Para quienes sigáis mis publicaciones o me sigáis en redes sociales, ya me habréis leído más de una vez aquello de que las reformas educativas cambian lenguajes, pero rara vez las prácticas (Cuban, 1990; Gimeno, 1985, 1992; Fullan, 1993; Sola, 1999, 2000, 2004).
En este sentido me parece muy ilustrativa esta cita de Sola (2004, p. 92) en la que se explica así de contundente:
Que una reforma no provoca cambios sustantivos por el mero hecho de que sea promulgada, ni mucho menos mejora la calidad de la educación de forma automática, es algo que sabemos y está comprobado y documentado suficientemente. Con las reformas se modifican los aspectos formales y estructurales de los sistemas que pueden ser inducidos u ordenados desde las Administraciones, y se adoptan nuevos vocablos, se cambia el lenguaje. Ese es probablemente el efecto más seguro de las reformas educativas: la manera en que inciden en la propagación de nuevos términos, de nuevo vocabulario, aunque éste no tenga un correlato con las prácticas diarias en las aulas y en los centros. Dentro de las estructuras diferentes y con ese lenguaje renovado, frecuentemente persisten prácticas que bien pueden inscribirse a veces en sistemas educativos establecidos por reformas de varias décadas atrás, bajo presupuestos contrarios.
Llevaba tiempo pensando en explayarme en algún artículo sobre esta idea, cuando hace unos días se publicaba una entrevista a Juan Manuel Escudero en la que abordaba justo este tema crucial, a mi entender, para posibilitar los cambios reales (que urgen) en educación.
Llegados a este punto cualquier lector o lectora se preguntará por qué tanta reforma y contrareforma educativa si ya es de sobra conocido que no transforman las prácticas.
Sobre esta dolorosa verdad, me pronunciaba en este mismo diario en estos términos:
¿Por qué entonces tanta reforma educativa?
Porque cuando un gobierno no puede influir en las esferas que realmente presentan problemas para la vida de los ciudadanos y ciudadanas (porque quedan fuera de su alcance al estar regidos por cuestiones supranacionales): la económica, el mundo del trabajo… el único ámbito que puede “modificar” sin que nada cambie (como hemos visto), es la educación.
Y es la manera que tiene el estado de bienestar de “aparentar” que da respuesta a los problemas de los ciudadanos y ciudadanas. Esto se conoce como función política de las reformas (Fernández Navas, Alcaraz Salarirche y Sola, 2017)
Y esta es la explicación también del empeño en que el cambio educativo (a través de las reformas) se base casi únicamente en la ingeniería curricular. Ya que con ella se consigue cambiar, sin cambiar nada. Se cambian términos, lenguajes, pero las prácticas siguen inalterables.
Gimeno (2005) destaca que desvía el foco de atención de las cuestiones realmente importantes.
En las discusiones sobre las reformas educativas se favorecen muy poco los debates que traten temas trascendentales, como, por ejemplo: para qué queremos el sistema educativo y de qué conviene ocuparse dentro de él. En cambio, se invierten sumas ingentes de esfuerzos y de recursos en debatir problemas menores, impuestos por los lenguajes esotéricos de algunos expertos al servicio de políticos, que en ocasiones también prefieren el lenguaje opaco de los tecnicismos, en vez de desarrollar el que debería serles más propio. El discurso pretendidamente técnico es una coartada para evitar la discusión pública sobre dilemas más sustanciales. (p. 69)
O en palabras de Popkewitz, Pitman y Barry (1990, p. 82), “las propuestas de reforma pueden tener muy poco que ver con la vida cotidiana de la escuela, y mucho con los procesos de legitimación propios de las sociedades industriales contemporáneas”.
Pero para mí, lo más perverso de todo, es que esta ingeniería curricular coloca al profesorado en un marco en el que son meros técnicos (en el peor sentido de la palabra) alejados de la reflexión y la autonomía que debería llevar el ejercicio de la profesión (en el sentido en las que las entiende Schön). Este perfil de profesorado técnico lo define Trillo-Alonso (1994) como:
Al técnico le preocupa el cómo: cómo hacer lo que le dicen que haga. El qué hacer no es cosa suya, le viene dado […] El técnico es, por lo tanto, muy jerárquico, y asume sin cuestionar su condición: la más baja, según él (o ella) en el organigrama de cuantos tienen que ver con el currículum. Reproduce así, sin saberlo, la clásica división entre lo intelectual y lo manual (que supondría aquí la puesta en práctica). En el reconocimiento de que «es un mandado», hay cierta resignación, pero también cierto alivio; la responsabilidad no es suya: «Que hagan bien las cosas» los otros… (pp. 70-71)
Provocando así una alienación del pensamiento docente que, dedicado a cumplir todos los criterios en el nuevo laberinto indescifrable que ha creado la ingeniería curricular, olvida (porque gracias a esta nueva tarea les queda muy lejos) las finalidades del acto educativo.
Así de claro lo explica Contreras Domingo (1997, p. 21):
La determinación cada vez más detallada del curriculum que hay que enseñar en las escuelas, la extensión de todo tipo de técnicas de diagnóstico y evaluación del alumnado, la transformación de los procesos de enseñanza en microtécnicas dirigidas a la consecución de aprendizajes concretos perfectamente estipulados y definidos de antemano, las técnicas de modificación de conducta, dirigidas fundamentalmente al control disciplinario del alumnado, toda la tecnología de determinación de objetivos operativos o terminales, proyectos curriculares en los que se estipula perfectamente todo lo que debe hacer el profesor paso a paso o, en su defecto, los libros de texto y guías didácticas que enumeran el repertorio de actividades que deben hacer profesorado y alumnado, etc., (Jiménez Jaén, 1988). Todo ello refleja el espíritu de racionalización tecnológica de la enseñanza, en la que al docente le queda reducida su función al cumplimiento de las prescripciones externamente determinadas, perdiendo de vista el conjunto y el control sobre su tarea.
Sobre este tema, me parece muy ilustrativa la viñeta que publicaba Andrés Faro este fin de semana en su cuenta de twitter
(Versión castellano)
Reconozco que me enamoré de la filosofía de muchas leyes educativas. Luego vi el despliegue y la parafernalia asociada para que se aplicara en las aulas… Y el corazón se transformó en calabaza. pic.twitter.com/N38RT1ii8n— Andrés Faro (@Farohumor) October 7, 2023
Siguiendo el símil, la “auténtica finalidad” de las reformas sería que nos enredemos en el funcionamiento del arco, en lugar de pensar cómo somos más precisos en la diana, cómo disparar más y mejor, si la finalidad es dar en la diana o que todos podamos disparar…
Esto sonará a cualquier profesional de la educación que pasa montones de horas decidiendo si esto es una competencia, una competencia específica, un criterio de evaluación, … (y que ya las pasó con anterioridad pensando si era un objetivo…) pero que luego tienen tiempo escaso para pensar qué hago mañana con mi alumnado y que esto sea lo mejor posible. Lo que decíamos: alienación del pensamiento docente.
Sobre este tema y su relación con el aumento de la burocratización de la profesión ya hablamos en otro artículo en este mismo diario.
No obstante, si bien todo esto ya me lo habréis leído en diferentes ocasiones, la pregunta que siempre queda sin respuesta es:
Pero ¿cómo, entonces, podemos facilitar el cambio en educación?
Vamos desde aquí a proponer algunas cuestiones sobre las que poder pensar para entender dónde poner el acento para propiciar que ocurran cambios en educación.
En primer lugar, toca desmontar una de las falacias más extendidas y que constituye la piedra angular de algunos discursos: Es lo que yo llamo condición necesaria, pero no suficiente, y que tiene que ver con la demanda de recursos como única condición para el cambio educativo que se esgrime de forma constante desde algunos foros (y en los que la ratio suele ser la petición estrella), y que se trata de justificar porque el profesorado es ya un experto (aquí malentienden intencionadamente experto en su materia con experto educativo).
Nada más lejos de la realidad: un mal docente sigue siendo mal docente con cinco alumnos o con 30. Sin embargo, un buen docente puede hacer maravillas si lo dotamos de más recursos. Lo dicho, la dotación de más recursos es una condición necesaria, pero no suficiente.
Para entender que esto es una obviedad, quizás baste con recordar la triste historia de los centros TIC en los que la introducción de numerosos recursos sirvió para que todo siguiera igual en la mayoría excepto donde el profesorado ya tenía una larga trayectoria en realizar trabajo interesante con el alumnado y que vio nuevas posibilidades de seguir ese trabajo con las nuevas dotaciones.
Sobre este fenómeno se pronuncian Sola y Murillo (2011, p. 171) en su informe anual sobre el estado de las TIC en nuestro país:
El uso de la tecnología por la tecnología, o un uso empobrecido o espurio de ésta, es una práctica también bastante frecuente, a tenor de los datos recabados a lo largo de la investigación. Por ejemplo, allí donde se usan las pizarras digitales exclusivamente como pantalla de proyección, los ordenadores como máquinas de escribir, las presentaciones para reproducir textos como si de fotocopias proyectadas se tratase… En los casos en que se trasladan de forma mimética las tareas y actividades de lápiz y papel a la pantalla, se están utilizando, por supuesto, las tecnologías, pero no exactamente las de comunicación e información, puesto que se desaprovecha su enorme potencial para la expresión, la cooperación, el intercambio, la colaboración
Por lo tanto, la conclusión sería que los discursos que plantean que la mera introducción de recursos ya cambiaría las prácticas, tampoco resultan útiles para el cambio educativo. La introducción de recursos es imprescindible, pero por sí sola, tampoco produce cambios en las prácticas excepto en aquel profesorado que ya trabajaba bien antes de la dotación de nuevos recursos.
La clave para mí está en entender que lo fundamental es el cambio de pensamiento docente porque es lo que realmente determina las prácticas y esto conlleva fomentar situaciones que permitan que el profesorado se replantee su propia perspectiva sobre qué significa ser docente, cuál es el papel de la escuela, cómo aprenden los seres humanos, qué implica la inclusión,… y otras muchas cuestiones que configuran la identidad docente. Por lo tanto, es fundamental alejarnos de la ilusión de control que nos ofrece la ingeniería curricular para centrarnos en potenciar situaciones que posibiliten el conflicto cognitivo en el profesorado y en la reflexión sobre lo que significa su propio desempeño.
Y esto, para mí, me hace pensar en algunas cuestiones, relativamente fáciles de implementar y que acompañadas de la introducción de más recursos y la urgente reducción de burocracia, podría ayudar a que se produjeran cambios educativos reales y que, en mi opinión, pasan por favorecer la autonomía de los centros educativos y la transferencia de nuevas prácticas interesantes que ya se están desarrollando en algunos de ellos.
Favorecer esta transferencia pasa, en primer lugar, por fomentar que existan cosas que transferir. Y, para esto, hace falta recuperar la vieja idea de que los proyectos educativos de centro sirvan para articular finalidades educativas, prácticas y profesorado. Para que estos no queden como papel mojado (como ocurre actualmente) es necesario que su elaboración meditada y con sentido por parte del claustro, tenga alguna influencia o ventaja para el centro en cuestión, ya sea para facilitar la estabilidad de las plantillas, recursos, etc.
Otra cuestión fundamental para mí es el fomento de la experimentación en los centros educativos mediante la creación de una identidad de trabajo en su su proyecto educativo. Para esta experimentación se podrían ofrecer algunas líneas prioritarias: inclusión, experimentación curricular, redes con otros centros o instituciones (aquí sería interesante la colaboración escuela universidad, que debería contar con el aval de profesorado universitario y un plan sobre el qué se va a hacer, cómo, cuándo, etc.), trabajo interdisciplinar…
En definitiva, todas aquellas líneas de trabajo que desde la Administración se quieran potenciar y una obligación para estos centros de difundir y divulgar sus resultados y su forma de trabajar con compromiso.
No obstante, esta idea que sí potenciaría la posibilidad del cambio de pensamiento docente choca frontalmente con una de las obsesiones de nuestros políticos: la ilusión del control y la homogeneidad de las prácticas. Digo ilusión porque como cualquiera puede imaginarse, es imposible garantizar esta homogeneidad de prácticas y este control, más allá de la “realidad” del papel.
Y aquí, para mí, hay dos cuestiones cruciales. La primera es entender que, mientras nuestros políticos mantengan la red privada concertada, mientras la escuela pública no sea competitiva, tenemos las de perder. Y la realidad es que esta puede ser muy competitiva. El error está en querer serlo en los nichos de la privada concertada: elitismo, clasismo, segregación,… Donde podemos serlo es en participación del alumnado, inclusión, innovación, etc. Pero no lo estamos siendo porque, además de la falta de inversión desde la Administración, una gran parte del profesorado está en contra de estos discursos y a favor de los conceptos que sostienen la enseñanza privada concertad. Flaco favor a la educación pública.
La segunda cuestión es que estamos en lo de siempre, a ninguna administración pública le es rentable invertir en educación. Todos los cambios que merecen la pena darían frutos más allá de cuatro años que es el único horizonte que contemplan nuestros políticos porque es lo que pueden vender para salir elegidos.
Y así nos va, reforma tras reforma, preocupados por asumir los nuevos lenguajes. Hemos abandonado los objetivos de los que se quejaba Gimeno (1985) para entrar en el mundo de las competencias y, mientras, la realidad de aula sigue siendo tozuda: un señor o una señora entra a una clase a leer el libro de texto, mandar unos ejercicios, deberes y después poner un examen: per saecula saeculorum.
Referencias
Contreras Domingo, J. (1997). La autonomía del profesorado. Morata
Cuban, L. (1990). Reforming again, again and again. Educational Researcher, I, vol. 19, 3-13.
Fullan, M. (1993). Change forces. Probing the depths of educational reform. The Falmer Press.
Gimeno Sacristán, J. (1985). La pedagogía por objetivos. Obsesión por la eficiencia. Morata.
Gimeno Sacristán, J. (1992). Reformas educativas. Utopía, retórica y práctica. Cuadernos de Pedagogía, nº 209, 62-68.
Gimeno-Sacristán, J. (2005). La educación que aún es posible. Morata.
Popkewitz, T. y Pitman, A. & Barry, A. (1990). El milenarismo en la reforma educativa de los años ochenta. Revista de Educación, 291, pp. 81-103.
Sola Fernández, M. (1999). El análisis de las creencias del profesorado como requisito de desarrollo profesional. En PÉREZ, Á., BARQUÍN, J. y ANGULO, F. (edit.) (1999) Desarrollo profesional del docente. Política, investigación y práctica. Akal.
Sola Fernández, M. (2000). La LOGSE de España: La reforma, los cambios y el profesorado. Revista de pedagogía nº 60. 35 – 48.
Sola Fernández, M. (2004). La formación del profesorado en el contexto del espacio Europeo de educación superior. Avances alternativos. Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, 18(3),91-105. Recuperado de: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=27418306
Sola Fernández, M. y Murillo Mas, J. F. (coords.) (2011). Las TIC en la educación. Realidad y expectativas. Informe anual de Fundación Telefónica. Ariel.
1 comentario
La idea de que el pensamiento del profesorado es la clave del cambio, es profundamente inconsistente, un idealismo ingenuo. He investigado mucho sobre esto. Hay que leer a Cubano y otros. Modestamente he publicado varios trabajos