Quería escribirte. Aunque, en realidad, quería hablarte. Nos imagino charlando de la vida entre cañas en una terraza. Son muchos los aspectos que nos caracterizan como docentes, pero sobre todo hay uno que forma parte de nuestra idiosincrasia. Somos personajes estereotípicos porque no importa qué ocurra ni dónde suceda ni si el escenario se compone de libros, de programaciones, de café o de cervezas. Toda conversación entre docentes comienza girando alrededor de cualquier tema y en pocos minutos aterriza –o ameriza– en educación. Decía Jorge Manrique algo que me permito versionar desde la óptica docente: Nuestras charlas son los ríos / que van a dar en la educación, / que es el vivir.
Estar contigo entre cañas y aceitunas –o entre cafés y pulguitas, si prefieres esa opción– me permite tomarme la licencia de decirte que ignoro si para ti la docencia es un ejercicio laboral al que no le haces ascos o si has sentido, por contra, una inclinación a la que suelen denominar vocación. Sobre la vocación se habla mucho en nuestro sector. El debate de si es un ingrediente indispensable o no para dedicarse a esto se abre cada cierto tiempo en Twitter y en las salas de profes. Me considero docente vocacional y, sin embargo, no logro encontrar en mis recuerdos ninguna imagen de mi infancia en la que escenificara aulas con muñecas y cajas de cartón. ¿Peluquera?, ¿bailarina?, ¿veterinaria?, ¿cajera de supermercado tal vez? A todo eso sí que jugué. Y mucho.
Cuando crecí y me convertí en adolescente detecté con rapidez la enorme incomprensión que viven las personas de este grupo de edad. Tengo que decirlo: la adolescencia me parece un periodo fascinante. Y aunque desconozco si la vocación es imprescindible para ejercer la docencia, creo que comprender a la más joven de las juventudes y tener presente la nuestra propia es un requisito sine qua non. Por cierto, voy a pedir un vaso de agua, ¿te apetece uno?
De mi propia adolescencia guardo con especial cariño la imagen de los docentes a los que admiré y sigo admirando, aunque siempre fui consciente de algunos de los aspectos mejorables que presentaban en el desarrollo del oficio. Uno de estos docentes se enfadó un día porque no conseguía que hubiera un buen clima de aula para explicar la teoría que nos tocaba ese día. Se frustró y nos reprendió de forma general. En ese momento, consideró que debía enviarnos trabajo para casa. Mi adolescencia y yo decidimos no hacerlo porque pensamos que ese castigo colectivo no era justo –es subrayable este hecho porque yo era una alumna muy responsable que se preocupaba, en exceso, de su nota media–. Esa decisión fue el preámbulo de la intolerancia a las injusticias y del carácter que sigo llevando conmigo a pesar de haber pasado ya la treintena.
No he tenido muy en cuenta aquel resbalón pedagógico de mi profesor. Dando clase cada día nos arriesgamos a cometer errores. Nos equivocamos, de hecho, y me equivoco y te equivocarás. Eso sí, hay otro asunto que sí he tenido en cuenta después de salir de las aulas como alumna y de volver a entrar como profesora porque una idea invadía mi pensamiento tras sus clases: “Yo quiero ser así”. Aquella persona irradiaba pasión y sensibilidad. Visitaba mi aula varias veces a la semana y generaba en mí –y creo que no solo en mí– un efecto similar al que la luz solar causa en los girasoles. Yo me movía con interés y me atraía el temario de su materia como a los girasoles les atrae el astro. En realidad, y ya que estamos hablando sobre el movimiento…, ¿y si nos cambiamos de sitio? En esa mesa hay un poco más de sol.
Tal vez en mi rol docente yo no me comporto como el sol. Sigo siendo la planta que se mueve. La dirección hacia la que miro ahora no la marca ese docente, sino quienes comparten conmigo el aula. Ahora me dirijo hacia aquello a lo que se sienta atraído el alumnado y, con mayor o menor éxito, intento construir un puente entre sus centros de interés y la materia de Lengua y Literatura.
Bien es cierto que suelo pensar que pretendo construir ese puente porque heredé la pasión y la sensibilidad de aquel profesor; lo imito siempre desde mi propia personalidad en un intento de imitatio con el que corroboro que dar clase es un arte como el que practicaban los griegos y romanos en la antigüedad. Es curioso que años más tarde descubriera, también entre charlas y cervezas, que el que fue mi maestro nunca se ha considerado docente vocacional.
Que el alumnado es diverso y cambiante no es ningún secreto. Entre los colectivos de familias y profesorado implicado se reivindica que la diversidad es una riqueza que está presente en las aulas de la misma forma que en la sociedad. Mira, no hay más que ver a todas las personas que pasean ahora mismo por esta calle. El alumnado es diverso porque las personas somos diversas. Y si quienes estudian personifican la riqueza de la diferencia, también es coherente pensar que quienes enseñamos gozamos, a su vez, de tener nuestras propias singularidades.
Se habla tanto del sesgo del superviviente porque comenzamos a formar nuestra propia identidad docente desde la experiencia de quienes fuimos con ocho, doce, quince o diecisiete años. Seguimos construyéndola durante los estudios universitarios y másteres, con cada sesión de nuestra materia, con cada charla con las familias, con cada consejo sobre la profesión que nos regalan las personas más experimentadas y con cada recomendación que nos obsequia aquella persona que acaba de incorporarse al claustro.
Me gusta pensar que una parte de lo que somos está hecha con trozos de otras personas y trato de evitar sesgar mi posición por haber sobrevivido a este sistema. La idea de que mi dedo pulgar no sea mío me parece bella y me conforma. El pulgar es aquel alumno que hace varios cursos abandonó secundaria antes de tiempo. Incluso le veo un cariz poético. Quizás el motivo es el mismo por el que le encuentro lo bello a la criatura de Frankenstein.
No sé si la docencia es tu vocación, si no lo es o si ni siquiera piensas que exista esa llamada interna que te empuja a dedicar años de la vida a tratar con estudiantes. Desconozco si la juventud actual te parece la peor de los últimos siglos o si relativizas esa teoría porque, a fin de cuentas, Sócrates también pensó algo similar sobre los jóvenes de su época. Entiendo que has disfrutado de grandes docentes y que has sufrido la adversidad de compartir aula con no tan buenos profesionales. Lo que sí sé es que cientos de variables han conformado y conformarán tu presencia en clase; tantas como las que me han traído a sentarme aquí, contigo. Disculpe, ¿me trae la cuenta, por favor? Sí, sí, con tarjeta. No, olvídate. A esta invito yo.
* Este texto está dirigido al alumnado del Máster de Formación del Profesorado de la Universidad de La Laguna y se enmarca en el desarrollo de unas actividades que buscan establecer diálogos entre las universidades con los centros de educación secundaria obligatoria. Gracias, Mamen –María Carmen Muñoz de Bustillo Díaz– por hacer posible este encuentro otro curso más.
2 comentarios
Maravilloso artículo.
Y si, me encuentro entre esos profes, que aprendieron de los grandes docentes pero casi más de los nefastos, su recuerdo me ayuda a alejarme de todo aquello que no quiero.
Cada vez que diseño una situación de aprendizaje, me pongo en la piel de la adolescente que fui, y me pregunto…¿esto te habría interesado?
Gracias por tus letras y por llevarnos a la reflexión.
Muy buenas, me llamo David M.G. y me enorgullece compartir tiempo de calidad nutriéndome de lecturas como esta puesto que me estoy formando como docente en el Máster en Educación Secundaria, Formación Profesional e Idiomas en la Universidad de Sevilla. Accedí a este artículo por la asignatura de Procesos y Contextos Educativos con la profesora Soledad García.
Tras sondear esta lectura diría que es un monólogo que invita a la reflexión y conexión de la vocación con la infancia o la docencia desde el punto recíproco entre profesor y alumno pero no sólo a ambos en la clase sino como puente en el tiempo.
Cuando decidimos dedicarnos a la docencia tenemos dos principales motores que son la estabilidad económica a lo que Patricia se refiere como «trabajo al que no le haces ascos» y por otro lado la vocación.
Aquí se resalta la importancia de la vocación en la labor docente y ya no sólo como requisito indispensable para ser un buen profesor, sino de cómo la vocación se proyecta hacia los alumnos en nuestro papel como educadores.
La sensación que me transmite es que pese a todo teniendo vocación o no, lo que proyectas es clave en el futuro de los jóvenes ya que es algo absolutamente determinante, tomen la dirección que tomen y hay una responsabilidad social en dicho trabajo que irremediablemente te tiene que gustar puesto que debes de transmitir cercanía para poder incentivar valores, que es algo indispensable en las materias sean cuales sean.
Como dice Patricia podemos tomar decisiones más o menos acertadas sea cual sea la asignatura pero los valores son clave en la transmisión de conocimiento y sobre todo en la educación ya tengas dicha vocación o no. Tomemos las decisiones que tomemos, no podemos olvidar nuestro papel como educadores y que trabajamos con personas, más en especial aún, nuestras generaciones del futuro.