Llego a impartir clase, como cada día, a mi 2.º de la ESO. Otra vez el de Física y Química ha dejado la pizarra llena de fórmulas. Papeles por el suelo, mesas y sillas sucias, alguna pintada en la pared. Hay un corrillo de tres estudiantes discutiendo: «Díselo, díselo a Mercedes». Pregunto qué pasa. «La de Plástica me ha suspendido porque dice que no le he entregado dos láminas». Revuelo, protestas: «Las pierde siempre, profe, y luego dice que no se las hemos entregado». Pregunto a la alumna si está segura de haberlo entregado todo. Me dice que sí, que dos días tarde, pero que la de Plástica le admitió los trabajos. Me comprometo a preguntar en la reunión de evaluación, que se celebra esa misma tarde. Les pido que limpien el aula mientras me preparo para la clase, mando a la delegada a por una escoba y quitatintas; les digo que aquello es inadmisible. Cuando abro el cajón para sacar el mando del proyector, me saltan a la cara como Aliens un montón de papeles, trabajos, pinturas rotas. Mientras arranca el proyector, borro la pizarra. Entro en Raíces para pasar lista: la de Matemáticas se ha dejado su sesión abierta.
En el fragor de la limpieza, David y Antonio hacen alarde de su masculinidad: vocean, se empujan, ríen a carcajadotas; recriminan a una compañera que no sabe barrer «a pesar de ser mujer». La chica se revuelve y los llama «machistas»; yo también intervengo.
Cuando les doy las notas de los trabajos en grupo, vuelven las protestas: «En mi grupo hay quien no ha hecho nada y luego la nota es la misma para todos; Fulanito tenía que entregarlo y se le olvidó». Yo les explico otra vez que un trabajo en grupo no es la suma de varios trabajos individuales; que tienen que aprender a utilizar la inteligencia colectiva. Termina la clase después de más protestas: «Nos mandáis demasiados deberes; también tenemos vida por la tarde; nos ponéis tres exámenes el mismo día». Concluyo, como siempre, que no saben organizarse.
Me dirijo a la cafetería, que si espero al recreo es imposible con tanta criatura reclamando su panini. Allí está otra vez el de Educa, ocupándolo todo con sus voces, sus aspavientos, sus carcajadotas. Muchos de quienes estamos allí cerramos fuerte los ojos con una expresión de desagrado ante sus estridencias. Para evitarlas, me llevo el café a la sala de profes. No hay un hueco libre en las mesas: rodean a dos cajas de bombones vacías (ayer fue el cumpleaños de la de Filo) exámenes, cuadernos, trabajos, libros de texto. Me quedo sujetando la taza por el asa sin saber qué hacer, buscando dónde posarla, al más puro estilo John Travolta. Me dirijo a la pequeña nevera donde ayer guardé un poco de fruta que no terminé de comer. Antes de cerrar la puerta, pienso de nuevo, como el día anterior, «esto habría que desenchufarlo y limpiarlo algún día». Termino el desayuno entre malabares, mientras busco la caja que contenía tijeras y tubos de pegamento para hacer una actividad en la siguiente clase, pero la caja no está en su sitio. Pregunto a los presentes, pero nadie sabe nada: «La habrá cogido alguien… Ah, mira, está allí; quien sea habrá venido con prisa y la ha dejado en cualquier lado». Aquello es inadmisible.
Hoy salimos escopetados en cuanto suena el último timbre, que tenemos la primera sesión de evaluación online a las 4.30 y hay que comer primero. Cuando me conecto por Teams, aún faltan dos o tres docentes. Los esperamos. Mientras, aprovecho para comprobar si hay mensajes: tres tutores insisten en sus respectivos chats en pedir información sobre algún tutorando; avisan de que faltan dos o tres días para las entrevistas con las familias y solo un par de profes han aportado comentarios sobre la evolución de la criatura en la asignatura correspondiente. Los rezagados entran saludando amablemente con un «Buenas tardes». La mayoría ni siquiera se disculpa por habernos hecho esperar. En muchos casos, son las mismas personas que, según avanza la sesión, piden agilidad y ligereza, que luego hay otras tres evaluaciones y se acumulan los retrasos. La de Biología «canta» sus notas; se excusa diciendo que ayer no le dio tiempo a meterlas. No saben organizarse. Dedicamos un buen rato a Saúl, el alumno TEA. Va adaptándose, en buena medida gracias a los cuidados de las cuatro niñas que están pendientes de él. Vuelve a aparecer la idea de que deberíamos intentar mantener el quinteto en el mismo grupo los próximos cursos. El titular de Educación Física interviene para pedir a la tutora que recuerde a las niñas que deben asistir a su asignatura con ropa apropiada, no con tops, «porque claro, por la propia asignatura, tienen que moverse, saltar… y los chicos no les quitan ojo, se distraen…». Yo tampoco intervengo.
Segunda sesión de evaluación; ya entramos con quince minutos de retraso. Mientras va llegando el resto del equipo docente, comentamos cómo avanzan los proyectos interdepartamentales que nos propusimos llevar a cabo este curso. Están saliendo reguleras, porque reconocemos que hay dificultades para coordinarnos. En mi grupo hay quien no ha hecho nada. Por fin estamos todos: casi media hora después de la hora fijada, comenzamos la evaluación. La tutora recuerda que le falta información sobre algunas criaturas. «Ah, sí; perdona. Yo no he puesto nada. Es que son malas fechas: con tantos exámenes para corregir y tantas cosas… Luego te pongo algo». Otra: «A mí es que no me da tiempo a mirar Teams todos los días. Igual, si se pusiera un corcho en la sala de profes, al verlo, sería más fácil». La tutora, claramente contrariada, responde: «Pues os lo he avisado tres veces en el grupo de WhatsApp». Interviene el profe de Educación Física, el de los tops: «Perdón, ¿se me oye? Escucha: yo creo que es mejor poner un corcho en la sala de profes. Es que es imposible, con tanto niño, estar pendiente de todo. Todos tenemos familia, y otras cosas que hacer por las tardes. Yo creo que con el corcho sería más fácil». También tenemos vida por la tarde. Esta vez faltan algunas notas sueltas de Inglés y todas las de Lengua castellana y Literatura: «No encontraba los últimos exámenes; menudo susto… Se me habían traspapelado en la taquilla, entre los cuadernos». Todos sabemos que no miente, porque su taquilla está tan llena como cualquier cajón de cualquier mesa de profesor, así que cada vez que la abre necesita poner la palma de la mano por delante, evitando así desastres mayores. Las pierde siempre, profe.
Asumimos como verdades impolutas, radicales, incontestables las justificaciones de nuestros compañeros (y las propias, claro está) para ser sucios, desordenados, desorganizados, machistas, descuidados o para no saber trabajar en equipo, mientras recriminamos en un ejercicio de autocomplacencia esos mismos defectos en nuestro alumnado con un «Haz lo que yo digo (pero no lo que yo hago)». Exigimos a nuestros grupos de adolescentes en general y a cada uno de ellos en particular que hagan lo que no hacemos nosotros. Los calificamos como generación de cristal, decimos de ellos que tienen la piel muy fina, que están sobreprotegidos y por eso no se exigen disciplina, constancia. Aplicamos nuestra situación de privilegio como personas adultas y profes, juzgando con distinta medida cuánto es demasiado esfuerzo o trabajo para los demás, dependiendo de si es un igual o un subordinado, desde el púlpito de la autoridad y la (al menos, pretendida) madurez que nos han conferido los años. Menudo ejemplo.