Casi desde que tengo uso de razón, las pruebas de acceso a las universidades han estado envueltas de polémicas. Desde aquellos ya lejanos tiempos del BUP y el COU (sí, como estudiante no conocí la tan temida LOGSE) recuerdo que los mayores del instituto donde estudié pintaban en paredes y mesas frases que decían “no a la selectividad”.
Ajeno al contexto y con poca capacidad crítica por aquel entonces, yo solo miraba hacia adelante y seguía el camino encomendado: esforzarme, estudiar y titular para poder aspirar a ser el primer universitario de mi familia: cruzar el charco, abandonar esa isla pequeña donde crecí y en la que no había estudios superiores e irme a la universidad más cercana, la única que mis padres se podían permitir.
En esos años no pensaba en que aquello encerraba una extrema competición a otro nivel; aún las calificaciones no ponderaban según lo que se quisiese estudiar, y las notas de corte de carreras como Derecho, Economía, Farmacia o Historia eran muy bajas, lo que convertía el acceso en algo asequible para los que necesitábamos un pequeño empujón.
Muchos años después, el sistema ha cambiado bastante, no tanto ya en su estructura sino en sus mecanismos internos de exigencia: las notas de Bachillerato son cada vez más altas (se habla mucho de que las notas se inflan, sobre todo en los privados) y pasa a ser mucho más determinante lo que se saca en la EBAU. Las puntuaciones de acceso, fruto de todo ello, también han subido y se exige una mayor movilidad de los estudiantes por toda la geografía nacional para poder acceder a aquel lugar donde aún quedan esperanzas de poder estudiar la carrera soñada.
La nota media de selectividad ha crecido casi 2 puntos desde 2016 empujada por medidas políticas
En medio de la cacharrería propagandística, y bajo el maquillaje (una vez más) que disfraza a la escuela como ascensor social, sale de nuevo a la palestra el intento de que se realice un examen común como señal de igualdad de oportunidades y, también, se ha llegado a decir, como garante de justicia social. De esa manera, los eslóganes que claman por la igualdad redistributiva se dejan una vez más de lado para defender una propuesta populista que trata, otra vez, de hacer a la educación responsable de todo atisbo de justicia. Todo ello en medio de un panorama donde una parte del país pugna por mantener a esta misma escuela, supuestamente de todos, en ese proyecto elitista amplio de que habla César Rendueles en su ensayo Contra la igualdad de oportunidades (2020).
La educación se perpetúa como agente de selección social, los docentes como burócratas y las universidades como las entidades que hacen posible que el mecanismo funcione
El intento de que todos los estudiantes de cualquier punto de la geografía nacional hagan la misma prueba de acceso a la universidad encierra la trampa de la igualdad de oportunidades meritocrática: el “café para todos” en medio de estructuras sociales desiguales de partida, y con la educación una vez más como responsable de atenuar desequilibrios que hemos normalizado. En esta idea de modelo de excelencia, que parte del hecho de que todos compitan con las mismas reglas para alcanzar el mejor resultado, la educación se perpetúa como agente de selección social, los docentes como burócratas y las universidades como las entidades que hacen posible que el mecanismo funcione. El principio de la Constitución que parte de un modelo de Estado descentralizado y reparte el ejercicio de las competencias educativas entre todos los niveles administrativos quiere quebrarse para extender el principio neoliberal de que todo se juegue con el dado del mérito personal, por lo que también se hará necesario unificar currículos independientemente de si estamos en Canarias o en Catalunya.
Si siguiéramos las tesis del sociólogo François Dubet en La escuela de las oportunidades (2006), podríamos encajar la propuesta de la EBAU única en esa serie de ficciones necesarias que “permiten a los individuos percibirse como libres e iguales, a pesar de la formación continua de desigualdades escolares”. Como todos los indicadores nos señalan, las condiciones estructurales asimétricas entre las distintas regiones españolas arrojan un panorama determinista en donde es muy atrevido defender que una prueba igual para todos asegurará un sistema más justo en términos de equidad.
Las políticas conservadoras siempre han pretendido aumentar el control estatal sobre los servicios públicos. No es novedad. En educación, por ejemplo, lo vimos plasmado en el incremento de competencias sobre los contenidos curriculares, como ya se demostró con la LOMCE. El modelo actual permite que las autonomías fijen aproximadamente la mitad del currículo, con lo que se permite respetar sus singularidades culturales, lingüísticas, artísticas, históricas y literarias; un cambio a un modelo unificador acentúa el riesgo de perpetuar no sólo visiones etnocéntricas, sino de dilapidar conquistas asentadas sobre el principio del Estado de las Autonomías y el derecho al autogobierno.
Un orden justo no se logra dando a todos lo mismo: desconocer esta máxima es ignorar qué es la justicia social
Un orden justo no se logra dando a todos lo mismo: desconocer esta máxima es ignorar qué es la justicia social y cómo esta se puede aplicar al sistema educativo, en términos de limitaciones en la promoción y acceso al bien que representa. Como bien dice Michael Sandel en La tiranía del mérito (2020), otro ensayo clave para entender toda esta maquinaria, el acceso a las universidades tiene que partir de la necesidad de que sus comités de admisión fijen unos umbrales correctos que garanticen equilibrio y diversidad, ya que, al fin y al cabo, el talento es algo vago e impreciso de medir, y más en una sola prueba. Dejarlo todo a la nota que se obtenga en ese examen único agudizaría el hecho de que, por ejemplo, todo el alumnado con mejores resultados opte a las mismas universidades, que se volverían todavía más exigentes en términos de rendimiento y, por lo tanto, en instituciones hiperselectivas. En ese caso las soluciones se ofrecerían desde la privatización, de forma todavía más radical a lo que ya ocurre ahora con la deficitaria oferta de plazas: paga por obtener un título y tendrás no solo la “igualdad” que deseas sino el mérito que mereces. ¿Ese es el sistema universitario que queremos quienes creemos en el bien común como base para la cohesión social?
Por lo tanto, cada vez que escuchemos proclamas sensacionalistas que defienden la igualdad de los ciudadanos poniendo como trampa supuestas reglas como esta para la igualdad de acceso y condiciones, pensemos de forma detenida qué principio igualitarista se sostiene en su raíz: si el de trasfondo emancipador o el de raigambre liberal. Porque, no lo olvidemos: si no existe equilibrio o paridad de territorios, de culturas, de lenguas, de género y de condicionantes raciales en una persona o grupo, no podrá existir igualdad real de oportunidades. Y que no nos cuenten cuentos.