Tal vez sea doloroso escucharlo —tanto como ver una falta que escuece— pero a la vista está por los resultados que nos hemos equivocado en la enseñanza de la ortografía. Por ello, o hacemos una reflexión profunda en el seno de los centros y en el marco de las políticas educativas, o la situación va a seguir igual: el alumnado va a continuar accediendo a la vida adulta y a estudios superiores con escasa conciencia de la regulación y las mecánicas de la norma lingüística. Y seguirán, claro, teniendo muchas faltas en su escritura.
Diversas investigaciones sobre didáctica de la lengua concluyen que la estrategia dominante para la fijación de la ortografía sigue siendo la transmisión verbal o escrita de reglas (con la consiguiente explicación del docente), el trabajo de cuadernillos o fichas, la mecánica corrección-error-sanción y la automatización de ejercicios técnicos de aplicación extraídos del libro de texto. Todo ello muy similar a la forma en la que nos acercamos a otros aspectos del español normativo. Este enfoque, al que un sector sigue aferrándose básicamente por costumbre, comodidad o sesgos (así es cómo aprendimos y, si nos fue bien, lo vamos a enseñar) perpetúa una visión uniforme del aprendizaje de las reglas ortográficas: el docente informa de una serie de aspectos de la norma para que después los estudiantes realicen actividades que se traducen en calificación. Muchas de estas tareas son las habituales que se dejan “para casa”, por lo que será determinante la ayuda familiar que puedan recibir.
Como suele no observarse especial mejoría con estas estrategias, los departamentos de Lengua queman las naves al continuar aferrándose a acuerdos en el seno de sus competencias (en teoría). Así, suelen seguir proliferando criterios de calificación en las programaciones centrados en que al alumnado que cometa faltas de ortografía al entregar un trabajo o hacer una prueba en la que tenga que escribir, se le restará una serie de decimales a la puntuación final del ejercicio. Estas decisiones se veían antes, se siguen viendo y, me temo, van a seguir ahí, auspiciadas por el tenaz armazón que impera en determinadas pruebas superiores en otros ámbitos académicos o laborales (oposiciones, PAU, pruebas de nivel…) donde proliferan normas similares que funcionan como filtros de acceso.
Ni mucho menos niego la relevancia del atrezzo normativo que representan la ortografía para los usos escritos de nuestra lengua, sobre todo porque las carencias en ese terreno se asocian habitualmente, más que a descuido, a desconocimiento de los saberes prácticos que regulan los complejos códigos lingüísticos compartidos. Esa situación de una población con abundantes dificultades en la fijación de la escritura es preocupante, porque suele venir aparejada a otras carencias. Dicho de otra manera: ojalá el problema lingüístico con el que nos encontramos fuera solo que muchas personas no se fijan en la correcta grafía.
Para fomentar un buen uso de las herramientas comunicativas que nos ofrece el código verbal, el discurso que relaciona de forma automática falta con «castigo» o sanción —el principio de «la letra con sangre entra» sigue ahí, aunque no se quiera reconocer— me parece tremendamente pobre. Y me lo parece desde un punto de vista educativo porque, como la historia reciente demuestra, poco está contribuyendo a uno de los fines prioritarios de la escuela, que no ha cambiado a pesar de los vaivenes legislativos: que nuestros jóvenes aprendan a expresarse con corrección, madurez y cierta complejidad en diferentes códigos, ámbitos, variedades textuales y soportes. Y ello, por lo que sea que fuere, no parece estarse logrando con lo que siempre hemos hecho: penalizar falta a falta en su recuento, como si de una penitencia se tratase.
La clave va por otro lado: las grafías con las que los fonemas se reflejan en el texto escrito presuponen una fijación que solo se adquiere mediante un modelo de enseñanza regular y sistemático apoyado en la repetición, práctica, lectura y reproducción de lo que se intenta aprender en múltiples contextos. Y, para eso, tenemos que saber sobre qué palabras más inusuales (está claro que el alumno no falla en vocablos como “palo”, “casa” o dedo”) tenemos que trabajar. Ello partiendo de la base de que la no correspondencia entre grafía y fonema es un problema en una lengua de estructura ortográfica. Este aspecto lo ha reconocido la propia Real Academia (RAE), que ha variado ciertas normas con los años también porque, al final, nos hemos ido dando cuenta de que el problema es de contextualización, que muchas veces resuelve la ambigüedad (recordemos el polémico asunto de la tilde del «solo» o de los demostrativos).
La simplificación del asunto, cuando acordamos fórmulas generales de penalización al cometer el alumnado una falta, incluso en áreas y materias no lingüísticas, no es una apuesta sólida por la transversalización de la expresión escrita en todos sus niveles, sino por su “castigo” sistemático. En ese sentido, es más efectivo que el centro escolar acuerde un plan interdisciplinar de trabajo en el que todos se impliquen en la práctica reflexiva de la destrezas de escritura en el plano textual, léxico, ortográfico y morfosintáctico: así es como se asientan las correctas bases lingüísticas.
Los planes de estudio precisamente insisten en que cada centro concrete su currículo y sus criterios para evaluar las principales carencias encontradas, y más cuando estas inciden en la adquisición de otros aprendizajes, como es la lectoescritura. El marco legal es, por lo tanto, propicio para que se combinen estrategias de redacción escrita como vehículo de reflexión con el necesario enfoque comunicativo. Y todo ello construido sobre el cimiento de que en la tarea de corregir (faltas u otros errores normativos) es el estudiante quien tiene que llevar la voz cantante con el acompañamiento docente. Dicho de otra manera: el alumnado debe aprender a autocorregirse al igual que aprende a hacer un esquema o el guion de una exposición.
Y todo eso, en combinación con la lectura (leer, releer y recuperar lo leído es de las estrategias más eficaces), para darnos cuenta de que tal vez esa “alarma social” que acarrea el aumento de faltas esté provocada porque nos hemos dejado llevar por un modelo educativo uniformador y sistemático empobrecido. Un sistema educativo con la penalización como piedra angular, y no el ejercicio didáctico que tiene el convertir el discurso textual en un instrumento básico para el funcionamiento de las sociedades y, por lo tanto, de poder. Y en ello no podemos seguir fallando: nos jugamos algo más que ponerle o no la tilde al “solo”.