Hemos dejado pasar unos días desde los debates y comentarios sobre el nivel de comprensión lectora de nuestra chiquillería para no interferir la conversación entre enseñantes, autoridades y expertos diversos, lo suficientemente envuelta como para añadir más leña al fuego. Ahora, la palabrería se ha apaciguado y las aguas han vuelto a su cauce, lo que quiere decir que nada cambiará para bien, a lo sumo una convocatoria de plazas de enseñantes que, malpensado que es uno, se añadirán a la tarea de hacer que las cosas continúen tal y como están.
Existe una característica común a la mayoría de comentarios que se han oído: que la falta de comprensión lectora de los escolares es una cuestión de lectoescritura, de aprovechamiento escolar, de competencias y capacidades intelectuales. Pues no, aquí no se trata de quien ha hecho los deberes, de quien saca mejor o peor nota, o de si hacemos juerga en el patio. Si la cosa va de leer y escribir y de todo lo que esto comporta, de lo que hablamos es no de la calidad de la lectoescritura sino de la calidad de la ciudadanía: la oportunidad de ser un ciudadano consciente capaz de participar en los asuntos de la comunidad, la capacidad de desarrollar un oficio y participar en una vida económica suficiente y satisfactoria, la posibilidad de vivir una vida gratificante. Si no es así, en las calles de los suburbios franceses tenemos la muestra de la alternativa.
A ver: las sociedades modernas –y complejas– no se estructuran en compartimentos, más o menos aislados. Lo hace creer una cierta mentalidad digamos pedagogista, que forma parte del proceso de infantilización de la sociedad y que es una forma más de burocratización de la estructura social. Esta mentalidad ve los hechos sociales como asignaturas de la escuela y considera el ejercicio de la ciudadanía como una suma de –horrible palabra– competencias. La mentalidad pedagogista aborrece la complejidad y considera amenazas las novedades, especialmente aquellas que parecen desplazarla de un autootorgado papel dirigente. El temor a las pantallas es una muestra, como lo fue en los años 90 el rechazo de las pelis de dibujos animados.
Un dato tan rotundo y alarmante como es el nivel de comprensión lectora muy bajo entre adolescentes y niños debería hacernos interrogar sobre algo más que sobre realidades escolares. Porque lo que denota esta carencia no es una insuficiencia de los más jóvenes sino de la sociedad entera. Como dice el dicho africano, es necesario el conjunto de la tribu para educar a cada niño, de modo que, en consecuencia, si miramos el estado de la educación de las criaturas podremos inferir el estado de la tribu en su conjunto.
El vistazo a la comprensión lectora de las criaturas es el vistazo al nivel civilizacional de la colectividad. Guste o no, estamos ante una cuestión y una sola: saber leer o no. Por ahora Cataluña es una sociedad cuya enseñanza produce analfabetos, es decir gente que no sabe leer porque no entiende lo que dice la escritura, a pesar de reconocer letras y palabras.
Volvamos la vista ahora hacia la colectividad. ¿Cuál es el estado de la tribu que se supone que debe educar a los niños? Simplemente echemos un vistazo a la prensa y cada uno podrá encontrar la respuesta. Si reflexionamos podremos ver cómo la pieza “incomprensión lectora” encaja perfectamente con las del resto del puzzle (que no enumeraré por su nombre para no cruzar una raya que algún lector podría encontrar demasiado cruda).
El proyecto de dominación del actual sistema sociopolítico pasa por reajustar una estructura de clases sociales que se avenga con una realidad a la que se aspira: el máximo de riqueza en el mínimo de manos. Esto representa que en la base de la pirámide social hay que situar una mayoría de población capaz de realizar tareas muy sencillas para lo que basta con poder seguir órdenes.
Para conseguir esto es necesario desprestigiar la cultura entre los estratos socialmente más modestos, de modo que una persona ilustrada no sólo sea considerada poco relevante en el propio círculo sino que despierte desconfianza entre los iguales. Ya hace tiempo que la cultura ha dejado de tener prestigio entre la clase trabajadora pero ahora la cosa va más allá: lo que llamamos populismo se basa en no sólo el desprecio sino el odio a todo lo que parezca instrucción. Lo hemos visto en América con el trumpismo popular y lo veríamos en Francia si supiéramos mirar; el neurólogo, psiquiatra y psicoanalista francés Boris Cyrulnik ha explicado recientemente cómo en la raíz de la violencia juvenil suburbial del país vecino está el odio a la escuela: aprender a odiar la escuela representa aprender a odiar a las élites. Una visión del mundo reducida y una capacidad lingüística limitada –no sólo en lo que se refiere a la escritura sino al habla– es el caldo donde se cultiva el nacimiento de un lumpenproletariado perfectamente identificable como tal.
Imagino que en todas las escuelas alguna vez habrá entrado alguien a robar. Muchos maestros que se han encontrado con ello han comprobado, según me han explicado, que han hallado al día siguiente que los ladrones no sólo se habían llevado objetos sino que habían hecho destrozos de forma intencionada. Como culminación de la fechoría, explicaban los enseñantes (gente de lugares muy diversos) que en estos casos la señal era significativa: además de robar y destrozar se cagaban, con la coronación de una buena mierda en lugar visible. El doctor Cyrulnik podría hacernos interpretaciones jugosas, y aquí, nosotros, lloriqueando.