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«A mí me enseñaron que era un derecho que los niños fueran a la escuela, pero yo aprendí que era una obligación que la escuela fuera a los niños», asegura Julio Manuel Pereyra, la cara más visible del proyecto Caminos de Tiza. No trabaja solo. Lo hace codo a codo, como diría su compatriota el poeta uruguayo Mario Benedetti, con Yanina Rossi.
Ambos llevan una década trabajando en una extensa región fronteriza entre Paraguay, Argentina y Brasil. Todo empezó, explica Pereyra, cuando fue a ofrecer una conferencia a Argentina en la que habló del método que tanto lleva aplicando. Estuve en argentina dando una conferencia sobre una metodología y me dijeron: pará, pará, eso que estás explicando viene perfecto acá. Me dijeron que tenía que venir yo y cuando lo hice, me quedé».
Durante este tiempo, el proyecto ha vivido cambios de mayor o menor calado pero, seguramente, el mayor ocurrió en 2016, cuando se dieron cuenta de que su labor se estaba volviendo asistencialista. Tanto él como Rossi tienen un enfoque de derechos en sus intervenciones. No es solo educación curricular, instrucción formal. También es capacitación sobre educación sexual integral, sanitaria, relacionada con la atención temprana para niñas y niños con discapacidad, o para jóvenes que necesitan alguna estimulación concreta… La lista es tan larga como la de los premios y reconocimientos que han ido ganando a lo largo de los años por su labor. También lo es la de los fundamentos pedagógicos y sociales en los que se asienta.
Acción situada
Cuanto se dan cuenta de que las comunidades les están esperando para recibir su formación, deciden dar un volantazo y forzar a que sean ellas las que decidan qué formación necesitan. Esto pasa por educación sexual cuando alguna persona les comenta que todas las chicas de 16 años del pueblo tienen, al menos, un hijo. O sobre sustancias tóxicas para quienes trabajan en basurales y que les están provocando irritaciones en la piel. O sobre cómo lavarse correctamente los dientes, cortarse las uñas, etc. La educación se torna en un todo. Como lo han venido en llamar, se trata de pedagogía de la emergencia: «Lo que estamos haciendo es para poner un parche a políticas públicas que están fallando con la realidad argentina. No queremos ni crecer ni permanecer, mientras lo hagamos es porque algo está faltando».
Son las necesidades de las comunidades las que les obligan a acrecentar la oferta de acciones que llevan a cabo. Para ello han de escuchar y estar atentos, saber leer la realidad de las comunidades y, sobre todo, qué respuesta aportar. Además, no van a una comunidad que no les haya llamado. «Queríamos que nuestro abordaje no tuviera trasfondo político-electoral o religioso-confesional». «La gente acá -continúa- ya estaba reticente a que llegue alguien, como si fuera un misionero, a predicar la palabra y no a educar, o que detrás de esto hubiera una captación de interés político-electoral». Pasaron de hacer «para» la comunidad «a hacer con y desde la comunidad».
Cuanto comenzaron a notar que su acción se volvía asistencialista, explica Pereyra, «ahí fue cuando dijimos, pará. No estamos dejando capacidad instalada. Si nosotros nos vamos, esta gente se queda sin nada. Entonces fue cuando dijimos, no. Vengan referentes, paren. ¿Qué creen que tienen que trabajar ustedes?». Y como comenta este profesor y activista «fue cuando empezamos a darnos cuenta que, capaz que las respuestas que nosotros dábamos no eran para las preguntas que ellos tenían».
Esta labor consiguen realizarla gracias, principalmente, a las donaciones que reciben. Desde el coche que utilizan hasta la última goma de borrar han sido donados. Material para las niñas y niños con discapacidad… la lista es casi interminable. También lo es la de los premios que han ido obteniendo con los años. De hecho, en unos días viajan a Austria a recoger uno. En diciembre pasado, la ONU otorgó a Julio el Premio de las Naciones Unidas en la Esfera de los Derechos Humanos. «Ningún medio de comunicación de la Argentina dijo nada», critica.
Este tipo de galardones y otros similares les ofrecen la posibilidad de obtener más y más visibilidad -como también lo hacen las redes sociales-, al tiempo que les permiten acceder a una financiación extra para, por ejemplo, poder pagar la gasolina que les permite desplazarse por las diferentes comunidades.
Ahora mismo, están trabajando en 14, son más de 300 chicas y chicos. «No queremos crecer», asegura, puesto que la idea es que el Estado se haga cargo de la labor que esta pareja pedagógica realiza. De hecho, en estos años han trabajado con hasta 26 comunidades, pero muchas de ellas han conseguido que la administración pública se hiciera cargo de la escuela.
Tres factores determinantes
El proceso habitual es que Pereyra y Rossi arman la escuela, levantan el edificio, reúnen a niñas y niños, hacen un registro de todos ellos y les enseñan. Con todo esto, acuden al estado en el que residen y le reclaman que se haga cargo contratando profesorado y dando al alumnado el estatus que se merece y les garanticen los derechos que tienen. Entre ellos, ayudas para la comida, acceso a la salud, etc.
Trabajan, además, con poblaciones migrantes de los países vecinos -lo que les obliga a trabajar hasta en cuatro lenguas-. Conseguir que estas niñas y niños sean reinstitucionalizados supone que puedan tener derechos de ciudadanía que de otra manera les estarían vetados.
Todas estas son las razones por las que no quieren hacer crecer el proyecto, por las que quieren desaparecer. Eso significará que el estado se ha hecho cargo de garantizar los derechos de cientos, si no miles, de niños de la zona.
Hasta que esto pase, esta pareja se traslada en un área que, de sur a norte, les lleva siete horas de coche -«Antes las hacíamos a caballo y en canoa»-. Tres son los elementos que influyen en la manera en la que se mueven por este territorio. El primero, «las cuestiones climáticas», dice Pereyra. «Hay lugares que después que hay tormentas, no podemos ingresar o si ingresamos tenemos que permanecer. Estamos hablando de la selva misionera de la manera más literal que entiendas».
El segundo, las emergencias o las alertas que lanza la autoridad o que ellos encuentran en los medios de comunicación. Por ejemplo, cuando leen que en una zona está aumentando la mortalidad por dengue, se acercan allí, normalmente en las zonas periurbanas. Allí trabajan con la comunidad sobre cómo deben protegerse y se eliminan los criaderos del mosquito que transmite la enfermedad.
Por último, están las donaciones que reciben. Si estas son muy concretas, se refieren a un tipo de persona o, incluso, a un niño concreto, dejan lo que estén haciendo y van a donde la donación se necesite. «A veces nos llegan donaciones de materiales muy específicos, terapéutico, ortopédico, farmacológico. Y viste, te tenés que pará. Cancelá esto hoy vamos a Sara, a Roca que queda a una hora 40 minutos de viaje».
Capacitación y prevención
El hecho de que, de un momento a otro tengan que recoger y moverse de comunidad marca dos cuestiones clave en el trabajo que hacen. Por un lado, buena parte del peso lo ponen en la capacitación de referentes adultos dentro de las comunidades, pueden ser vecinos o familiares. Les dan claves para continuar con los aprendizajes de niñas y niños, al mismo tiempo que técnicas para hacer la atención a las niñas y niños con discapacidad. De manera directa han formado a 122 referentes en las comunidades.- “En conferencias, compartiendo material, yendo a fundaciones… ya perdimos la cuenta porque llegamos a unos 10.000 docentes por año».
El hecho de que Julio y Yanina no estén todo el tiempo en el mismo sitio impide que puedan dar la habitual continuidad pedagógica. Por eso hacen falta otras personas que lo hagan por ellos mientras se siguen moviendo. Ahora bien, como explica Pereyra, no aceptan voluntariado a no ser que sea específico: «Un traumatólogo, un odontólogo», que venga a hacer un trabajo específico. Es vital que quieren son capacitados tengan raíz en la comunidad.
El otro elemento que desde fuera puede pasar desapercibido pero que tiene una importancia clave es que las comunidades no saben cuándo llegarán. Esto, como han podido comprobar gracias a la experiencia, ha sido suficiente para reducir o eliminar casos de embarazos adolescentes producto de abusos sexuales, por ejemplo. «Nosotros llegamos y detectamos un hematoma, detectamos un golpe. Podemos detectar un abuso, un embarazo producto de un abuso sexual. Entonces, también hay muchas cosas que han cambiado solo por nuestra presencia, independientemente de nuestro trabajo».
Al mismo tiempo, «la itinerancia funciona como un panóptico y a la vez reduce problemáticas como el absentismo», explica este profesor.
Todo ello con una sólida formación
«Entre Yanina y yo tenemos 16 formaciones», afirma Pereyra. Lo hace para dejar claro que lo que llevan construyendo una década no sale de la nada, no es la excentricidad de dos personas que decidieron salvar niños con discapacidad en los entornos más complejos.
Yanina Rossi es profesora de educación especial, estimuladora temprana y como explica Pereyra, «ha estudiado todo lo que es el manejo de la lengua guaraní». «Yo, a su vez, he estudiado todo lo que es psicomotricidad y psicopedagogía», además, es neuropsicoeducador y ambos manejan la lengua de signos y se han especializado en comunicación alternativa.
Pereyra explica que cada vez que consiguen un título, lo comparten en redes sociales. El objetivo es que «se entienda que detrás de nuestras prácticas hay un serio fundamento terapéutico y pedagógico. No es que somos dos loquitos que somos todólogos». Y, continúa, cuentan con asesoramiento de diferentes expertos, «profesionales que quieren colaborar pero que no tienen tiempo por las distancias o el tipo de trabajo». En algunos casos, afirma, hacen fotos para que estos expertos les asesoren sobre tratamientos y prevención de casos.
Hoy por hoy trabajan con 365 niñas y niños. Es su tope. Han decidido echar el freno, de alguna manera, y no seguir aumentando el trabajo. «Para ser viable, pertinente y funcional, hay que formar a otros». Esto quiere decir que para este año no van a aceptar a más alumnado a no ser que tenga discapacidad. «Si veo algún caso -de menor no escolarizado-, voy al Estado, denuncio y que lo lleven a la escuela». Más allá de esto, se dedicarán a «dar conferencias y talleres formando a otros educadores y docentes».
Su compromiso se basa, entre otras cosas, en el hecho de que ambos tienen alguna circunstancia especial. «Yo tengo autismo y Yanina hipoacusia y microtia», explica Julio Manuel. «No hablamos desde lo teórico sino desde la experiencias personales, que son el leitmotiv de la acción». Esto es lo que les lleva a vivir en la triple frontera, muy cerca de las cataratas de Iguazú, pero a un mundo de las rutas turísticas.
Un lugar en el que conviven con población migrante de Brasil y Paraguay que vienen como temporeros; con población indígena que no habla castellano o con personas con diversidad. «Cuando encontramos las tasas de personas con discapadiad, excluidos, pensamos en ellos, que son quienes no tienen ningún tipo de prestación».