La salud mental es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo en las sociedades occidentales. Al mismo nivel que las desigualdades sociales, la crisis climática o el avance de los autoritarismos en detrimento de la democracia. Más allá del hecho de que España sea uno de los países del mundo con un consumo más alto de psicotrópicos, una sociedad en la que una de cada cuatro personas toma tranquilizantes -según los datos del último Plan Nacional de Drogas- es una sociedad enferma, pero no sólo en un sentido sanitario. Del mismo modo que una sociedad en la que una de cada tres personas jóvenes ha pensado en suicidarse o lo ha intentado no tiene ni presente ni futuro.
La pandemia ayudó a visibilizar la salud mental, pero ahora que el virus ya no está (¡toquemos madera!), el problema persiste. Y crece. Entre otros factores porque no somos capaces de problematizar la salud mental como cuestión social. No sólo como médica, psicológica o psiquiátrica, como un problema de salud pública (que lo es), sino como cuestión social, con causas y factores relacionados con cómo se organiza y opera esta sociedad nuestra en la que la educación, por otra parte, sigue siendo una institución de referencia. Por supuesto que hacen falta en el sistema sanitario más profesionales en salud mental y en otras tantas especialidades, pero también es necesario que otros profesionales en otros ámbitos, y especialmente las y los docentes, tengamos herramientas no sólo para detectar determinadas conductas o situaciones, sino para prevenirlas y abordarlas desde otro enfoque, desde una mirada social.
El 25% de las y los jóvenes tomaron psicofármacos en el último año
En este artículo comparto la crítica que hace el sociólogo y psicoterapeuta James Davies en Sedados (Capitán Swing, 2022), a la excesiva medicalización de la salud mental, y otros autores como Javier Padilla o Marta Carmona en Malestamos (Capitán Swing, 2022), a la desproblematización de los malestares sociales. Malestares que tienen que ver con los cambios en las dinámicas de funcionamiento de la sociedad en las últimas décadas, en paralelo al crecimiento en el número de profesionales de la psicología y la psiquiatría y de casos atendidos, que se ha multiplicado. Está claro que algo falla en este enfoque hegemónico en el abordaje de los problemas relacionados con la salud mental, y no es únicamente una cuestión de recursos.
Esos cambios acontecidos, aunque no los únicos, tienen que ver con el proyecto de destrucción de la sociedad que ya proclamara Margaret Thatcher en los 80, desde la negación misma de su existencia. Hemos alimentado un modelo de sociedad y de ascenso y reconocimiento social, en el que lo que importa es el individuo. El individuo que todo lo puede si quiere, como predica la engañosa y dañina literatura de autoayuda; el individuo que, incluso siendo trabajador, quiere ser emprendedor; el individuo que siempre quiere ganar a costa de los demás, caiga quien caiga; el individuo incapaz de comprometerse; el individuo que no se vincula, sino que consume relaciones. Para que se sostengan los actuales niveles de desigualdad, sin ir más lejos, es condición imprescindible que los demás no nos importen.
Un individualismo narcisista que materializa el paso de la sociedad del ser o el tener a la del “parecer”, como diagnosticara Guy Debord hace décadas, antes incluso de que existieran internet o las redes sociales, que han convertido incluso nuestra intimidad en un escaparate. Lo público también ha pasado a ser manejado como un espectáculo, en el que no caben medias tintas. Así, dudar, escuchar(nos) o reflexionar están mal vistos: hay que posicionarse. De ahí la polarización de la política y de nuestras vidas, regada con fake news y anuncios algoritmizados a la medida de nuestras necesidades creadas.
Nuestras vidas son bastante menos likeables que los avatares y fotografías que mostramos en las redes para presentarnos frente al mundo. Mientras nuestros abuelos utilizan esas mismas redes para restablecer viejos vínculos, toda una generación se ha criado ya en esa artificialidad, pero no por ello menos naturalizada disociación entre lo que somos y lo que aparentamos ser.
La clave de todo sigue estando –y de ahí nuestra humanidad– en la importancia que los otros siguen teniendo para todos nosotros y nosotras. Seguimos siendo el único ser vivo que se ruboriza, y aprendemos a (con)vivir en sociedad mediante la educación: nuestra sociabilidad es nuestra educabilidad. Por eso, si convenimos que la salud mental es un problema social, estaremos de acuerdo también en que la educación puede ser un espacio de intervención y transformación de esa realidad.
Aunque la educación (en todos los niveles y etapas) no es ajena a las dinámicas de la sociedad, puede (volver a) ser, como nos enseñó Paulo Freire, una herramienta de emancipación. Por lo menos, para empezar, un espacio seguro en medio de la vorágine de este mundo glocalizado y cada vez más complejo de abordar, sobre todo si lo hacemos desde el reduccionismo del conocimiento que denuncia Edgar Morin.
Si es un problema social, también es un problema educativo, y la educación puede y debe jugar un papel clave en su abordaje. La eterna cuestión es: ¿Qué educación para qué sociedad? Sin grandes planteamientos ideológicos, podríamos convenir que una sociedad en la que no nos sintamos solos, vacíos, insatisfechos, inseguros… Y aquí, de nuevo, la educación permanente y los planteamientos de Freire nos pueden ofrecer algunas pistas:
- De la misma forma que hemos de reconocer la naturaleza política de la educación, que es la que nos convierte en seres sociales y convivenciales -de la polis–, es necesario repolitizar la educación y la salud mental. Esto es: devolverles su sentido social, su conexión con los problemas colectivos. Lo que nos pasa a todos y cada uno de nosotros y nosotras le pasa a mucha más gente. ¿Por qué nos pasa? ¿Cuáles son las causas de esos malestares, más o menos profundos? Una educación con sentido no puede dar la espalda a una cuestión de la magnitud que tiene la salud mental hoy en nuestra sociedad.
- Si desde una mirada constructivista, educadores y educandos formamos parte de un mismo proceso educativo en el que todas y todos aportamos nuestro conocimiento, las y los docentes debemos reconocer que la salud mental es, también, un riesgo compartido. No es algo que afecte sólo a nuestros alumnos, también nos afecta a nosotros. Como docentes, no vivimos en un mundo al margen del mundo que acabamos de describir; además de ser seres racionales, somos también sentipensantes, como nos recordaría Orlando Fals Borda… El trabajo, la precariedad y el estrés son hoy en día uno de los principales factores de ansiedad y depresión, también en nuestro caso, entre los docentes. Como lo es para nuestros alumnos la incertidumbre de no saber si por mucho que estudien van a tener un futuro. Se trata de convertir los espacios educativos en espacios seguros en los que compartir esos malestares, conectarlos con nuestra experiencia personal y colectiva y darles significado, juntos.
- Para desaislarnos, tenemos que aprender a escucharnos. Escuchar(nos) para dialogar y compartir, he aquí otra cuestión esencial: recuperar el sentido dialógico y dialéctico de la educación: sin diálogo no hay educación. Dialogar pasa por nombrar las cosas que (nos) pasan, emulando las palabras generadoras del método freireano de alfabetización… ¿qué nos duele? ¿Te duele también a ti? ¿Por qué?… Armar espacios de diálogo es también una forma de despolarizar una sociedad en la que está mal visto, como decíamos, no posicionarse ante cualquier noticia o cuestión, aunque ni la reflexión ni el diálogo medien para formarnos una simple opinión al respecto.
- Aunque pretendamos lo contrario, y como nos recuerda ese maravilloso concepto zulú que es el Ubuntu: soy porque somos. Nuestras vidas y nuestras identidades se construyen a partir de la interacción con los otros. Frente a las identidades volátiles, la importancia de los espacios de construcción colectiva. Lo educativo tiene la condición de posibilidad de ser ese espacio de reconocimiento de los otros, de la diversidad y de lo común. De construir relaciones en lugar de consumirlas, de construir vínculos, de valorar la importancia de cuidar y de cuidarnos. Esa debe ser una de las funciones latentes de cualquier espacio educativo hoy, en cualquier etapa.
- Por último, es necesario que la educación sirva, como la sociología crítica, para desnaturalizar determinados fenómenos que hemos normalizado en las últimas décadas, y que entroncan con muchos de los malestares de nuestra cotidianeidad: la precariedad laboral; el hecho de ser pobre incluso teniendo un empleo; la imposibilidad de acceder a una vivienda; el crecimiento económico sin límites que alimenta el colapso ecológico… deberían desmontar por sí mismos mitos como el de la meritocracia, otro de los grandes engaños de nuestro tiempo, especialmente si tenemos en cuenta el contexto de crisis ecosocial en el que vivimos…
Como sugiere Yayo Herrero en su último libro, Toma de Tierra (Caniche, 2023), rabia y alegría son dos emociones que debemos cultivar en lo educativo y que forman parte de la vida y del amor por la vida, incluyendo la necesidad de soñar con una vida buena. Mucho mejor eso que la frustración que nos conduce a la resignación y, de nuevo, al individuo desconectado de los otros y de la vida.
Pensar y construir nuevos horizontes de esperanza, no distópicos, sigue siendo una necesidad y a la vez una urgencia como sociedad. Y la educación, como casi siempre, puede y debe jugar su papel para hacerlo posible. Por eso en estos días de traspaso de poderes, la educación y su gestión vuelven a estar en el punto de mira del autoritarismo rampante.