Llevo varios artículos en este diario, expresando mi preocupación por la proliferación de ciertos discursos. Cuestión esta, que no es exclusiva de la educación, sino de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, pero que me inquieta especialmente que tengan espacio en el discurso educativo. Y no sólo por ser mi campo profesional, sino por el papel tan conectado con la emancipación y la justicia social que tiene esta en la construcción de una sociedad democrática y con respecto a la igualdad de oportunidades imprescindible para que esta se dé.
Para mí, el éxito, la función, de este tipo de discursos es poner en “debate” cuestiones que no deberían ser discutidas. Es la famosa «paradoja de Popper» sobre ser tolerante con la intolerancia: un tema que lleva interesándome profundamente en los últimos tiempos. ¿Hasta dónde se pueden debatir ciertas cosas? ¿Es lícito debatir ciertas perspectivas? ¿Cuáles son los límites del debate democrático?…
Un tema casi filosófico sobre el que creo que merece la pena que pensemos todos despacio, dado el mundo en el que vivimos y sobre el que nos invita a reflexionar de forma magistral Víctor Clavijo en su doblaje: “Cosas de nazis”.
Cosas de nazis… pic.twitter.com/V5QmjF1G1E
— Víctor Clavijo (@VctorClavijo) December 8, 2021
En este punto, en educación, ha cobrado fuerza en los últimos tiempos el discurso relacionado con la “tolerancia a la frustración”.
Su presupuesto inicial (seguro que te suena), viene a ser que el alumnado cada vez viene peor preparado y está más mimado (?). De forma que no tolera, se bloquea al menor contacto con la frustración. La culpa de esto, cómo no, la tienen familias, pedagogos y leyes que fomentan cada día más esta baja tolerancia a la frustración con sus ocurrencias.
Este discurso está vinculado, además, en muchas ocasiones, con las exigencias que luego tendrán los niños y las niñas en el mercado laboral. Cosas del tipo: “Es que, si los acostumbramos a que puedan quejarse por todo, luego cuando tengan un jefe en el trabajo y no se puedan quejar…”. Cosa que choca, especialmente cuando los mismos que mantienen este discurso son los que critican a la OCDE y su intención mercantilista y enfocada al mercado laboral en la educación.
La receta para combatir este aspecto es sencilla, desensibilización sistemática mal entendida de manual: frustrar al alumnado lo máximo posible para que se acostumbre a lidiar con la frustración.
Y es aquí, en este punto, donde se desata la locura y comienzan a aflorar sadismos varios.
Desde el que no entiende que el alumnado beba agua (aunque debiera ser motivo de alegría, pues los médicos insisten en lo saludable de esto) y lo achacan a “gurús y charlistas” catalogándolo como “estúpidas modas pospandémicas”.
Ya se sabe, tener sed y un hábito saludable, síntoma de la bajada del nivel educativo y de la baja tolerancia a la frustración del alumnado.
Antes de la pandemia a nadie se le ocurría beber agua durante una clase, salvo a los profesores de inglés y a los gurús y charlistas varios. Ahora cada alumno va con su botellita metálica de la que bebe varias veces cada clase, como si tuviera sed. Estúpidas modas postpandémicas https://t.co/Q2hXdYS0bv
— Dani Villacastín (@danivillacastin) September 29, 2022
Hasta los testimonios recogidos por el compañero Sebas en Twitter sobre si se pegaba en nuestro colegio de los 80, cuyos comentarios ponen “la piel de gallina”.
https://twitter.com/sebasesrad/status/1576815682666528768?s=21&t=Uu82Pg_ywxEh4F020F9CDA
O el asunto de “prohibir ir al baño” durante clase, que destapaba el mismo Sebas en Twitter y cuya motivación, en mi opinión, únicamente puede obedecer a cierta perversión de regocijo con la tortura y el sufrimiento de otro ser humano.
https://twitter.com/sebasesrad/status/1575397856332193792?s=21&t=6F4XTX41eYb7IjUtkIggWA
Pero ¿de dónde aparece esta idea de la tolerancia a la frustración? ¿Con qué tiene que ver?
A mi juicio esta idea está muy conectada con el asunto de la famosa «cultura del esfuerzo» de la que ya hablamos en otro artículo y esta, a su vez, tiene su origen en la percepción de que el nivel cada vez es más bajo entre nuestros jóvenes, cuya receta viene a ser aumentar la exigencia para subir el nivel.
Es de recibo explicar que esta idea de que el nivel cada vez es más bajo entre el alumnado tiene más que ver con el sesgo del superviviente que con una afirmación rigurosa y basada en datos (o en evidencias, tanto que gusta ahora la palabra). Así de claro se expresaban Baudelot y Establet sobre el tema (en su libro que no puedo dejar de recomendar), ya, en 1990:
Con la sombra de los castaños en el patio, el olor de la tiza, la agitación ansiosa del comienzo del curso, el descenso del nivel forma parte de los elementos que componen el paisaje intemporal de la escuela: se le descubre cada año con el mismo pavor, se le deplora hoy en los mismos términos que antaño […] ¡Es preciso suponer la existencia de un auténtico ensañamiento contra la juventud para sostener con ese aplomo intemporal que la mejora patente de todas las ciencias y de todas las técnicas haya sido obra de hombres y mujeres cada vez más débiles que sus antepasados! Entre las esquirlas de sílex, el genio del hombre se mostraba en su apogeo; a través de la informática, la relatividad general, la musicología barroca o la aeronáutica, sólo se expresan subhombres envilecidos por el multisecular descenso del nivel. Aquí reside, en efecto, el segundo aspecto de la paradoja: el discurso intemporal sobre el descenso del nivel permanece sordo y ciego a las evidencias que desmienten cada día su propio fundamento.
(Baudelot y Establet, 1990, pp. 11-15)
Este argumento de los autores se refuerza cada vez más con el paso del tiempo desde el que lo formularon: ¿Cómo se concibe el éxito en cuanto a conocimiento de la generación que inventa la vacuna del COVID y de la que se decía ya por su profesorado que era la peor preparada de la historia?
Esta idea del nivel se decía de la generación de mis profesores, de los de mis profesores, de la mía y, por lo que parece, estamos condenados a decirla de la de nuestro alumnado.
Sin embargo, si este asunto fuera cierto, no deja de cruzárseme el pensamiento de que “ya hubiéramos vuelto a las cavernas”.
En forma parecida lo expresa Pérez Iglesias (2020):
“Ahora los chicos aman el lujo. Tienen malas maneras, desprecian la autoridad; no respetan a los mayores y prefieren la cháchara al ejercicio”. Las personas mayores decimos cosas semejantes con frecuencia. No es algo nuevo: se han dicho, al menos, desde que tenemos registros escritos de lo que pensaban nuestros antepasados. La cita entrecomillada con la que se abre este texto se atribuye a Sócrates. Si eso fuera cierto, si los jóvenes fuesen cada vez más disolutos, más irrespetuosos, más holgazanes o más alocados, por citar solo algunos de los defectos que se les suelen atribuir, la juventud –y con ella el resto de la humanidad–, habría degenerado de una forma difícilmente soportable. Algo falla en esas valoraciones.
El mismo autor, rescata una investigación publicada por la prestigiosa revista Science de Protzko y Schooler (2019), sobre la que explica las principales conclusiones y que resulta muy ilustrativa para entender el caso que nos ocupa:
La conclusión general del estudio es que hay, efectivamente, una tendencia general a hablar mal de la juventud en lo relativo al respeto a los mayores y el gusto por la lectura. También existe una tendencia a valorar de forma negativa a la gente joven en aquellos rasgos en los que uno destaca o cree destacar […] Cuando una persona adulta es muy respetuosa con la autoridad, tiende a pensar que la gente joven de ahora respeta a los mayores menos que los jóvenes de su época. Lo mismo ocurre con la inteligencia y con la afición a leer. El efecto es tan específico de cada rasgo porque, por ejemplo, alguien muy aficionado a la lectura pero que valora poco la autoridad no tiende a pensar que los jóvenes de hoy en día no respetan a los mayores como se les respetaba antes. En otras palabras, ese “efecto hoy en día” no consiste en una minusvaloración o mala opinión general de la juventud, sino que se circunscribe a dominios relativamente específicos.
Y, esta es, a mi juicio, la clave sobre esta percepción falaz del nivel en el mundo educativo. En él coinciden expertos y expertas en diferentes ámbitos y disciplinas, cuyo dominio de la materia crea esta distorsión que se repite generación tras generación de alumnos y alumnas. Y, justo por eso, es más necesario que nunca, tener formación pedagógica, para entender, por ejemplo, el funcionamiento de este sesgo.
Anidados en este sesgo, muchos y muchas generan cada vez un discurso más reactivo sobre este asunto de la «tolerancia a la frustración» cuya idea cristaliza en una concepción que tiene más que ver con la instrucción o el adiestramiento que con la educación. Esta idea suele ir vinculada a la “alergia manifiesta” a cualquier discurso que contenga algo sobre emociones que asocian con “infantilización” y que enfrentan con el conocimiento del que se yerguen guardianes (falsa dicotomía de manual esta de las emociones vs conocimiento, pues ambas son necesarias para un aprendizaje de calidad).
Sin embargo, choca este discurso de puño de hierro sobre la tolerancia a la frustración del alumnado cuando el tema conviene al profesorado.
No se ha hablado de la tolerancia a la frustración, por ejemplo, cuando ha salido recientemente el tema de abrir las escuelas antes por conciliación (cuestión que reduciría vacaciones de alumnado y profesorado). En este asunto, el mismo profesorado que enarbola la bandera de «la tolerancia a la frustración», ha saltado a defender que “los niños tienen derecho a tener tiempo libre, vacaciones y no pasar todo el día en la escuela”. Cuestión que comparto plenamente, pero que llama la atención cuando, a priori, rige el mismo principio que esgrimen para otras cosas: en el mundo laboral no tienen tantas vacaciones, hay que ir frustrándolos para que se acostumbren.
Quizás va a ser que la cosa cambia mucho, cuando se experimenta en primera persona.
Claro que debemos enseñar a nuestro alumnado a lidiar con la frustración, y con la tristeza, la alegría, el miedo, la rabia,… es parte de su desarrollo como ser humano al que debe atender la escuela y, por tanto, parte de nuestro trabajo como docentes.
Y esto hay que hacerlo, desde el acompañamiento seguro, andamiándolos como cuando ponemos ruedines en las bicis, de forma que puedan asumir cada vez retos más complejos de esta gestión emocional hasta que puedan hacerlo solos.
Porque si no es así, si la idea es dejarlos que se frustren porque “ese no es nuestro trabajo”, el nuestro es “dar nuestra materia y ya”; si el tema es que aprendan cuanto antes “lo duro que es el mundo” sin contemplaciones, ni magufadas emocionales, yo abogo por montar unos “juegos del hambre” y ya subir el nivel y la exigencia a tope en este país de una vez por todas y para siempre, ¿no te parece?
Referencias
Baudelot, Ch. y Establet, R. (1990). El nivel educativo sube. Morata
Pérez Iglesias, J. I. (2020). Los jóvenes ‘de hoy en día’ siempre han sido peores que los de antes. The Conversation. Recuperado de: https://theconversation.com/los-jovenes-de-hoy-en-dia-siempre-han-sido-peores-que-los-de-antes-143932
Protzko, J., y Schooler, J. W. (2019). Kids these days: Why the youth of today seem lacking. Science Advances, 5(10). http://doi.org/10.1126/sciadv.aav5916http://doi.org/10.1126/sciadv.aav5916