Lo he afirmado en otras ocasiones o lugares. Permítanme que lo acentúe de nuevo: no solo de ciencias, matemáticas o lenguaje vive la educación. No es nada novedoso cuando afirmo el enorme equívoco de considerar que existen dos tipos de asignaturas en las estructuras curriculares: las asignaturas fundamentales y las asignaturas cosméticas. Las primeras, por supuesto, son aquellas que no solo son más apreciadas, sino que también más motivo de discurso, investigaciones y hasta inversión pública. Hablamos de las matemáticas, el lenguaje y las ciencias. Vinculado a estas se encuentra el famoso acrónimo (en inglés): STEM: Science, technology, engineering, mathematics, al que le han agregado la A (art). En el famoso STEAM ya se ve cuál es el grito priorizador del discurso pedagógico global. El arte es un agregado, una especie de apéndice que han tenido que poner para dar otra impresión.
El otro grupo de asignaturas es el de las llamadas “asignaturas cosméticas”: la Historia, las Ciencias Sociales, el arte, la actividad física y recreativa, el deporte, la actividad psicomotora.
Al momento de recortes presupuestarios, o de contar con poco tiempo, o de tener que priorizar en el discurso, las primeras estarán siempre en la primera fila. Son las que otorgan más prestigio, las que atraen mayor inversión, las que todo mundo considera necesarias para poder vivir bien en este mundo. ¡Para poder vivir bien económica y laboralmente!
Las que se generalizan como “cosméticas” en realidad son las asignaturas o espacios curriculares fundamentales para la vida plena. Una sana emocionalidad, una capacidad de relaciones con los demás y con el mundo en general, una comprensión crítica y profunda de la realidad pasada y presente, una capacidad de gozar y aprovechar el tiempo libre, un desarrollo de habilidades físicas y motrices, todo eso es tan crucial para la salud cerebral y social que no sé cómo considerarlas “adornos” en los cuadros curriculares.
Quizá por el predominio de un paradigma racionalista tan arraigado en la educación en casi todas las sociedades humanas, o quizá porque el discurso neoliberal acentúa todo aquello que es útil o necesario para la tecnocracia, o quizá porque genera un terrible miedo político la formación de seres humanos plenos, sanos integralmente, de pensamiento crítico, fortalecidos en su interioridad. Quizá por todos estos elementos entre lo fundamental y lo cosmético existe una brecha tan profunda que necesitamos ir haciendo los puentes necesarios para cerrarla. No se trata de decir que unas son más importantes o útiles que otras, pero tampoco de dejar en el abandono la consideración de la integralidad y de la emocionalidad como factores que la educación debe atender y propiciar.
Una educación para la comprensión y transformación del mundo (en todos los ámbitos y necesidades humanas) será aquella que propicie la expresión personal e íntima de quienes aprenden; será la que crea escenarios, condiciones y recursos para la actividad física y recreativa como un elemento fundamental (como parte del derecho a la educación). Será la que insista en la necesaria comprensión de la vida desde una perspectiva histórica y crítica. Será la que deje de considerar que su énfasis está en lo cognitivo y no en las manos que aprenden a construir, a tejer, a elaborar, a hacerse artistas. Será esa educación que abandona el énfasis en una racionalidad fragmentada y distante de la sensualidad, del cuerpo que aprende y por medio del cual vivimos. Y por medio del cual somos lo que somos.
A quienes educan siendo artistas, siendo deportistas, siendo críticos, gozando el juego, enseñando a usar las manos y el cuerpo, la pedagogía les tiene una deuda. El reconocimiento de su importancia y su valor en la vivencia de una educación que no le siga el juego a los poderes establecidos. Que le dé poder a quienes pretenden transformar el mundo.