Siguiendo el ejemplo de Gert Biesta (2014) en su texto Medir lo que valoramos o valorar lo que medimos, lo que intento abrir aquí es una pregunta que nace de un malestar, de una sensación de límite, de desquicie. A modo de la práctica indagadora de Rosalind Gill (2015) en su texto sobre las heridas de la universidad neoliberal, yo también he ido recogiendo testimonios de este sinsentido, por los pasillos, en los descansos de las reuniones o en algún correo. Tiene que ver con la sensación de que, en la universidad pública, dedicamos tiempo y energía a sostener un simulacro. Porque estamos todo el tiempo haciendo como si.
La entrada de las nuevas formas de gestión pública en la universidad y especialmente la introducción de la evaluación de la calidad, lejos de abrir una pregunta seria por lo que hacemos, nos ha llevado a generar evidencias para poder presentar algo que no sabemos bien cómo se sostiene, que a veces no nos acabamos de creer y que, sin embargo, de una manera u otra, contribuimos a mantener. Problematizar determinadas prácticas de la universidad y la excelencia que hemos asumido con cierta reserva, nos permite entrar en esa cara b, tal como la nombra y desvela magistralmente Lucía Gómez (2022).
Desvelar la cara b nos permite nombrar la distancia entre lo que se dice y lo que vivimos en una especie de “universidad escaparate” dedicada a construir la imagen de lo que se hace en la universidad, que en poco coincide con lo que hacemos ni con lo que (nos) pasa en la universidad. Vivimos esa distancia en una universidad que institucionalmente asume el eslogan de la igualdad, pero nos encontramos con la incapacidad de transitar ética y políticamente y con una perspectiva feminista las violencias patriarcales que muchas estudiantes y algunas profesoras sufren en las facultades. Vivimos esa distancia en una universidad que insta a las estudiantes a convertirse en empresarias de sí (Francisco Jódar, 2007), que promueve actividades y discursos alineados con procesos de mercantilización de la vida, con lógicas neoliberales tan sospechosas como el fomento de la empleabilidad o el emprendimiento y no se hacen cargo de la precariedad en la que muchas estudiantes están ya trabajando o viviendo.
Vivimos esa distancia en la contradicción que supone en términos de sentido que, por ejemplo, la universidad pública cree alianzas con diferentes empresas privadas a través de programas de mentorización que reducen a la capitalista como la única vía de desarrollo laboral. Es justamente la distancia entre lo que parece que decimos que hacemos y lo que vivimos en las aulas; lo que se puede medir y lo que nos da sentido. Y que conforma una sensación constante de simulacro que, como decía, sabemos que no acabamos de compartir y a otras nos genera malestar. (Indocentia, 2017; Clara Arbiol, 2022; Ester Caparrós, Emma Quiles y Clara Arbiol, 2020).
Para ilustrar esta experiencia del simulacro he encontrado dos dispositivos que forman parte de este proceso de evaluación de la calidad. Por una parte, las guías docentes como las que tenemos en la mayoría de facultades que hacer siguiendo un modelo y que sirven como presentación de las diferentes asignaturas que componen los grados. Por otra parte, los cuestionarios de evaluación que se pasa a los estudiantes para que evalúen la docencia de las asignaturas. Son además los dos dispositivos que presiden un curso, con las guías docentes iniciamos el curso y con las encuestas lo cerramos. Lo que pasa entre uno y otro, no importa, no es digno de atención, pues no constituye en sí mismo un objeto convertible en evidencia.
Las guías docentes vinieron con la reforma de los planes universitarios del 2010, en el caso de la universidad en la que trabajo las guías presentan las diferentes asignaturas de un grado. Son unas fichas que recogen la información de la asignatura relativa a contenidos, evaluación, metodología, temporalización. Son la respuesta a una necesidad de información y transparencia ante el estudiantado. Cuando se matriculan necesitan tener esta información para, supuestamente, elegir. Y mientras están cursando las asignaturas tiene que saber –en todo momento– cuáles son las condiciones. Suscribiendo el derecho a la información y que esta sea lo más honesta posible, me parece que en el contexto de la universidad simulacro debemos problematizar esta práctica. Por una parte, la posibilidad de elección queda reducido en el caso de los grados en los que imparto docencia, por ejemplo, al último curso donde hay asignaturas optativas, hasta entonces son todas obligatorias. Por lo demás, nos consta que en la elección de las estudiantes pesa más el horario y la posibilidad de conciliar con sus vidas, muchas veces precarias, que el contenido.
En educación, además, sabemos que lo que programamos no siempre es lo que pasa; lo normal, lo casi saludable como diría Meirieu (1998), es que nos dediquemos a programar y desprogramar, continuamente. Porque si le hacemos espacio, lo educativo es siempre un encuentro con lo inesperado, con lo que no podemos prever. Sabemos, en definitiva, que el mapa no es el territorio. Y que ningún documento puede definir previamente la experiencia de un curso. Ni siquiera recoger fielmente toda la vivencia co-construida en cada encuentro. El problema pedagógico es que este documento, con sus formatos, está conformando una manera de pensar y de organizar las asignaturas; de pensar la relación educativa y la experiencia de enseñar y aprender cuando nos demandan que formulemos “resultados de aprendizaje”, por ejemplo, o cuando se nos demanda que programemos el volumen de trabajo de las estudiantes y su distribución temporal en un ejercicio de cálculo imposible pedagógicamente.
Por otra parte, este formato es el mismo para todas las asignaturas. El formato se independiza del área de saber a la que representa. Está en juego una vía de control de la práctica docente pero también de la relación con el saber. A la vez, y paradójicamente, esta área se separa del resto de campos, de manera que la formación ya no se puede pensar desde la relación, necesaria y conflictiva, entre disciplinas. Sino desde una llamada a la homogeneidad y el no solapamiento de contenidos. Desaparece el tiempo y el espacio para el análisis, el contraste epistemológico y la discusión en aras de una yuxtaposición de asignaturas.
Las guías, además, se elaboran en unas condiciones de trabajo determinadas; así las personas que compartimos asignatura deberíamos poder crear un espacio para pensar en relación, poder crear un espacio de trabajo colaborativo, llegar a acuerdos que no alteren lo que establecen los planes de estudio y elaborar conjuntamente, colegiadamente se llama, las guías. Sin embargo, el calendario que se establece para esto es, como ya nos hemos acostumbrado en la universidad, imposible. Coincide con el final de curso: una práctica sin tiempo porque cuando estamos cerrando un curso –con todo lo que eso supone- se nos reclama para programar el siguiente. El tiempo y el espacio de la discusión se sustituye por una suerte de intento de salvar la papeleta.
En la retórica universitaria es habitual hablar de las guías docentes como “contrato” que nos protege (a las docentes) ante posibles impugnaciones. Así, debemos tener cuidado con lo que ponemos en las guías para quedar “cubiertas” ante posibles conflictos. Las estudiantes como clientes que en cualquier momento pueden generar problemas con su insatisfacción. Un momento especialmente significativo en este sentido fue el cierre de las universidades por el confinamiento decretado en la pandemia del COVID. Junto con los mensajes constantes a mantener la normalidad (¡que no pare la máquina!) y hacer como si (como si la escuela fuera un ordenador, como si la videollamada fuera una clase o el zoom un aula) se nos demandó la revisión urgente de las guías docentes para añadir una adenda que recogiera los posibles cambios derivados de la situación. Estos cambios se prevenían para la evaluación especialmente porque pasamos a la no presencialidad.
En aquel momento en que estábamos viviendo una crisis sanitaria sin precedentes, en que muchas estudiantes se encontraron con la imposibilidad de seguir sus estudios con normalidad (porque no tenían espacio en sus casas, porque debían cuidar, porque no tenían conexión a internet ni ordenador propio, porque ellas o sus familiares trabajaban en lo que llamamos “ocupaciones esenciales”…). En un momento en que lo que posiblemente necesitábamos era hablar, cuidarnos, atender a lo que (nos) pasaba, abrir la pregunta y sostenerla, debíamos dedicar nuestros esfuerzos a pensar una adenda para las guías docentes. Un gesto que responde al miedo, pero no al que nos atravesaba en aquellos días, sino al miedo a un estudiantado hecho cliente y una acreditación externa. También a buscar mecanismos de control que hicieran del momento de la evaluación, otra vez, un como si: como si las estudiantes pudieran hacer un examen presencial, como si las estudiantes no estuvieran –las que podían- en sus casas…
Me parece, que no podemos pensar un dispositivo sin el otro. Si la guía docente nos sirve para protegernos, las encuestas nos sirven para legitimar este simulacro. Las encuestas de evaluación en la universidad en la que trabajo se realizan de forma anónima y online por parte de las estudiantes. Desde la unidad de calidad se nos insta a fomentar la participación del estudiantado en este proceso. Pero las estudiantes han aprendido que responder –con una escala– a las preguntas que otras formulan por ellas no es un ejercicio de participación, así es habitual contar con pocas encuestas respondidas. Quizás es la forma que han encontrado para subvertir un dispositivo que las objetualiza, que las convierte en algo que no quieren ser. O quizás es simplemente desafección. En otros casos, en coherencia con la lógica del dispositivo, las encuestas son una forma de castigar al profesorado o a la asignatura. A pesar de ello, se utilizan para realizar escalas, comparaciones y espectacularizar los resultados. Asumimos, pues, la lógica instrumental en las relaciones con las estudiantes, convirtiendo la docencia en otra cosa, tal como alertaba el colectivo Indocentia (ídem). Asumimos, con ello, la lógica de la competición y la medida con las compañeras cuando vemos nuestra puntuación en el listado del profesorado del departamento. Y, es cierto que sabemos –como las estudiantes– que las encuestas no responden a lo que nos pasa en el aula. Como apunta Biesta (ídem) esta cultura de la medición desplaza las preguntas pedagógicas por preguntas técnicas. Porque las encuestas miden la coincidencia de la asignatura con la guía docente de referencia, hacen preguntas a cerca de la puntualidad o de la disponibilidad de las docentes en tutorías, también sobre la calidad de los espacios (sonoridad, visibilidad). Aquello que puede ser medido es a lo que atenderemos.
Pero sabemos que el nuestro es un oficio de otra naturaleza, de otra textura, de otro sentido. Así lo percibo cuando escucho que, al final, se trata de un trámite, que lo importante está en otro lugar. O cuando decimos que no es lo que queremos pero que lo tenemos que hacer. O cuando decimos que sabemos que eso que construimos (con evidencias, con encuestas, con documentos guía) no es lo que hacemos. Lo sabemos, pero continuamos dedicando tiempo, esfuerzos, dispositivos y formas de organización a eso que no creemos, pero tenemos que hacer. Es una pregunta por el sentido (pedagógico, pero también político) de lo que hacemos en el aula universitaria, la que deberíamos poder abrir. La que se desplaza constantemente. Una pregunta, por otra parte, que toca lo que somos, lo que queremos ser, nuestra subjetividad y en lo que nos convierte la universidad. Esa universidad simulacro nos empuja a una práctica cínica que se sostiene sobre el sinsentido. Esta no es una lectura ni una pregunta nueva, pero quizás persistir en ella es lo que nos permite resistir, quizás abrir la pregunta sobre cómo resistir y hacerlo con otras, sea ya una forma de subvertir.
Referencias
Arbiol Gonzalez, Clara (2022) Autonomia, Innovació i Transparència: miratges en la Universitat Simulacre. Quaderns d’educació contínua núm 48. Pp 41-48. https://ojs.uv.es/index.php/QEC/article/view/25401
Biesta, Gert. (2014) ¿Medir lo que valoramos o valorar lo que medimos? Globalización, responsabilidad y la noción de propósito de la educación. Pensamiento Educativo. Revista de Investigación Educacional Latinoamericana, 51(1) pàgines 46-57.
Caparrós Martín, Ester Quiles Fernández, Emma Arbiol González, Clara (2020) De la universidad del derecho y la calidad hacia una universidad del cuidado Argonautas. Revista de Educación y Ciencias Sociales Vol 10. Núm 15.: https://fchportaldigital.unsl.edu.ar/revistas/index.php/argonautas/issue/view/3/3
Gill, Rosalind. (2015) Rompiendo el silencio. Las heridas ocultas de la universidad neoliberal. Arxius Arxius de ciències socials. Núm 32, 45-58.
Gómez, Lucía (2022) Universidad y neoliberalismo: cuando la igualdad se convierte en marca. A Galde. Núm 37. https://www.galde.eu/es/universidad-y-neoliberalismo-cuando-la-igualdad-se-convierte-en-marca/
InDocentia (2017) Disciplinar la investigación, devaluar la docencia: cuando la Universidad se vuelve empresa. https://www.eldiario.es/interferencias/disciplinar-investigacion-devaluar-docencia-universidad_132_4146167.html
Jódar, Francisco (2007) Alteraciones pedagógicas. Educación y políticas de la experiencia. Barcelona: Laertes.
Meirieu, Philippe (1998) Frankenstein educador. Barcelona: Laertes.