Me gustaría poder escribir este artículo en mi lengua y que una gran parte de la comunidad educativa española lo pudiera leer, y entender. Bastaría con una competencia lectora pasiva; no es mucho pedir, me parece. Sin embargo, en gran parte de España, la diversidad lingüística es vista como un problema que hay que resolver por medio de la generalización del monolingüismo castellano, tal como señala el artículo 3 de la Constitución de 1978. En un país tan rico en variedades lingüísticas, la comunidad educativa podría beneficiarse considerablemente de la fácil convivencia y proximidad diaria con lenguas distintas al castellano desde edades muy tempranas. Ello facilitaría la comprensión e incorporación de la compleja relación entre lenguaje y realidad, un mejor acceso a la adquisición de lenguas extranjeras, y desmontaría el mito según el cual España es una sociedad monolingüe.
Sin embargo, hemos tenido que esperar más de cuarenta años para que el Congreso reconozca esa riqueza cultural permitiendo que los diputados y diputadas se expresen en la lengua de la población que representan. Y todavía esperamos que las lenguas oficiales distintas del castellano formen parte habitual de los planes de estudios de los sistemas educativos de los territorios donde sólo existe una lengua oficial. No deja de ser sorprendente que lenguas como, por ejemplo, el galego-portugués no sean ofertadas en los planes de estudios de Castilla y León (limítrofe con Galicia y también con Portugal, como Extremadura), o el valencià-català en Aragón, Murcia o Castilla-La Mancha (con fluidos intercambios con Catalunya y la Comunidad Valenciana). También en la Comunidad de Madrid, donde se ubican casi todas las instituciones comunes del Estado y, además, confluye una gran diversidad de poblaciones con origen en otras comunidades autónomas, merece una educación multilingüe española.
Los usos lingüísticos ni son casuales ni inocentes. Las relaciones lingüísticas son un flujo que discurre en contextos social y políticamente estructurados por reglas y normas. Estos contextos son resultado de las trayectorias históricas de las relaciones en los espacios socio-geográficos que, cuando son narradas, adquieren matices ideológicos, capaces de justificar y reproducir las desigualdades sociales generadas. Así opera, por ejemplo, el mito del monolingüismo surgido de la formulación que establece que a un Estado le corresponde una nación y una lengua.
Las prácticas lingüísticas son un esfuerzo comunitario. A través de las lenguas, se configuran las relaciones que queremos mantener y las que intentamos evitar. Una relación dinámica en la que lenguas y sociedad se reflejan mutuamente. Esta interacción la desarrollamos las personas diariamente, de forma más o menos inconsciente, y cristaliza en instituciones que refuerzan social y políticamente las ideologías que tienen acceso a los procesos de decisión, asignan posiciones en la división del trabajo y gobiernan los marcos culturales dominantes. Las lenguas se insertan en las estructuras sociopolíticas, dando lugar a derechos que se articulan en marcos jurídicos, prácticas y creencias que guían las inversiones colectivas de recursos y las privaciones que se imponen colectivamente a determinados grupos. Se condicionan así las interacciones y las posibilidades de invertir los propios recursos, incluidos los lingüísticos, con resultados exitosos: el derecho de utilizar una lengua implica indisociablemente la posibilidad de hacer efectivos otros derechos; por el contrario, la imposibilidad de usarla en un contexto determinado puede impedir el acceso a la justicia, la salud o a la participación política, social y económica.
Las desigualdades sociales generadas por la posibilidad o imposibilidad de utilizar unas lenguas u otras requieren mecanismos de legitimación para que sean aceptadas sin coerción por las personas. Estas herramientas de legitimación son las ideologías, y su cristalización en normas jurídicas añade un componente coercitivo que naturaliza la superioridad derivada de la desigualdad. Cuando entran en juego las ideologías lingüísticas, las desigualdades que resultan pueden dar lugar a distintos derechos lingüísticos y, por tanto, otorgar la supremacía de unos sobre otros; como, por ejemplo en el caso español, de los grupos castellanohablantes sobre los que tienen como propias otras lenguas.
Así pues, las lenguas ofrecen o hurtan oportunidades. Entender esta intrincada relación entre lenguas, derechos y recursos nos enfrenta a las disparidades tejidas por las lenguas propias, a la vez que nos permite entender las reacciones contra las otras. Estos procesos de ocultación de la diversidad invisibilizan los intereses, pero también las experiencias y las perspectivas de parte de la sociedad, que tiene que invertir más para ajustarse a los moldes configurados por los arreglos sociopolíticos legitimados; es decir, que tiene que pagar el impuesto de la minoría. Entre estas inversiones, la de aprender otras lenguas puede abrir puertas, pero esta inversión, que da acceso a determinados espacios, no asegura la equidad. Si la lengua fuera sólo una herramienta de comunicación, aprender implicaría abrir la puerta de la igualdad a otros grupos lingüísticos de la población. Sin embargo, las lenguas también tienen un significado social como categorías de clasificación social. Las lenguas y sus variantes nos catalogan socialmente y nos atribuyen valores y características específicas: como demuestra el menosprecio habitual por el uso de variedades no estándar del castellano. En definitiva, la lengua no es el conflicto, sino el símbolo del conflicto entre grupos sociales que establecen relaciones de competencia en un contexto de dominación de unos sobre otros.
Las ideologías refuerzan esas estructuras de dominación y descartan convenientemente todo aquello que ya es excluido, al atribuirle falta de necesidad o de valor. Por ejemplo, si asumimos que las comunidades bilingües no necesitan la lengua minorizada para comunicarse porque conocen la dominante, silenciamos las necesidades básicas de tratamiento digno de esas comunidades en el contrato social. De la misma forma, si presentamos la lengua dominante como única opción para ascender socialmente, asumimos un mito central de la ideología monolingüe, que desdeña las capacidades de las personas que usan lenguas en situación minorizada. Estos mitos sincronizan creencias y regularizan actuaciones que permiten ignorar todo aquello que no encaja con las representaciones dominantes, incluido el valor de otras lenguas, las perspectivas de quienes las hablan y, por lo tanto, la necesidad de reconocer sus derechos. De este modo, la exclusión confirma la norma. La ausencia de cualquier atisbo de plurilingüismo en los planes de estudios de los territorios monolingües refuerza una imagen falsa (ideológica) de la realidad social española, y limita las oportunidades sociales no sólo de las poblaciones bilingües, sino también de las monolingües.
Pero, claro, algunos modelos políticos de Estado han presupuesto tradicionalmente que la población comparte una lengua común. Esta lengua pretendidamente común es la del grupo dominante, que accede a las esferas de decisión, impone los modelos culturales y ocupa las posiciones privilegiadas de la división social del trabajo. Desde la posición de este grupo, el uso de una sola lengua en todas partes, y por tanto la falta de necesidad de otras lenguas, es una asunción natural y nada problemática, derivada de lo que la propia experiencia ilumina o mantiene en la oscuridad. En cualquier caso, se quiera o no, la elección de una lengua afecta los ámbitos más diversos de la vida cotidiana: los usos internos en la Administración pública (donde trabajan personas procedentes de diversas comunidades lingüísticas), la comunicación entre la Administración pública (y de justicia) y la población, la educación o, también, los usos privados permitidos u obligados (como los del etiquetaje) son cuestiones que requieren decisiones públicas, que acaban incorporadas en derechos lingüísticos y exclusiones lingüísticas. El compromiso democrático exige la corrección de las desigualdades generadas por el trato asimétrico, también por razón de lengua.
Las discriminaciones hacia los grupos no dominantes definidos por género, procedencia étnica o diversidad funcional (entre otras) van visibilizándose y corrigiéndose, pero se continúan manteniendo discriminaciones por razones de lengua con mucha naturalidad. Esta naturalidad se traduce en mecanismos que cuestionan la aplicabilidad de los derechos y mantienen las jerarquías. Las ideologías otorgan valor a determinadas prácticas lingüísticas, o se lo quitan, establecen premios y castigos sociales y económicos a las prácticas lingüísticas, y refuerzan la dominación social, al ocultar el origen arbitrario de su valor. Esta ocultación de la arbitrariedad sirve de mecanismo para conseguir la colaboración de los grupos lingüísticos dominados en las estructuras de su propia dominación. Se trata de un mecanismo que valida y justifica la existencia de un trato social desigual, al convencer a la población que las desigualdades lingüísticas experimentadas son distinciones legítimas.
La inclusión de la diversidad lingüística, del aprendizaje de lenguas oficiales diferentes al castellano, en el sistema educativo español en su conjunto, sería un avance democrático de gran relevancia. Ayudaría a romper con los discursos ideológicos homogeneizadores y caminaría hacia la equiparación de los derechos de aproximadamente un 30% de su población (que es bilingüe) con los del 70% restante (que es monolingüe). Sin duda, significaría más democracia.