Antes de empezar, es de justicia reconocer que el máster de profesorado es un desastre (salvando como siempre honrosas excepciones). Sin paliativos ni paños calientes.
Las facultades de Educación tenemos serios problemas para conseguir que del máster salga profesorado preparado y formado para dedicarse a la docencia. Y, sin quitar, por supuesto, la relevancia y el papel fundamental de condiciones externas, me parece honesto, asumir y decir que la responsabilidad de esto es nuestra: si el profesorado que pasa por mi asignatura del máster no sale preparado para ejercer la docencia, la responsabilidad es mía.
Para que veas que además, estas afirmaciones nacen de forma honesta por mi parte, ya en 2014 explicaba en mi blog esta misma responsabilidad en una entrada que titulaba: “La culpa es mía” refiriéndome a la enseñanza universitaria en general.
Para mí, el problema principal de esta situación reside en dos niveles:
El primero nivel tiene que ver con lo que se ha venido a llamar conocimiento tácito, experiencia o conocimiento en la acción (Schön, 1987).
Cuando nuestro alumnado llega al máster de educación (y, en general, a cualquier carrera relacionada con la educación) ha pasado un mínimo de 22 años en instituciones educativas: escuela, instituto, estudios de grado y ahora máster, Durante aproximadamente 5 días a la semana, un mínimo de casi 6 horas al día.
Esta enorme experiencia genera unos potentísimos significados y referentes en el alumnado del máster sobre todas las cuestiones que convergen en el acto de educar: cuál debe ser el rol del alumnado, del profesorado, de las familias, cómo son las actividades, qué significa aprender, qué es el conocimiento, la evaluación,… qué es apropiado, posible y/o realista hacer en un aula,…
Esta circunstancia es casi exclusiva del mundo educativo. Por supuesto que tenemos significados y referentes sobre medicina, mecánica o informática. Pero no son tan potentes y no están tan arraigados en nosotros y nosotras porque no pasamos 22 años, 5 días a la semana, casi 6 horas al día en el médico o en el mecánico. Los significados y referentes sobre lo que debe ser la educación están prácticamente en nuestro ADN cultural.
El problema es que toda esa experiencia apunta, normalmente, hacia el sentido contrario de lo que nos muestra el conocimiento científico fruto de investigaciones y estudios sobre educación.
Esto, tal y como hemos explicado en algún otro lugar, ya señala cuestiones interesantes (Fernández Navas y Alcaraz Salarirche, 2022):
Esta circunstancia especial con respecto a la experiencia, ya apunta dos cuestiones sobre las que volveremos más adelante: La primera es la dificultad de cambiar la educación que explica por qué las reformas educativas no funcionan (Cuban, 1990; Gimeno, 1992; Fullan, 1993; Sola, 1999, 2000; Fernández Navas, 2015); ya que para transformar las prácticas escolares, no basta con hacer un cambio legislativo o de lenguaje (Gimeno, 2008) sino que hay que cambiar la mentalidad docente, es decir, cómo el profesorado concibe la educación.
(p. 3)
Pero, sobre todo, plantea una enorme dificultad para la formación de docentes: la necesidad de deconstruir esa enorme experiencia y significados para reconstruirlo en base a un conocimiento fruto de investigaciones y de teorías que constituyen el corpus de conocimiento educativo.
El segundo nivel tiene que ver con lo que Clark y McNergney (1990) llaman Isomorfismo y que, en palabras de Sola (1999) es:
El del isomorfismo –que no identidad– es otro principio para la formación de profesores. Hace referencia a que, puesto que al enseñar a los profesores no se les muestran sólo ciertos contenidos, sino, sobre todo, los métodos con los que tales contenidos se presentan, éstos se convierten en el principal contenido. Se trata de mostrar coherencia entre el tipo de formación que se proporciona a los docentes y la clase de educación que se les pide que ellos desarrollen en sus aulas y centros.
(p. 301)
A partir de aquí, es fácil comprender que el asunto se agrava cuando el alumnado que entra al máster de profesorado se encuentra durante un año viviendo aquello que yo denomino “el haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga”. Es decir, montones de clases teóricas sobre cómo deben dar clases de otras formas.
Esto contrasta con lo que debería ser, a mi juicio, el máster, un espacio donde vivir “experiencias memorables” (Trujillo Sáez, 2022) que reconstruyeran esa experiencia vivida durante el paso en la institución escolar como alumnos y alumnas.
De esta forma, el máster no solo no reconstruye los significados sobre educación que trae el alumnado, sino que reproduce y legitima una idea muy preocupante que, como veremos más adelante, ya trae muy inoculada el alumnado: estudiar educación no vale para nada. Por lo tanto, son lícitas (y deberían ser tenidas muy en cuenta) todas las críticas sobre el máster en este sentido.
Ahora bien, hay otro montón de críticas que sospecho tienen una intención radicalmente diferente.
Cuando daba docencia en el máster, el día de presentación hacía una dinámica que llamaba “la cuerda”: dividía la clase en dos partes, les planteaba afirmaciones sobre educación y les pedía que se posicionaron en el lado del “estoy de acuerdo” o “estoy en contra”. Asombrosa, todos los años, la unanimidad frente a la afirmación: «Si el profesorado domina bien su materia, sabe enseñarla». La mayor parte de la clase está de acuerdo.
Esto, a mi juicio, nos indica que entre esta enorme experiencia escolar de la que hemos hablado (y el desprecio sistemático desde otras disciplinas a las carreras de educación), el alumnado que entra al máster llega ya convencido de que: el máster es solo un certificado para acceder a la docencia y que el conocimiento educativo acumulado, no vale para nada.
Y desde aquí, se organiza otra buena parte de las críticas que recibe el máster: desde esta idea que les sitúa en el buscar excusas para justificar algo que no pueden decir públicamente: que muchos no consideran que deban saber nada de educación para dar clases en secundaria.
Desde aquí aparecen temas como el precio del máster (que estoy a favor de reducir como con cualquier estudio universitario) que solo denota el desconocimiento sobre cómo funciona la universidad, ya que, ni son las facultades las que organizan, recaudan y se quedan con el dinero (es la universidad) ni el precio de este es diferente al de cualquier estudio de posgrado oficial en una universidad pública (que a muchos no les importa pagar, si no es de educación y sí de su disciplina).
Cuestiones sobre el nefasto diseño del máster (que lo es) pero que se atribuye al capricho de las facultades de educación, que son las primeras en haber denunciado la escasa posibilidad de adaptar/modificar el máster desde el diseño, universal, del ministerio.
Afirmaciones sobre la formación y trayectoria profesional del profesorado del máster que solo muestran, de nuevo, la ignorancia sobre cómo se organiza y estructuran los estudios universitarios (todos, no solo los de educación): que si no han pisado aula, que si son pedagogos, que si no han pisado aula de mi especialidad, que si la pisaron fue hace tiempo, … [sustituir por cualquier excusa].
La realidad es que, siendo el profesorado del máster muy variopinto y diferente en cada universidad, la mayoría del profesorado que imparte clases en él, rara vez es pedagogo de formación. Siendo en su mayor parte de didácticas específicas (de las que luego el alumnado reclama formación) y, en muchas ocasiones, siendo el profesorado que imparte clases “profesor asociado”. Es decir, que trabaja fuera de la universidad en el ámbito educativo.
Pero, aunque así fuera, esta reclamación no se sustenta desde el momento en que esas pegas, no se plantean en sus estudios de grado ¿Quien me daba química, pisó o no pisó laboratorio? Ni para ellos, ¿puedo impartir química sin haber pisado un laboratorio?
Estas cuestiones llegan a ser insultantes, cuando los mismos que exigen que: o los contenidos del máster son de aplicación directa en el aula o no tienen ningún valor. Son los que se echan las manos a la cabeza cuando los pedagogos y pedagogas hablan de la necesidad del valor de uso del conocimiento para que se produzca un aprendizaje relevante en secundaria y se nos acusa de “utilitaristas” y de “bajar el nivel educativo” o “despreciar el conocimiento” que, según ellos mismos, tiene “valor por sí mismo”. Excepto el conocimiento educativo. Este, como decimos, no vale para nada.
Así, el mantra que más se repite es que “donde más se aprende es en las prácticas” porque lo que más coincide con lo que “creen saber” es lo que ven allí: les refuerza los significados de su experiencia como alumnado.
Sin embargo, la lógica nos dice que la formación debería servirnos para construir la educación que debería ser, no la que es y que la idea de ir a unas prácticas a ver lo que han hecho toda la vida contigo, como dice un amigo mío: “para ese viaje, no hacían falta alforjas”.
Otra queja constante es el asunto de las pseudociencias. Que haberlas, haylas (como en todos lados). Pero ni es lo común, ni es una afirmación sencilla de sostener, porque nos lleva a otro problema complejo: mucho del alumnado que entra al máster viene de disciplinas científicas experimentales, muy alejadas de las sociales, en las que no solo son profanos, sino que además consideran menos científicas que las experimentales pese a que desconocen los principios epistemológicos, ontológicos y axiológicos que las sustentan. Cuestión esta, sobre la que ya hablamos en otro artículo y que, como decíamos anteriormente, han construido durante sus estudios de grado en muchas ocasiones.
Ahora bien, tampoco podemos quejarnos mucho cuando, desde el propio diseño curricular, el mensaje que se manda a la sociedad es claro y coincidente: estudiar educación no vale de nada o aporta muy poco.
Y así alguien necesita cuatro años para formarse en informática, biología, historia, … y sólo uno para formarse en educación y dedicarse a impartir clases en secundaria. Una etapa complicada, además, por encontrarse el alumnado en la adolescencia. El mensaje es subversivo, pero claro: la formación en educación es secundaria.
Por si, como sociedad, teníamos dudas, siempre se puede declarar momento excepcional y llamar gente que no tiene ni el máster de profesorado y habilitarlo para acceder a la docencia. Me pregunto qué pasaría si se hiciera al revés, gente que tiene estudios en educación, pero ninguno en la disciplina.
Por mi parte, lo tengo muy claro. Es imprescindible, urgente, que en las facultades empecemos a cuestionarnos muy seriamente nuestro trabajo en el máster del profesorado.
Pero es igualmente imprescindible, urgente, que como sociedad empecemos a cuestionarnos muchas de las cosas que “creemos saber” de educación y, en especial, las relativas a lo necesario de tener conocimientos educativos si te vas a dedicar a educar.
Y también es imprescindible, urgente, que nuestro gobierno se plantee el acceso a la profesión docente en secundaria: el máster así planteado y con un año de duración es insuficiente y manda un mensaje muy peligroso a la sociedad.
Para los que se quejan de que, si aumenta la duración del máster, nos quedaremos sin gente que quiera dedicarse a la docencia en secundaria, dos pensamientos:
Primero, recordatorio amistoso de que no hay obligación de dedicarse a la docencia, siempre puedes buscar trabajo en un laboratorio, como escritor, periodista, historiador, …
Segundo, quizás habría que empezar a hablar de cómo debe ser la formación de docentes de secundaria de forma seria y rigurosa y no apuntar (de forma directa o subversiva) a que no haga falta el máster. Que son cuestiones bien diferentes: a la primera me apunto, a la segunda ya…
Referencias
Clark, D.L. Y McNergney, R.F. (1990). Governance of Teacher Education, en Houston, W. R. (Comp.) (1990). Handbook of Research on Teacher Education. A Project of the Association of Teacher Educators. MacMillan Publish. Comp
Cuban, L. (1990). Reforming again, again and again. Educational Researcher, 19(1), 3-13. doi:10.2307/1176529
Fernández Navas, M. F., y Alcaraz Salarirche, N. (2022). Recuperando el sentido de las actividades: reflexiones en torno a la importancia del diseño didáctico. Roteiro, 47, e30242. https://doi.org/10.18593/r.v47.30242
Fullan, M. (1993). Change forces. Probing the depths of educational reform. The Falmer Press.
Gimeno Sacristán, J. (1992). Reformas educativas. Utopía, retórica y práctica. Cuadernos de Pedagogía, 209, 62-68.
Gimeno Sacristán, J. (2008). Educar por competencias ¿qué hay de nuevo? Morata
Trujillo Saéz, F. entrevistado por Fernández Navas, M., Postigo Fuentes, A. Y., y Insua, L. (2022). La Heterocronía al abrir las ventanas. Márgenes Revista De Educación De La Universidad De Málaga, 3(1), 193-195. https://doi.org/10.24310/mgnmar.v3i1.14192
Schön, D. (1987). La formación de profesionales reflexivos. Hacia un diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones. Paidós.
Sola, M. (1999). Desarrollo profesional docente. Proyecto docente inédito.
Sola, M. (1999). El análisis de las creencias del profesorado como requisito de desarrollo profesional. En A. Pérez, J. Barquín y F. Angulo (Eds.), Desarrollo profesional del docente. Política, investigación y práctica (pp.
661-683). Akal.
Sola, M. (2000). Los efectos de la reforma en la condición profesional de los docentes: La formación de creencias ideológicas y su influencia en el pensamiento profesional. En I. Rivas (Coord.), Profesorado y reforma: ¿Un cambio en las prácticas de los docentes? (pp. 73-80). Aljibe.