Es indudable el aumento al que estamos asistiendo en la sociedad del fenómeno que se ha venido a llamar negacionista, conspiranoico, etc.
Si bien este aspecto tiene su principal representación en la sanidad (sobre todo, a raíz del COVID) y en política, el ámbito de la educación no ha permanecido ajeno a esta tendencia.
Para mí, el análisis de este fenómeno en educación se realiza en dos partes:
Por un lado, está lo evidente, la idea de que no hay que dar altavoces a determinados perfiles. Perfiles relacionados con el negacionismo, el desprecio hacia el conocimiento científico de forma manifiesta,… pero la otra parte, más subversiva, tiene que ver con cómo se construyen estos discursos, sobre todo en su vertiente menos evidente y aquellos perfiles que sin ser «estrambóticamente negacionistas» deslizan y esgrimen ideas y conceptos basados en principios parecidos en busca de un interés propio.
En la sociedad actual en la que vivimos, especialmente con las redes sociales, se ha normalizado la presencia del “ruido”: discusión subida de tono, montones de estímulos, variedad de noticias, estudios, comentarios, impresiones, opiniones,… Discernir entre todo este ruido constituye una tarea consciente y titánica, cuyo efecto más inmediato es que permite diluir ideas entre toda esa cantidad de información en circulación; ideas que, presentadas en solitario y de formar visible, serían inaceptables.
Llegados a este punto, cuando se han deslizado, difundido y normalizado ciertas ideas y debates, resulta extremadamente difícil cambiar o confrontar el pensamiento de quienes se han sumado a él. Esta es, sin duda, una característica del discurso negacionista: la dificultad para crear un conflicto cognitivo en las personas que lo mantienen y difunden y, por lo tanto, desactivar estos discursos.
Mi impresión es que estos discursos nacen por el desencanto generalizado con la política, las instituciones, las leyes educativas, el desempeño profesional,… pero también nutren y retroalimentan, ese mismo desencanto, creando un circuito cerrado de frustración y refuerzo del que es muy difícil salir porque representa una muy potente confirmación de los propios sesgos.
Es aquí donde intervienen los perfiles cuya misión principal es generar este ruido de manera sistemática. Su desencanto es muy particular. A veces pienso que tiene sus orígenes en una necesidad de atención que potencia ese desencanto que pueden rentabilizar en redes sociales con estos discursos donde implícitamente ellos son el centro de atención: «No le hagáis caso a nadie, yo soy el que ha descubierto el engaño y os voy a contar la verdad”.
Así estos perfiles se emplazan como los únicos capaces de ofrecer una visión “realista”, “verdadera”, ante una situación de desencanto percibida por muchos y que ellos aprovechan planteándola en estos términos para conseguir la atención que necesitan.
Un win-win en toda regla: ellos consiguen atención y, el público, explicaciones y justificaciones (aunque sean muy peregrinas) a su desencanto y a su malestar.
Además, estas “verdades reveladas” a unos pocos, son muy difíciles de desmontar ya que viven instaladas en lo que los psicólogos llaman «locus de control externo»: todo lo que les pasa, todo ese desencanto, es culpa de alguien externo y nada tiene que ver con ellos o con sus acciones: la Administración, las leyes educativas, las familias, el alumnado, los malvados pedagogos de las facultades de Educación (a los que ahora llaman pedagogistas), la pedagogía en general (ahora la llaman neopedagogía), …
Claro que hay montones de problemas que son responsabilidad exclusivamente de agentes externos y subrayar estas responsabilidades es obligatorio y sano. El problema viene, como digo, del lugar en el que se instalan estos discursos, exclusivamente centrados en este «locus de control externo» y sin la mínima pizca de atención en el «locus de control interno»: ¿Qué puede hacer yo en esta situación? Sin dejar de reclamar las responsabilidades de terceros.
Esto genera la práctica imposibilidad de crear el menor cuestionamiento en quienes mantienen estos discursos. Lo cual, a su vez, los retroalimenta más, porque los exculpa totalmente del desencanto que sufren y que les produce angustia.
Sobre estas características -y alguna otra- de estos discursos y su dificultad para ser desactivados, ya se había pronunciado Gil Cantero (2018):
Décell (2017a) propone, por su parte y con cierta gracia, aunque sin un estudio exhaustivo como el señalado, 10 «ventajas» características del antipedagogismo: 1) Adaptabilidad de 360° a todas las opciones políticas; 2) La facilidad de asimilación, independientemente del conocimiento de la educación; 3) La rebeldía sin riesgo o cómo ser el Che Guevara cada mañana; 4) El derecho a la exageración; 5) La autoexoneración de toda responsabilidad; 6) Disfrute retórico; 7) Espíritu de superioridad; 8) La abolición de la contradicción (es inútil investigar, coleccionar anécdotas es suficiente); 9) La solidaridad inquebrantable entre los antipedagogos, y 10) Eternidad conceptual (una forma de pensar que siempre ha existido). Estos rasgos coinciden bastante con los analizados, en nuestro contexto, por Prats (2015, 146-147) en lo que denomina «Pedagogía amarilla»: voluntad iluminista; teorías conspirativas; absolutismo teórico, esto es, solo hay una manera de entender qué es la buena educación; simplismo; apelación al sentido común y critica a la metodología y al lenguaje pedagógico; propuestas populistas y descalificación.
(p. 33)
Como ocurre con los negacionistas del COVID, apuestan todo a la carta de la experiencia, pero sin ver el sesgo que esto representa, pues no contemplan que haya profesores que piensan diferente a ellos, que las experiencias docentes son muy variadas y que la suya propia no supone la totalidad de la voz de los docentes. Pero aquí encuentra refugio y justificación para cualquier barbaridad que puedan plantear fruto de su desencanto.
Veneran “lo científico”, pero niegan la ciencia cuyos resultados no les conviene en pro de esta experiencia sesgada (cualquier argumento conspiranóico es bueno: la OCDE, los chiringuitos, el perfil de los autores,…) y ensalzan aquellos estudios y perspectivas que refuerza sus posturas. No se trata, por lo tanto, de hacer ciencia aquí, sino de buscar justificaciones ad hoc en la ciencia para lo que ellos ya pensaban. Cualquier argumento vale si justifica su prejuicio inicial. Como decimos, todo es «locus de control externo».
Es por esto que, igual que los negacionistas del COVID o los terraplanistas, ninguna evidencia les crea conflicto cognitivo. Al revés, los reafirma en su convencimiento porque es una cuestión de identidad desde la que construyen su vida: “todos están equivocados menos yo y las evidencias que van en contra de mi pensamiento deben, por lo tanto, ser falsas, fruto de interés de grupos de poder ocultos y oscuros o de posturas pseudocientíficas”.
Estos discursos son muy interesantes desde el punto de vista psicológico básico, porque a todo esto se le une lo que llamo la «visión infantil de las emociones», una exaltación de la razón y un desprecio de lo emocional que siempre perciben de forma peyorativa. Sobre esto hace tiempo hice un hilo en Twitter.
Esta separación y jerarquización artificial de procesos que van juntos lo que produce es justo la no consciencia de las implicaciones emocionales que su desencanto les produce y que les llevan a situarse de forma patológica en este «locus de control externo» y esta necesidad de atención. Sobre este tema siempre me parece muy ilustrativo este extracto de la novela Esfera (Crichton, 2003):
Una de las ideas de Jung era que todos nosotros tenemos un lado oscuro en nuestra personalidad, al que llamaba las «sombras». Las sombras contienen todos los aspectos que rechazamos en nuestra personalidad: las partes odiosas, las partes sádicas, todo eso. Jung opinaba que la gente tenía la obligación de familiarizarse con su «lado sombra». Pero muy pocas personas lo hacen: todos preferimos pensar que somos buenos tipos, y que nunca experimentamos el deseo de matar, mutilar, violar o saquear. Según Jung, si no admites la existencia de tu «lado sombra», ese lado te dominará. (pp. 374-375)
Así, con estos mimbres, se explica la reactividad y la agresividad con la que reciben cualquier propuesta que focalice la atención en lo que ellos como individuos pueden hacer o en cualquier cosa que tenga que ver con las emociones, que reconocen como puerta de entrada a destapar sus propias trampas mentales.
Y ahora viene el problema de estos discursos en educación: atraen a mucho profesorado puesto que resaltan y construyen una identidad sobre los docentes. Y ya sabemos qué ocurre con la identidad, que se sitúa en primer lugar por encima de hechos o argumentos, la identidad es lo que decanta cómo son recibidos e interpretados estos hechos (aunque vayan en contra de la persona que los recibe). Así se explica lo que ocurre en política o en la afición futbolística en la que un mismo hecho puede ser percibido de forma positiva o negativa en función de si afecta a las personas con las que comparto mi identidad o en contra de quienes la construyo (el equipo contrario o el partido político opuesto).
Así se han creado bloques, al igual que en la política, diferentes comunidades educativas en las que apenas se produce intercambio de argumentos más allá del troleo. Y es que estos negacionistas tienen muy claro que el odio crea cohesión y refuerza la identidad. Más allá de pensar parecido, lo que los une es el reconocimiento de enemigos comunes. Así lo explica con claridad Ríos (2023) en su artículo ‘Odiadores de bien’, refiriéndose a la política:
confiaron en la fórmula Finkelstein de campañas en negativo: ataca sin piedad a tu contrincante, y conviértelo en alguien tan digno de odio que sus propios simpatizantes optarán por abstenerse. Haz de él un enemigo, un peligro para todos. Sus potenciales votantes quizás no voten por ti, pero tampoco lo harán por él. Las campañas en negativo diseñadas por este asesor electoral neoyorkino tenían una poderosa herramienta dialéctica para arremeter contra los principios ideológicos del adversario: convertir sus ideales en insultos a fuerza de repetirlos con desprecio una y otra vez. (Ríos, 2023)
A aquellos y aquellas que pasáis tiempo en el Twitter educativo: ¿Os suena?
A partir de aquí toca aclarar algunas cosas y finalizar explicando cuál es mi posición.
En primer lugar, la aclaración: una cosa es criticar estudios y discursos concretos sobre, por ejemplo, el cambio climático y otra cosa es negar que este exista o que es fruto de una conspiración de poderes ocultos y oscuros. Con esto me refiero a que una cosa es ser crítico, cuestión saludable, especialmente con la Administración, las leyes educativas o el sustento científico de la mercadotecnia educativa como planteaban el otro día en otro artículo unos compañeros, etc. Y otra cosa bien distinta es ser un negacionista. Los presupuestos de partida y, especialmente, los para qué y el desde dónde se hace la crítica son lo que traza una línea entre unos y otros.
En segundo lugar, mi postura, en la que voy a ser muy claro, se centra en lo que creo que es el debate de este siglo con respecto a las políticas y los medios de comunicación. Un debate actual, controvertido y no resuelto:
En este escenario dar altavoces a cualquiera de estos negacionistas en pro de una supuesta “pluralidad” es una irresponsabilidad. El escenario mediático ha cambiado radicalmente y hay debates que merecen un análisis cuidado, pues ganan simplemente al ser planteados. La supuesta neutralidad que proporcionaba la pluralidad de opiniones en un medio antaño ha de ser sustituida, en mi opinión y en el panorama actual, con el enmarcarse de forma consciente y meditada en una línea editorial explícita y transparente; si no, podemos estar alimentando estos discursos de odio.
Respecto a las redes sociales, medios por excelencia en los que estos negacionistas esparcen su mensaje, hay que aislar a estos individuos y aislarlos pasa por no dar cabida, no dar voz, no seguir,… ni hacer nada que de alguna forma legitime sus discursos y, tal y como hemos visto, satisfaga las necesidades de atención a sujetos que alimenten estos discursos de odio, estos discursos negacionistas.
Por otro lado, es fundamental, que la Administración trabaje en sentido contrario: eliminar el desencanto profesional es cortar de raíz el combustible de estos discursos. Toca, por una vez, tener muy en cuenta a los profesionales y hacer las cosas bien. Cada error, suma desencanto y ganancia a los discursos negacionistas y de odio.
Para mí esta es la idea central que representa el cambio en la difusión de relatos en redes sociales: antes estos espacios eran de calidad per se: permitían compartir, encontrar apoyos, etc. Ahora son espacios que debemos cuidar de forma consciente y dedicada si seguimos queriendo que sean de calidad. Hay perfiles dispuestos a usarlos para sus propios propósitos en los que el primer punto del plan es crear ruido, mucho ruido, porque ya se sabe: “A río revuelto, ganancia de pescadores”.
Referencias
Crichton, M. (2003). Esfera. Debolsillo
Gil Cantero, F. (2018). Escenarios y razones del antipedagogismo actual. Teoría De La Educación. Revista Interuniversitaria, 30(1), 29–51. http://doi.org/10.14201/teoredu3012951
Ríos, C. (2023). Odiadores de bien. El País. https://elpais.com/opinion/2023-05-18/odiadores-de-bien.html