A la hora del recreo, una vez más, las pistas albergan la dichosa liguilla de fútbol organizada por el departamento de Educación Física. Por supuesto, todos los participantes son varones. Con frecuencia, se suceden las peleas y las tánganas tanto en el terreno de juego como entre los exaltados espectadores. Nuestro patio, mermado tras la instalación de los barracones, es escuálido; aunque los cursos superiores tienen permiso para salir del centro durante el recreo, permanecen en las instalaciones unos 600 estudiantes. En una especie de respuesta al abuso que supone la distribución del espacio que conlleva la organización del campeonato de fútbol, se organiza en paralelo uno de baloncesto. Ocupa la mitad de la otra pista, y está orientado preferentemente a alumnas, aunque cualquier estudiante puede participar. Igual que en el de fútbol, por supuesto. Hay en total siete chicas y una profesora encestando. Unos mozos piden participar. Ante la imposibilidad de incluir más gente en ese momento, se les pide paciencia. Ellos se ofenden. «¿No queréis igualdad?», espeta uno de ellos a la profesora.
De nuevo viene Paca, la de Lengua, al despacho. Trae tres partes, rellenados con letra nerviosa. Como no le cabe todo lo que quiere explicar en el apartado «observaciones», ha escrito en los márgenes del documento. La expresión es atropellada, algo incoherente. Intuyo que, de nuevo, la clase se le ha ido de las manos. Gemidos, golpes en la pared, alumnos que se levantan sin permiso y bromean entre ellos, que ensucian la clase por diversión. Llegan a insultarla con cada vez menos sutileza. El mote de Paca, junto a su caricatura, ha aparecido pintado sin ningún pudor en alguna pizarra de un aula donde ni siquiera imparte clase. Paca falta de vez en cuando, especialmente los lunes. Siempre trae el justificante de su psiquiatra.
«Ya sé que no, pero ¿tienes un momentito?». Como sé que nuestra orientadora es una mujer resolutiva, inteligente y eficaz, entiendo que necesita contarme algo. Cerramos la puerta. En un grupo de estudiantes mayores se han perfilado claramente dos bandos: a favor y en contra de Casandra. Se meten con ella dentro y fuera del instituto, porque es trans. Le tiran bolas de papel durante las sesiones de clase, se burlan de ella en Educación Física. Me pregunto desde cuándo está pasando esto; cómo la trataron en cursos previos. Ella nunca dijo nada, nunca se quejó. Tampoco lo ha hecho ahora; la alarma ha saltado gracias al aviso del equipo docente de su grupo. ¿Casandra cree que no tiene derecho a quejarse? ¿Prefiere no afrontar lo que ocurre? ¿Teme las represalias? ¿Se siente lo suficientemente acogida por los compañeros que la apoyan? Dudo que no le afecte.
Última hora del viernes. Detrás de la mesa y enterrada en papeles, veo cómo Alberto asoma la cabecilla por la puerta del despacho. Está en 2.º de la ESO, y es un alumno con necesidades educativas especiales. Me cuenta que, durante el recreo, una alumna ha grabado con su teléfono móvil un vídeo en el que aparece él. Le pregunto el nombre de la niña, el curso. No lo sabe, pero iba con otra estudiante que compartió clase en 1.º con Alberto, y con la que ya tuvo muchos problemas el curso pasado. Finalmente, Alberto me dice que ha exigido a la alumna que borre el vídeo, y que ha comprobado que lo ha hecho. Ya ha sonado el timbre, así que la tarea queda pendiente para el lunes. Como fruto de la investigación (en jefatura dedicamos buena parte de nuestro tiempo a ejercer de detectives), descubro que el grupo está compuesto por tres chicas; todas mayores que Alberto. Se burlan de él. Lo persiguen en el recreo, reclaman su presencia a la voz de «guapo»… Alberto las huye. Aunque no estoy segura de que entienda del todo el alcance de la burla, le incomoda la presencia de estas alumnas. Con frecuencia, se sienta solo en las escaleras para repasar cualquier materia, porque dice que el ruido de los susurros en la biblioteca lo desconcentran. Supongo que únicamente se siente seguro cuando está solo.
Aitana es nueva en el instituto. Como el centro se nutre, básicamente, de alumnado procedente de los dos colegios del barrio, la llegada de alguien ajeno a esos círculos es todo un acontecimiento para el estudiantado. Me cuenta la tutora de Aitana que hay fotografías de la niña (no sabemos si las han sacado dentro del centro) con las que han hecho un gif que va de grupo en grupo de WhatsApp. La autora de las imágenes, al parecer, es una de esas alumnas que adscribimos comúnmente al etiquetado de «súper nenas» o «las estupendas»: lideresas que toman la iniciativa, organizan y deciden quiénes y cuándo pueden pertenecer o no al selecto grupo de las populares. En paralelo, sucede lo mismo con Marta, una niña dulce, menuda y de una conmovedora mirada azul. A sus problemas de salud se suma el déficit intelectual. La han echado del grupo con el que quedaba desde siempre para bajar al cole; al insti desde hace dos años. Ha sido decisión de Laura, una de esas lideresas, que además le manda mensajes al móvil insultándola. Marta está muy, muy triste. No entiende por qué la tratan así. Concluye que, en efecto, no merece pertenecer al grupo, porque no vale nada. Porque es tonta. Marta entrará en protocolo ACSA.
Beatriz ya tiene protocolo ACSA abierto. Claro, que sus compañeros no lo saben. Sin embargo, sí han sido testigos de los ataques de ansiedad que padece, y que aumentan por un asunto de amores. Beatriz, aunque no se reconoce así, es una cabeza brillante. Madura, empática, inteligentísima, sensible. No son esas virtudes el centro de los comentarios de alguna de sus compañeras, quien le reprocha, ya sin disimulo, querer ser el centro de atención constantemente. Cree que cuando grita, hiperventila, se autolesiona o vuelve los ojos, está interpretando un papel, de manera que entra y sale de él a voluntad. No tengo claro si Beatriz es consciente de ello en esos momentos durante los cuales está absolutamente fuera de sí, pero desde luego lo es cuando en el aula la evitan, no quieren formar parte de su grupo de trabajo o le lanzan miradas de desprecio.
Suena el teléfono de jefatura. El conserje me dice que necesita que atienda a una madre que acompaña a su hija. El tono de urgencia en la voz de Enrique no es en absoluto habitual. Le pido que las acompañe hasta mi despacho. La niña viene hecha un mar de lágrimas; desencajada. La madre la anima a contarme lo que sucede. Está matriculada en 1.º y no la tengo localizada. Le pregunto el nombre: se llama Ana. Me doy cuenta de que un chico mayor espera en el pasillo. Lo reconozco: fue alumno nuestro hasta hace dos años. Entiendo que es su hermano; le hago pasar y le pido que cierre la puerta. Ana me dice que hay dos alumnas que la amenazan por un asunto relacionado con un chico y redes sociales. Ambas son mayores que Ana. Me ruega que no diga ni haga nada; me dice, entre hipos, que aunque la protejamos en el centro el barrio es pequeño y todos coinciden a menudo. Que todos saben dónde viven los demás. Que una de las chicas que la amenazan tiene amistades muy peligrosas. Que anda metida en cosas terribles. La cría está aterrada; repite constantemente: «Si se enteran de que lo he contado, me matan». No importa si exagera o no: está convencida de lo que dice. La madre me explica que Ana tampoco consiente en denunciar a la policía. Le propongo darle un pequeño margen, para que se sienta segura, antes de iniciar protocolo de acoso: avisaré al equipo docente de su curso y le buscaré profes sombra, que estén pendientes en todo momento de lo que ocurre alrededor de Ana. Acepta.
En las entradas y salidas, en los cambios de clase, cada vez se oyen más voces femeninas utilizando palabras gruesas; cada vez más chicas se saludan insultándose; cada vez más alumnas imitan los comportamientos masculinos: collejas, empujones… «Si somos amigas, profe». Cada vez hay más agresividad entre las mujeres jóvenes. Me pregunto si la respuesta más adecuada a ese «¿No queréis igualdad?» no debería ser un «no» rotundo o, al menos, «no así», porque sospecho que se ha extendido lenta y profundamente la idea de que la igualdad ha tomado como referente la visión masculina de las relaciones personales, entre otras cosas. Basadas en el poder y el abuso, se establecen tras el proceso de organización en manada para sentirse fuertes y ejercer esa fuerza sobre aquellas personas que consideran más débiles, que son más vulnerables. Experimentan ese regusto interior que otorga el sentirse superiores, mejores, poderosas. Creo (quizá porque quiero creerlo) que en la mayoría de los casos no son conscientes del sufrimiento que provocan cuando persiguen a Alberto, cuando amenazan a Ana, cuando expulsan del grupo a Marta sin la más mínima explicación de cuál es el terrible error que ha cometido para repudiarla. Es la misma táctica del maltratador que, tras asesinar a sus propios hijos, se suicida. Así nadie podrá nunca pedirle cuentas. Las alumnas imitan a los chicos que se burlan de Paca, que se pelean en la pista durante el partido de fútbol, que invaden todo el espacio con su testosterona, sus gritos broncos, sus enormes cuerpos. Utilizan sus armas de mujer.