisar mi correo es eliminar decenas de mails de “revistas depredadoras” cuya pretensión es hacer dinero a costa de la necesidad de méritos de los y las investigadoras más incautos.
En palabras de Codina (2021): “Las revistas depredadoras o pseudo-journals publican artículos de investigación sin aplicar los estándares de calidad que se espera de las genuinas revistas académicas, muy notablemente sin llevar a cabo procesos de evaluación externa”.
Además, esta situación crea desigualdades entre el profesorado universitario que dependiendo de si está próximo a algún grupo de poder o no, tiene más opciones de investigación, publicación y méritos.
Esta situación que relato es de sobra conocida por instituciones y gobiernos ya que ha sido tratada por múltiples estudios. Prueba de ello sería el DORA o la Declaración de Berlín, a la que se han sumado multitud de países.
Así que quiero reflejar aquí, a modo de catarsis, algunas de estas cuestiones arbitrarias que sufrimos a diario el profesorado universitario.
El primer asunto que hace que me “rasge las vestiduras” es que las personas que valoran estos méritos son compañeros y compañeras nuestros, que sufren (o han sufrido) dinámicas y problemas similares, pero que cuando se revisten del poder que les otorga la academia para juzgar y valorar se transforman, como en el famoso experimento de Millgram, en los evaluadores más crueles.
Otro asunto especialmente sangrante es la arbitrariedad de las decisiones: hace no mucho se decidió que en determinados aspectos de la acreditación sólo contaban aquellas publicaciones derivadas de proyectos de investigación financiados (y que así esté indicado explícitamente en el artículo). Ya no es suficiente con publicar tu investigación en una revista de alto impacto (esto es casi conseguir una pluma de Fénix), sino que esa investigación debe haber estado financiada. Pero, digo yo, ¿no tendría más mérito conseguir publicar en una revista de alto impacto con una investigación sin financiación? ¿A qué obedece este criterio? ¿Tiene que ver con la calidad de los procesos de producción de conocimiento o con garantizar que sólo quienes tengan acceso a convocatorias de proyectos de investigación financiados (en las que uno de los puntos clave que cuenta para su concesión, por supuesto, es el currículum de los investigadores en cuanto a publicaciones) sean los que más publica y, por lo tanto, los que vuelvan a tener más acceso a la financiación vía proyectos de investigación? Todo muy circular…
Hace tiempo se decidió también que contaban menos publicaciones con más de cuatro autores (porque se había creado entre los investigadores un negocio paralelo en los que, como sólo cuenta el mérito, se incluían unos a otros en los artículos). Pero ¿qué ocurre con aquellas investigaciones en las que somos más de cuatro y todos hemos trabajado –y mucho– en la investigación y la publicación? Pues que tenemos que hacer “encaje de bolillos” (y muchas veces más de una publicación) para repartirnos en ellas.
Pero a todo ello súmale que no se tiene en cuenta la retroactividad de las medidas. Si esta decisión se tomó, pongamos, a partir de 2010 y tú tienes un artículo con más de cuatro autores o en el que no aparece escrito la investigación a la que está vinculado, de 2008, se te penaliza igual que si lo hubieras escrito después de la medida. Con lo cual tu currículum, montado durante años con muchos sacrificios, puede desmontarse en cuestión de segundos por alguna de estas decisiones arbitrarias.
Podríamos hacer una lista interminable de cosas sobre las que invito a indagar a cualquier lector o lectora: el papel del corresponding author; las diferencias de puntuaciones entre libros y artículos; o entre áreas de conocimiento; la franja de tiempo de «los 5 últimos años» para todo,…
Pero, sin duda, para mí, lo peor es la opacidad de ciertos procesos: las diferencias entre los criterios publicados y lo que “la comisión ve bien” y que tiene que ver con criterios internos que aplican y que no son públicos. Que además crean auténticas leyendas urbanas entre el profesorado: «¿Te has enterado de la última de la ANECA? Me ha dicho un amigo que ahora están pidiendo…».
Entre todo este maremágnum, mi sensación es que cada vez el profesorado universitario anda más «como pollo sin cabeza»: desbordado, descentrado, estresado,… y sin tiempo para dedicar a aquellas cuestiones que deberían ser centrales en el desempeño de su profesión, ahora sí, con calidad.
Que no se me entienda mal, el acceso para el profesorado de universidad debe ser un proceso riguroso y es tan importante que no puede dejarse en manos de un mal sistema (cuyos defensores sólo son capaces de esgrimir como argumento que antes, cuando no había sistema ninguno, se estaba peor).
Pero a todas luces, un sistema que promueve, produce y promociona prácticas poco éticas a través de currículums elaborados al peso y, en definitiva, con una filosofía contraria a todo lo que la ciencia debería ser, no es un buen sistema para la ciencia.
Si juntas la tendencia al ego que todo el profesorado universitario tenemos, con esta idea acumulativa de méritos que se favorece, la autoexclavitud al más puro estilo Byung-Chul Han (2020), está servida. Ya no es que te pongan la zanahoria del mérito para que la persigas, sino que han conseguido que seas tú el que te autoexplotes pensando que anhelas esa zanahoria. El sistema fomenta lo contrario a lo que debería fomentar y el burn-out en la profesión es habitual. Últimamente escucho muy frecuentemente entre el profesorado más joven:
– En cuanto me saque la acreditación de titular y mi plaza, voy a dejar de publicar, investigar, …
Esta tensión continua a la que se somete al profesorado universitario por hacer méritos que poco o nada tienen que ver con la calidad de su trabajo docente e investigador, se refleja en las palabras que siempre me recordaba un compañero que dejó el instituto por la universidad:
– Iluso de mí, me vine a la universidad pensando que tendría tiempo para leer….
Lo peor, para mí, de este asunto, es que estoy convencido de que es imposible elaborar un plan serio, centrado en la promoción de la investigación a largo plazo para este país si no viene acompañado de una reforma sensata de la universidad.
Seguimos sin entender que la auténtica productividad (no la que aparece sólo en papel), que la creatividad, las grandes ideas, la calidad del trabajo,… necesitan de tiempo para leer, estudiar, revisar, pensar,… y si me apuras hasta para aburrirse.
Mientras tanto, lo que tenemos es lo que fomentamos: un sistema que suple excelencia con grandes dosis de burocracia y, en esta inoperancia, en esta perversión del sistema científico público, siempre gana un mismo actor: el sector privado.
Referencias
Codina, Ll. (2021). Nunca publiques aquí: qué son las revistas depredadoras y cómo identificarlas. Recuperado de: https://www.lluiscodina.com/revistas-depredadoras/https://www.lluiscodina.com/revistas-depredadoras/
Fernández-Navas, M., Alcaraz-Salarirche, N. y Pérez-Granados, L. (2021). Estado y problemas de la investigación cualitativa en educación: divulgación, investigación y acceso del profesorado universitario. Archivos Analíticos de Política Educativas, 29(46), 1555-1578. https://doi.org/10.14507/epaa.29.4964
Han, Byung-Chul (2020). La sociedad del cansancio. Herder.