La frontalidad con la cual vimos expuestos los límites de nuestros sistemas educativos que, aún con mejoras sostenidas, siguen manteniendo desafíos pendientes, obligó a enfocar la atención en la solución de problemas prácticos en materia de enseñanza y aprendizaje.
Con total crudeza, la desigualdad de acceso a recursos educativos y a las condiciones en las cuales se desarrolla la educación formal quedó en una descarnada evidencia que no da tiempo ni lugar para dilaciones. Como nunca, vimos que todavía éramos desiguales e injustos.
Y no son estas desigualdades y falencias el único desafío educativo que enfrenta Latinoamérica. Como en todo el mundo, la educación se encuentra tensionada por movimientos telúricos ocasionados por cambios profundos en los modos de organización de nuestras sociedades. Es este un desplazamiento aparentemente incontenible hacia algo que llamamos de manera general «sociedad del conocimiento», y que cuya definición precisa se encuentra aún en debate, puesto que es cuestionada permanentemente por las innovaciones tecnológicas y los consecuentes cambios en los modos en los que producimos, trabajamos y nos organizamos.
Esta indefinición configura una suerte de sensación de inestabilidad ante la cual las palabras incertidumbre y complejidad se nos hacen habituales, los discursos tentadores y las soluciones mágicas apetecibles.
Los efectos del encontronazo de la velocísima pandemia con los cambios persistentes hacia la sociedad del conocimiento resuenan en las escuelas que vuelven a abrirse, en las administraciones educativas, en padres, alumnos y docentes. Tal vez sea esta una oportunidad para poner en cuestión el presente, no en el sentido de cambios revolucionarios, pero tampoco en el de retorno a prácticas que hace tiempo manifiestan sus límites.
No hacer nada conlleva el riesgo de no aprender como sociedad de una experiencia traumática y dolorosa, lo que cristaliza así las injusticias arriba referidas. Hacerlo todo en un frenesí correctivo supone, en un contexto de incertidumbre sistémica, el peligro de decidir sin poder calcular los riesgos y los efectos de políticas que afectan la vida de todos.
En esta modernidad que se vuelve líquida, según el sociólogo Zygmunt Bauman, cualquier certeza que se enuncie como tal —por más absurda que sea— puede constituir una isla de tierra firme donde dejar descansar por un tiempo nuestro ser agobiado.
De allí que podemos prescindir de la escuela, de los maestros, del estado, o incluso reducir la experiencia educativa a un vínculo individual con la inteligencia artificial; de allí también —en el reverso— el supuesto de que los problemas concretos que afectan a la educación se resuelven con compromisos en papel sin efectos prácticos en la vida de las personas.
En contextos confusos lo importante y lo contingente suelen entremezclarse en una argamasa que impide distinguir con claridad lo uno y lo otro, la estrategia se confunde con la táctica, lo individual con lo colectivo.
El papa Francisco ha dedicado dos de sus encíclicas para recordarnos aspectos que —tomando perspectiva histórica— no deja de ser sorprendente que se pongan en agenda: primero que el equilibrio y cuidado de la naturaleza requiere también el equilibrio y cuidado entre los hombres, y segundo, que los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos y debemos, por tanto, cuidarnos unos a otros. Tal vez el papa nos recuerde la necesidad de la armonía y la proporción como principio de la existencia.
La palabra proporción alude en primer lugar a una relación. Una relación entre la parte y el todo o entre las partes entre sí. En matemáticas, la proporcionalidad es la relación que existe entre magnitudes, de modo que al modificarse una se alteran las otras.
En el campo artístico, el llamado «sentido de la proporción» alude a esta relación desde la percepción subjetiva. Si bien existe la técnica y los principios en el diseño de una obra, este sentido requiere intuición, sentimiento y experiencia para alcanzar un límite que no transija la armonía. Si así fuera, una obra de arte podría terminar en una anodina, prolija e insulsa corrección, o en una flagrante y ofensiva desproporción.
Sin embargo, no deja de ser llamativo que la primera referencia al concepto de ’proporción’ (pro portio) se atribuya a Cicerón, quien precisamente desconfiaba de la reflexión separada de la acción. Como filósofo y a la vez político, entendía que las ideas cobran sentido cuando sirven a la administración de lo público. Es así como iniciaba el camino hacia una relación generalmente más implícita que explícita entre ’proporción’ y acción política.
En este último aspecto podríamos transitar del mundo del arte al mundo de la física para redefinir la palabra ’sentido’, reemplazando su significado artístico como ’sentimiento, sensación o intuición’, por aquel que indica ’dirección’ o ’magnitud’.
El «sentido de la proporción» sería entonces el balance del esfuerzo de una política pública en determinada dirección. Lo opuesto estaría dado por múltiples esfuerzos en diversas direcciones o un esfuerzo en una dirección que solo se focaliza en una magnitud sin tener en cuenta las demás que están relacionadas.
La educación enfrenta un contexto en el cual se le reclama inmediatez para solucionar, creatividad para resolver y universalidad para actuar; un contexto regado además de una especie de desconfianza colectiva en la experiencia acumulada por el sector a lo largo de los años. La tentación por las soluciones mágicas, por un Deus ex Machina educativo puede ser grande.
Identificar el objetivo del esfuerzo resulta pues fundamental para establecer el sentido y los factores que deben ser movilizados para tal fin. La proporción se vuelve una cuestión de magnitudes y no de absolutos.
Por ello no es tiempo para discutir absolutos —tal vez nunca lo sea—, sino para resolver problemas concretos, es decir, tiempo de valorar magnitudes y sentido, tiempo de hacer, más que de declarar. ¿Qué hacemos para que los niños sigan estudiando y no abandonen la escuela, para que recuperen aprendizajes, para que accedan a las herramientas para el trabajo y la ciudadanía de este siglo XXI? ¿En qué iniciativas focalizaremos los esfuerzos?
Comprender qué discusiones y dilemas merecen prioridad, esfuerzo y atención de las políticas públicas y cuáles no es fundamental para dar un claro ’sentido de la proporción’ al esfuerzo realizado.
El camino opuesto nos puede conducir a dejar pasar una gran oportunidad y que la política educativa sea expresión de una banal corrección que molesta un poco a muchos y mucho a nadie, pero que asegura la continuidad de las condiciones de desigualdad, o que catalice iniciativas salvadoras —y por ello atractivas— que por sí solas nos conducirán al desierto de la decepción.
Las declaraciones y las conferencias cobran ‘sentido’ y ‘proporción’ cuando en un contexto de emergencia sirven para orientar la acción concreta destinada a la solución de los problemas reales de nuestra comunidad iberoamericana.
Como decía Catón el Viejo: Res non verba.