Tiendo, por lo que sea, a desconfiar de los salvapatrias. De quienes vienen con la peregrina idea de que el conocimiento que atesoran va a abrir los ojos admirantes, aduladores, de las pobres criaturillas, infames, minúsculas, que se sientan en sus mesas de estudiante, ávidas de entender por fin, gracias al iluminado de turno, los secretos de las matrices matemáticas o la gramática generativa, por poner un poner. Algunos compañeros hacen gala de su origen «académico». «Provengo del mundo académico» es una expresión que últimamente escucho con relativa frecuencia. Supongo que la Academia, con mayúsculas, es otro nivel. Otra pantalla. Vienen a secundaria como concediéndonos su gracia, haciendo un favor a estas pobres almas (o a ese mundo académico, para preparar bien a quienes luego accederán a él, y que vuelva a ser marmóreo y elitista), en un ejercicio mesiánico.
En el mundo académico (o Académico, tanto da) todo se jerarquiza insoportablemente. Por eso algunos docentes de secundaria tratan con cierta displicencia, cuando no con desprecio, a los compañeros de Pedagogía Terapéutica: «Son maestros». A ti querría yo verte enseñando a leer, Antonia. De entre este perfil, suele destacar quien ejerce la soberbia y el abuso de poder con su alumnado. «Si no sabes esto, que deberías haber visto el año pasado, no sé qué haces en este curso. Yo no sé cómo has llegado hasta aquí». Pues porque lo aprobaron tus compañeros de departamento, Manuel; a todas luces no tan sabios como tú, por supuesto. Están también los vengativos. Chocan, naturalmente, con el o la joven desafiante, que se enfrenta con descaro a la supuesta autoridad y, por lo tanto, a quien pretende ejercerla arbitrariamente. Son docentes peligrosísimos, porque no hay argumento que respalde ese ejercicio; se amparan en el «No te equivoques, tú y yo no somos iguales». Ningún sufrimiento adolescente les toca la fibra; parece que su objetivo es domar a sus pupilos, domesticarlos, enseñarles quién manda. Suelen recurrir, también, al obsesivo «en un trabajo no duras ni dos días si te comportas de este modo». Son jefes explotadores en potencia, perfectos moldeadores de la próxima generación de trabajadores sumisos, represores respaldados por su condición de funcionario del Estado.
La figura chusca del funcionario aparece como una caricatura en quienes a principio de curso se quejan de lo malísimo que es su horario
En otras ocasiones, la situación es la contraria: docentes pusilánimes, que cambian notas en el último momento pervirtiendo desde todos los ángulos la evaluación objetiva y justa, que rompen el parte previamente impuesto por miedo a que el grupo se la líe aún más o a que la familia proteste por la sanción. Suelen pasar por el despacho de jefatura a contar el penúltimo encontronazo, en una narración deslavazada y casi siempre adornada de inseguridades, excusas y justificaciones: «Solo para que tengas constancia de lo que ha pasado». Rompen pactos, cambian de opinión y tiemblan, literalmente, cuando la manada se les echa encima para reclamar una nota o exigir el perdón. Cuando el parte disciplinario llega al despacho, en la letra nerviosa del docente se lee, más que el motivo, la angustia, el desquicie, el pavor.
La figura chusca del funcionario aparece como una caricatura en quienes a principio de curso se quejan de lo malísimo que es su horario. Para algunos, tiene demasiados huecos entre clases, porque consideran como huecos lo que en realidad pertenece a su horario laboral, aunque no estén impartiendo docencia directa a un grupo de estudiantes. Es decir: entienden que el único cometido de un docente en secundaria es ese. Para otros, en cambio, las sesiones se suceden sin descanso, lo que hace peligrar su voz. Los imagino impostando el tono, proyectando magistralmente su sapiencia en el aula hora tras hora, cual Pavarotti en La Scala. Llegan a pedir que se les modifique ese horario eliminando, por ejemplo, una guardia a última hora, o lo que es lo mismo, trabajar una hora menos que el resto de sus compañeros de claustro. Cuando se le pregunta al funcionario chusco con qué argumento, sonríe ladino, y responde que porque su horario es feo. Ante el calendario de las sesiones de evaluación, lloriquean porque sus grupos han coincidido de manera dispersa a lo largo de toda la semana: «Voy a estar pringado todas las tardes». Pues mira, sí. Son, al mismo tiempo, los más reivindicativos: reclaman mejoras laborales bajo la excusa de la defensa de la educación pública. Nunca oí entre sus exigencias a la Administración ninguna reclamación que no revirtiera directamente en el beneficio propio: bajada de ratio, disminución de horas de docencia, menos papeleo. «La Administración debe darnos más recursos», pero no se incluyen en esos recursos ni espacios dignos, ni perfiles profesionales que atiendan al alumnado desde todos los frentes, ni cursos de formación verdaderamente útiles para desempeñar nuestra labor. Si el examen de su materia en segundo de bachillerato se convoca a primera hora, se quejan: «Los martes yo entro a segunda. No pienso regalarle ni un minuto a la Administración». No objetan nada a que durante esos días se suspendan las clases en ese nivel, lo que permite al docente disponer de varias sesiones libres (que aprovechan para refugiarse en el departamento, no sea que haya que cubrir alguna guardia), ni parecen recordar que el horario laboral va más allá de la permanencia en el centro. «Los he dejado salir un poquito antes porque estaban ingobernables», «Tengo apoyo de guardia, pero está todo cubierto, así que me acerco un momentito a ver al niño, que lo tengo malito en casa de los abuelos. Es aquí mismo, no tardo nada».
Para maquillar los resultados no hay como una evaluación inicial catastrófica. «No saben nada, es un desastre» es el arma perfecta. En una especie de perversa selección o de la aciaga casualidad, todo el alumnado de cada grupo de esta docente obtiene pésimas calificaciones a principio de curso. Sorprendentemente, algunas criaturas parten de notas muy satisfactorias en el resto de las materias, pero nunca en la suya. Acarrea en cada reunión las pruebas, llenas de tachones en grueso rotulador rojo, para demostrar la calamidad que sus doctos ojos han padecido los días previos. Recita como mantras las calificaciones en cada bloque de contenidos y suspira negando con la cabeza. Lejos de ser un inconveniente, partir desde el abismo del desconocimiento absoluto le permite lucirse a medida que pasan los meses. Se cubre así las espaldas: demostrará su competencia si los resultados mejoran; se amparará en la debacle inicial si se mantienen. En este perfil es frecuente acogerse a la libertad de cátedra para hacer, básicamente, lo que le viene en gana en el aula. No hay acuerdo de Departamento que doblegue su distribución de la materia o su metodología. Son versos sueltos.
Como ocurre con el alumnado disruptivo, estos docentes destacan entre el resto del claustro, compuesto en general por profesionales preocupados por sus estudiantes
En general, todos estos perfiles coinciden en sus apreciaciones sobre los y las estudiantes, a quienes dirigen sus comentarios despectivos siempre que tienen ocasión. En la sala de profesores o en las reuniones de evaluación levantan la voz, soberbia, hasta el insulto. Se burlan de algunos. Ejercen abuso de poder. De nuevo aparece la jerarquización. Como en cualquier grupo humano, se establecen alianzas basadas en la afinidad, de modo que el núcleo quístico se constituye con varios de estos perfiles. Unos ríen las gracias a otros, ante el estupor del resto de los presentes. A veces alguien pide respeto para el alumnado y los comentarios cesan tras una mirada de incredulidad; en rara ocasión de bochorno. No hay estudiante que los respete ni aprecie: no se puede respetar a quien te desprecia.
Como ocurre con el alumnado disruptivo, estos docentes destacan entre el resto del claustro, compuesto en general por profesionales preocupados por sus estudiantes, reflexivos, tan seguros de sí mismos y de su conocimiento que reconocen sus errores también ante las criaturas; profesores y profesoras empáticos, razonables y ecuánimes. Compañeros que se entristecen y se frustran ante el suspenso de sus estudiantes; que se queman las pestañas diseñando adaptaciones y metodologías para que ninguna criatura se descuelgue; que solicitan expresamente estar en el grupo de Saúl, el alumno diagnosticado con TEA, «Porque lo conozco de los dos cursos pasados y creo que le aportan seguridad los rostros conocidos»; que consuelan a la adolescente, a quien nunca ha dado clase, porque llora encerrada en el baño ante el divorcio de sus padres; que se interesan por las criaturas que «fueron suyas» el curso pasado; que permanecen en el recreo o fuera de horario explicando dudas a sus pupilos, porque «no he conseguido que entienda esto»; que recuerdan perfectamente al hermano mayor de y a su familia. Docentes a quienes indefectiblemente se les adjudican las tutorías que se presumen más complicadas, se les solicita que acompañen al grupo en el viaje fin de estudios, se los nombra observadores en los casos de protocolo antisuicidio. El cariño que desprenden por el alumnado y la responsabilidad que enmarca su labor se ve reconocida en los discursos de graduación, o cuando antiguos alumnos del centro pasan a saludar y preguntan por sus profes, a quienes esperan pacientemente si están en clase hasta que acaba la sesión. En la puerta del despacho me piden que hagamos llegar a Juanma un regalo de parte de la pandilla: «Nos hemos enterado que está de baja. ¿Cómo está? Mándale muchos abrazos de nuestra parte». Yo les sugiero que le escriban, que le hará ilusión saber de ellos. De los otros perfiles recuerdan el nombre, pero jamás preguntan por ellos.
1 comentario
Mercedes, me ha encantado.
Creo que no podemos desligar la labor docente de la mirada al alumnado.
Todos conocemos a esos maestros que aún están en nuestra memoria.