Evaluar, esto es, calibrar qué está funcionando y qué no en un proceso (sea un tratamiento médico, una práctica deportiva o la implantación de una ley) es condición indispensable para la subsanación de errores e incorporación de mejoras. La detección precoz es importante.
Los docentes lo sabemos. La nueva ley insiste en ello. Se nos pide hacer de los criterios de evaluación el pilar de nuestro quehacer en el aula, deslindar calificación (trámite administrativo inexcusable) y evaluación (herramienta de diagnóstico y mejora) de manera que aquella no sofoque a esta, y evaluar tanto a nuestros estudiantes como nuestra propia práctica docente. Bien. ¿Pero qué pasa cuando hay clamorosos desajustes que no son competencia ni del profesorado ni del alumnado, y conciernen directamente a nuestras administraciones educativas? ¿Quién está evaluando la implantación de la LOMLOE?
Son las propias administraciones educativas las que están dificultando (quizá sin ser conscientes de ello) la aplicación de los nuevos currículos
Porque —digámoslo sin paños calientes— la puesta en marcha de los nuevos currículos está siendo un auténtico desastre. En el mejor de los casos, se sigue haciendo lo mismo de siempre (basta con ver, pongamos por caso, los libros de texto de Lengua castellana y Literatura de 3º ESO, que poco o nada tienen que ver con lo establecido en el currículo de la LOMLOE). En otros muchos casos, la cosa es aún peor, y son las propias administraciones educativas las que están dificultando (quizá sin ser conscientes de ello) la aplicación de los nuevos currículos al reducir a pura burocracia —sofisticada, ingente y estéril— lo que debiera ser una reflexión por escrito cargada de sentido. Hablamos, sí, de la programación y la evaluación.
¿Estamos a tiempo de corregir despropósitos y de proponer, también en lo que concierne a la administración y la inspección, medidas de mejora?
Tiempo atrás se habló de la posibilidad de impulsar un Instituto de Desarrollo Curricular, una de cuyas funciones podría haber sido esta, pero la propuesta duerme tal vez en el cajón de algún despacho ministerial. “Un Centro de Investigación y Desarrollo Curricular independiente y plural —apuntaba el Foro de Sevilla— facilitaría esta tarea de definición del marco curricular, introduciendo a la vez la democratización y la pluralidad en el desarrollo del curriculum”. Ojalá fuera posible resucitar la iniciativa.
Entre tanto, debería impulsarse con carácter de urgencia un grupo de trabajo integrado por docentes, técnicos ministeriales y autonómicos, con voluntad de diagnosticar con precisión qué problemas está presentando la implantación de los nuevos currículos y qué medidas pueden introducirse ya mismo para corregirlos.
Para deslindar con nitidez qué dificultades plantea la redacción misma del currículo —que habría de ser revisado y actualizado periódicamente, de acuerdo con la investigación disciplinar y didáctica— de aquellas estrictamente atribuibles a su puesta en marcha, puede ser útil acogerse a la distinción que el profesor Gimeno Sacristán hiciera años atrás entre el currículo legislado, el editado (esto es, el que recogen los libros de texto), el programado por los departamentos didácticos, el desarrollado por cada docente en su aula y el finalmente evaluado.
Con respecto al currículo legislado, ya el propio Ministerio hubiera debido velar por la necesaria coherencia entre el marco estatal y los correspondientes desarrollos autonómicos. La deslealtad institucional de la Comunidad de Madrid, que ha procedido a la voladura misma de los cimientos de la LOMLOE (y aquí un ejemplo), no hubiera debido quedar impune. La dejación de responsabilidades por parte del Ministerio ha sido inexplicable.
El currículo editado, el moldeado por los libros de texto, es consecuencia en gran medida de la precipitación con que se implantaron los nuevos currículos, sin margen de tiempo para lo que hubiera debido ser una exposición pública y argumentada del porqué de determinadas decisiones curriculares y un proceso de diálogo previo a su publicación en el BOE. Sin cambios por tanto en la recepción previsible por parte del profesorado y sin tiempo material para actualizar contenidos, la mayor parte de las editoriales optó por perpetuar lo mismo de siempre.
Es verdad, se podrá aducir, que un currículo semiabierto y flexible como el de la LOMLOE se compadece mal con un libro de texto común para todos los centros y todo el territorio estatal. Sin embargo, los libros de texto hubieran podido constituir una ayuda valiosísima para el profesorado si realmente se hubieran adaptado a la LOMLOE ofreciendo ejemplos, simples ejemplos que copiar primero y transformar después, de lo que constituye una pieza esencial en las programaciones curriculares de la nueva ley educativa: las situaciones de aprendizaje.
Así las cosas, el profesorado se las vio a solas ante el gran reto inicial: el currículo programado. ¿Cómo programar un curso entero sin tiempo material siquiera para leer de primera mano el Real Decreto estatal? ¿Cómo hacerlo, además, sin haber dispuesto de tiempos y espacios para la formación compartida, para la consulta y elaboración de materiales curriculares, para el conocimiento sosegado de cada grupo clase y la reflexión acerca de la manera idónea de acompañar a los estudiantes en la dirección estipulada?
Una programación didáctica debiera ser un documento sencillo, ágil y, sobre todo, útil. No puede ser otra cosa que una declaración de intenciones. Debe invitar a una mirada a vista de pájaro del conjunto del curso y esbozar qué tipos de situaciones de aprendizaje pueden contribuir a desarrollar las diferentes competencias específicas, movilizando los saberes básicos en función de lo formulado en los criterios de evaluación. Reducir la programación a una nueva carga burocrática, a una plantilla imposible, es vaciarla absolutamente de sentido. Ojalá la inspección acierte a darle una vuelta a este asunto de aquí al próximo septiembre.
Necesitamos recuperar una cualificación profesional sistemáticamente puesta en entredicho, y deshacernos del temor a la hora de programar y evaluar
Duele ver reducido a tedioso trámite burocrático lo que debiera estar cargado de sentido común. Duele percibir que lo que subyace a determinados requerimientos por parte de la administración es, quizá, falta de confianza en nuestro quehacer. Necesitamos recuperar una cualificación profesional sistemáticamente puesta en entredicho, y deshacernos del temor —a la inspección, fundamentalmente— a la hora de programar y evaluar. Dejar de hacer cosas a las que no les vemos sentido alguno.
Y, tras el currículo programado, el currículo en la acción. Bien sabemos que aunque la programación sea la misma para todos los miembros de un departamento, la realidad de unas aulas y otras puede diferir notablemente. Más allá de los estilos personales, los currículos reales desplegados pueden llegar a ser incluso antagónicos. Bienvenida sea la diversidad, siempre y cuando el sustrato en que nos fundamentamos —la investigación disciplinar y didáctica— sea explícito, consciente y compartido, y mientras nuestras prácticas docentes sean coherentes con lo establecido en la ley.
Cuando en esta se habla de diseñar situaciones de aprendizaje que inviten a movilizar los conocimientos, destrezas y actitudes —recogidos en los saberes básicos— en la resolución de problemas o tareas de cierta complejidad, se está pidiendo algo bien diferente de un mero listado de ejercicios o actividades inconexas. Un currículo semiabierto y flexible reclama, además, una extraordinaria coordinación entre los miembros del departamento a fin de que las propuestas de los diferentes cursos estén secuenciadas en cuanto al grado de complejidad y sean complementarias entre sí.
Pero para que todo esto sea posible hace falta una revisión profunda de la jornada laboral de los docentes. El desarrollo efectivo del currículo tal y como se recoge en la ley necesita de otros cambios simultáneos aún pendientes, y alguien debería responsabilizarse de ello. No podemos ceder al fatalismo, la resignación y el sálvese quien pueda. La resucitada marea verde está planteando unas reivindicaciones de puro sentido común. Necesitamos interlocutores en la Administración dispuestos a escuchar y a actuar.
Y, por último, el currículo evaluado. Una de las principales novedades de la LOMLOE es procurar una mayor adecuación entre objetivos pretendidos (formulados aquí en términos de competencias) y caminos transitados. Y en este tránsito los criterios de evaluación constituyen la piedra angular desde la que planificar las prácticas de aula. “Si no cambia la evaluación, no cambia nada”, ha repetido hasta la saciedad Neus Sanmartí, una de las mayores expertas en evaluación con que contamos. Recuperar el valor formativo de la evaluación —la precisión en el diagnóstico y las propuestas concretas de mejora— es capital para posibilitar los aprendizajes. Cuando estamos aprendiendo a cocinar, a conducir o a jugar al tenis, lo que esperamos de quien nos está enseñando no es que nos devuelva una nota, sino que nos ayude a ver en qué aspectos concretos estamos fallando y cómo podemos enmendarlos.
Para que esto sea posible, para hacer de la evaluación el epicentro de nuestro quehacer en las aulas, necesitamos una reducción drástica del número de estudiantes por grupo. No hablemos ya de ratios, que luego nos hacen malabarismos con la estadística y resulta que no estamos tan mal. Hablemos de un máximo de estudiantes por grupo, de un máximo por docente. De no fijarlo, se está arruinando de entrada toda voluntad de transformación y mejora.
Pero, además, habremos de abrir también el melón de lo que está pasando con los procedimientos arbitrados para establecer la calificación final del alumnado, así como para cumplimentar los informes individuales de cada estudiante con respecto a cada una de las competencias clave. Veo a tantos colegas enredados en complejísimas hojas de cálculo, tratando de asignar tantos por cierto a cada uno de los criterios de evaluación y a la contribución de la propia materia a las competencias clave, que tengo la sensación de que esto se nos ha ido de las manos. Tiene que haber otra manera.
Detengámonos, por favor, y dialoguemos acerca de qué está fallando en la implantación de los nuevos currículos y cómo podemos enderezar el rumbo. Desde la colaboración, el espíritu constructivo y el sentido común.
4 comentarios
¿A quién se le ocurrió ese artefacto? Desde luego a quién o quiénes fueran tienen un profundo desconocimiento de la historia de la educación y de la micro sociología de la práctica de la enseñanza
Muy de acuerdo con el contenido de este artículo. Para complementarlo, le añadiría cierta perspectiva histórica, desde la LOGSE en adelante. Espero poder hacerlo muy pronto.
Respondiendo a la pregunta del titular…
En Euskadi el Departamento de Eduación ha creado la figura del BeA (Responsable de Innovación), entre cuyas funciones está: (sic)
«Brindar apoyo, asesoramiento y capacitación al equipo directivo y al claustro docente para facilitar la implementación efectiva del nuevo
currículo. Esto podrá incluir:
– Organización Flexible del Currículo.
– Actualización y Evaluación de Programaciones Didácticas.
– Seguimiento y Gestión de Decisiones Curriculares.
– Creación y Supervisión de Materiales Didácticos.
– …»
Y como los/las BeAs son seres de luz que nacieron aprendidos y con una capacidad de profetización divina, como os podéis imaginar, la implantación va sobre ruedas.
Gracias por el artículo, Guadalupe.
Firmado: un BeA.
De acuerdo con el contenido de este artículo.
Trato de escapar del fatalismo y la resignación, así que me encuentro en el sálvese quien pueda tratando de convencer de la importancia de detenernos y trabajar un tiempo juntos, entre nosotros/as, los docentes de mi Dpto y de otros.
Gracias por el artículo.
Un saludo