Probablemente las gentes más jóvenes no tengan claro quién era Nick Carter y qué valor tuvo para la juventud de los años 90. Nick Carter era uno de los cinco vocalistas del grupo Backstreet Boys, un conjunto de flamantes jóvenes americanos que, representando todos los estereotipos del hombre blanco heterosexual de la época, recorrieron infinidad de países de diferentes latitudes cantando y ejecutando coreografías corales en las que, a cada golpe de cadera, suspiraba un número considerable de mujeres (y hombres, aunque esto todavía no era demasiado visible y no tengo muy claro si sería muy visible en estos tiempos nuestros en los que parece que volvemos a aquella época).
Nick Carter era, como decía, uno de ellos. Tenía la especial cualidad de representar el estereotipo del varón medio norteamericano con más acierto que el resto, véase: era el más joven, el más rubio, el de los ojos más azules y depende de en qué foto lo vieras, hasta el más alto. Era el que acumulaba más ovaciones cuando cantaba, cuando hablaba y no digamos cuando deslizaba una pierna unos centímetros de más en su parte del baile. Era, en definitiva, el alma del grupo. Siempre hay una en todas las boy band, como se conoce a estos grupos.
Los Backstreet Boys hacían giras de cientos de conciertos y en algunos de ellos acertaron a pasar por España. Yo nunca fui porque las entradas costaban un ojo de la cara así que nunca he visto a Nick Carter en directo. Sin embargo, sí veía por la tele a los cientos de adolescentes patrias que caían en el desmayo antes, durante y después del concierto fruto del cóctel de emociones desencadenadas. Y una de las principales razones que provocaban esos desmayos era el llamado Síndrome de Nick Carter.
El Síndrome de Nick Carter es, resumiendo, esa sensación de que eres especial cuando en el fondo no lo eres, esa percepción orquestada por unos focos que deslumbran y un montón de ruido alrededor
El término lo acuñó mi amiga Sara, una maestra como yo a la que conocí en la universidad y con quien aprendí mucho sobre la educación y sobre la vida. Sara hablaba del Síndrome de Nick Carter en referencia a todas esas chicas que habían sufrido una lipotimia en pleno concierto jurando y perjurando que Nick Carter, el rubio, el guapo, el de la cadera rebelde, el de la pierna desatada, se había parado en medio del concierto y, micrófono en mano, había dirigido sus ojos azules hacia el público para detenerse mágicamente en los de esas chicas, motivo por el cual ellas eran posteriormente reanimadas por los servicios médicos municipales. El Síndrome de Nick Carter era, decía Sara, esa falsa percepción de que Nick Carter te había mirado a ti entre los cientos de miles de personas que había en el concierto cuando la realidad de la vida es que era imposible saber hacia dónde miraba el chico que, en el mejor de los casos, había posado sus ojos en ellas fruto de la casualidad. Y en el hipotético acontecimiento de que su contacto visual hubiera sido intencional, era un contacto entre millones de contactos que en nada comprometía a Nick Carter con nadie ni en ese momento ni en los momentos futuros de su vida. Pero todas ellas creían que algún día un señor con acento americano y gafas oscuras iría a sus casas del extrarradio y llamaría a los telefonillos buscando, como en el cuento de la Cenicienta, a una chica de la que Carter había quedado prendado. Soñaban que la llevaría a su mansión de Malibú ante las miradas curiosas de todas las vecinas que lo comentarían asomadas a sus ventanas, porque a las mujeres nos han engañado de muy diversas formas con discursos de príncipes salvadores patrios e internacionales, y entre los mejores de los internacionales está el del príncipe canalla con pinta desaliñada que resulta ser famoso y que te lleva a su mansión de Malibú para convertirte en su famosa mujer.
El Síndrome de Nick Carter es, resumiendo, esa sensación de que eres especial cuando en el fondo no lo eres, esa percepción orquestada por unos focos que deslumbran y un montón de ruido alrededor. Es ese preciso instante en el que de pronto existe una posibilidad, por mínima que sea, de que te elijan. Es ese nanosegundo en el metaverso que, como bien sabemos, puede convertirse en otra oportunidad para quien parecía que no, pero de pronto (y obviamente) resulta que sí. Es la confirmación de que no somos la masa, somos una entre todas las que componen la masa y oye, por qué no aceptar que somos especiales. Que para eso nos lo hemos currado.
Es mucha la gente que escribe en este y en otros medios sobre los profes premiados, esos que año tras año se postulan a “mejor algo” con la financiación de grandes empresas y bancos y con la connivencia de parte de la comunidad educativa. No tengo demasiado que aportar que no se haya aportado ya salvo mi oposición radical a estos reconocimientos que no son sino una muestra más de este sistema educativo pleno de competitividad y malos alimentos en el que nos han sumergido hasta el punto de forzarnos a caer en contradicciones del tamaño del mundo. Solo así se explica que nos postulemos a unos premios financiados por las mismas entidades que explotan y desahucian a las familias con las que trabajamos y que, curiosamente, son las que nominan a los y las profes a estos premios. Si alguien se ha perdido en esta ecuación que sepa que es normal, que lo extraordinario es que esto no caiga por su propio peso.
Múltiples y nutridas críticas a estas dinámicas han sido escritas por compañeras y compañeros, pero hoy vengo a romper una lanza a favor de quienes exhiben con orgullo sus nominaciones y premios en estas competiciones docentes: son profes poseídos por el Síndrome de Nick Carter. Y no les vamos a juzgar por ello.
Resulta que todo el sistema de premios y reconocimientos docentes (y que no es más que una oda al discurso del mérito y el esfuerzo reconvertida en un tramposo “necesario homenaje” al profesorado) es, además de una maniobra perversa por parte de quienes imprimen su logo y su sello en las ceremonias y diplomas, una respuesta y a la vez una incitación a padecer el Síndrome de Nick Carter. Es la representación del docente medio como un potencial elegido, como alguien digno de ser mirado entre los millones de personas con las que comparte profesión. Es el reconocimiento de su legítimo derecho a salir del extrarradio e irse a vivir a una mansión en Malibú. Es la implantación progresiva de una ilusión, la de que por fin y después de tanto amargo trabajo, de tanto sufrimiento en las redes sociales combatiendo trolls, de tanto curso en verano pagado por el propio bolsillo, de tanto quemar zapatilla en Canva y de tanto compartir recursos así, porque sí, de tanto podcast, de tanto vídeo de Youtube que cuesta horas editar, de tanta charla y de tanto encuentro, por fin, al fin, alguien lo va a reconocer como se merece.
Porque la comunidad educativa está claro que no se lo reconoce. Sí, vale, reciben mensajes de agradecimiento casi a diario. Es cierto que obtienen seguidores, visitas en sus blogs, rendimiento de su alumnado. Pero no compensa, no es suficiente. Nada es suficiente para una vida entera dedicada a difundir, a divulgar, a trabajar sin remuneración. Nada es suficiente para una vida entera haciendo cola en las puertas de los recintos, gastando un dineral en cada entrada, en cada concierto, en todo el merchandising oficial que encima vale una pasta. Nada es suficiente salvo el hecho de que exista una mínima posibilidad de que Nick Carter pose sus ojos sobre ti y se oiga por el pinganillo: “Atención, es ella. Tomadle los datos”.
Hoy ser docente es resignarse a que el reconocimiento se obtenga fuera de la propia labor docente. No nos basta con haber llegado hasta aquí, con desempeñarnos sencilla, honrada y dignamente durante los próximos cuarenta años en esta esclavitud que supone el trabajo remunerado. No nos satisface ser meros profesionales. No nos conformamos con (fíjate tú qué sencillo objetivo) reflexionar cada vez más profundamente acerca de nuestras prácticas, con compartir con nuestras compañeras y compañeros, con tejer redes con las familias, con plantear preguntas que no sabemos contestar y cuya respuesta perseguiremos durante largo tiempo, algo que es, sin duda, parte necesaria del ejercicio docente. Necesitamos que nos premien por ello, porque de lo contrario nuestro lugar visible en las conversaciones cuñadas y en el telediario de los domingos son tres meses de vacaciones y la tabla del cuatro.
Hoy ser docente es resignarse a que el reconocimiento se obtenga fuera de la propia labor docente. No nos basta con haber llegado hasta aquí, con desempeñarnos sencilla, honrada y dignamente durante los próximos cuarenta años
Lo que representa la cultura de los premios a docentes no solo es pernicioso cuando miramos hacia afuera y nos horrorizamos al darnos cuenta de las injerencias de agentes indeseables en el campo educativo: también es terrible cuando miramos hacia adentro y nos damos cuenta de que nos construimos en gran medida sobre la posibilidad de obtener reconocimiento. Un reconocimiento que nunca es suficiente si no culmina en un aplauso público después de que el dedo de una gran multinacional nos señale. Estoy segura de que muchas de quienes son nominadas y premiadas tienen serios debates internos, que no comulgan con quienes les ponen la medalla, que se auto convencen con un “el fin justifica los medios” que a menudo es insuficiente. Que sienten cómo la sangre les sube a las mejillas cuando el foco se posa sobre sus cabezas y todo el mundo gira la cara para mirarles, que durante un instante se arrepienten de haberse puesto en las primeras filas, que si pudieran se evaporarían en el mismo momento en que se ven proyectadas en las grandes pantallas pero que luego se sienten culpables por desperdiciar la oportunidad, que se dicen “si no fuera yo sería otra” y que una vez que han saltado a los medios repiten incansablemente “si fuera por mí no lo haría, pero me debo al público”.
Porque al final todo esto va de eso: todos los que esperan pacientemente en la cola del concierto, las que pelean la primera fila, los que divulgan en las redes sociales esperando un feedback en forma de repercusión, los que comparten recursos persiguiendo el sueño de crearse un nombre, una marca propia. A todos ellos les han inoculado la necesidad de ser reconocidos a gran escala, un poco lo que nos ocurre a todas las docentes, para escapar de la mediocridad y el vapuleo al que somete nuestra imagen la opinión pública con debates rancios y estereotipos cutres sembrados de polémicas. No se conforman con ser parte de esa masa informe en que se ha convertido el profesorado, quieren trascender y están dispuestos a pagar el precio de que les suba al escenario el mismo brazo que les ha condenado, a ellos y al resto de docentes, a un lugar sin numerar en la pista.
Todas ellas, todos ellos tienen algo en común, todos quisieran ser escogidos porque, contra todo pronóstico, lo que buscan es lo mismo de lo que escapan: lo necesario para aspirar a una mirada de Nick Carter y las consecuencias de esa mirada, lo que les han dicho que es el fin y el medio. El trampolín y la meta. Ser y sentirse, por fin, especiales. Dejar atrás el montón y tener un lugar entre el público.
6 comentarios
Muy buen análisis y extraordinaria metáfora para analizar cómo el sistema nos induce también a besar la bota que nos pisa. Enhorabuena!
Gracias Enrique 🙂
Magnífico y oportuno analisis. Tema relevante y muy bien argumentado. Las claves que se ofrecen son realmente sugerentes. Otra evidencia más del propósito e iniciativas del Mercado en el ‘rentable’, económicamente considerado, mundo de la educación. Gracias
¡Qué gran reflexión!
Excelente artículo, Paula. Necesario releerlo cada cierto tiempo para enfocarse: ¿por qué y para qué hago lo que hago?
Gracias Juan. El para qué siempre será nuestro faro, y no solo en el aula. Abrazo😊