Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
Las universidades públicas madrileñas agonizan, el profesorado gallego reclama su estabilización laboral y los rectores de las nueve universidades públicas de Andalucía denuncian que se están incumpliendo los acuerdos en materia de financiación. Podemos ver noticias de este tipo a lo largo y ancho de la geografía universitaria española. Todos estos hechos no son algo aislado, algo grave está ocurriendo en las universidades públicas españolas. El desprestigio al que se ven sometidas y los recortes amenazan el papel fundamental de las instituciones universitarias públicas como pilar fundamental del conocimiento, la investigación y la igualdad de oportunidades.
Resulta especialmente alarmante revisar los datos acerca de la creación de universidades públicas y privadas. La última universidad pública creada en España fue la Universidad Politécnica de Cartagena (UPCT) en 1998. Es decir, desde los años 90 no se ha creado ni una sola universidad pública en España. Sin embargo, en ese mismo período, se han creado 34 universidades privadas. De siete que existían en 1995, a 41 que encontramos en 2024. Esto evidencia el avance imparable del modelo privado universitario, lo que resulta paradójico, porque mientras se argumenta que hay un exceso de estudiantes universitarios, se permite y se fomenta la proliferación de centros privados por doquier.
Creo firmemente que la historia de la universidad pública española, a pesar de los intentos actuales por desprestigiarla, es una historia de éxito. Durante las décadas de 1970 y 1980, permitiendo el acceso a un mayor número de estudiantes. La expansión de las instituciones universitarias en distintas comunidades autónomas facilitó que personas con pocos recursos económicos pudieran estudiar cerca de su hogar, evitando así los costes asociados al desplazamiento y la manutención fuera de casa. Además, las políticas de becas que se fueron incrementando hicieron que aumentara significativamente el porcentaje de población con estudios superiores. Durante los 90, muchos hijos e hijas de familias humildes pudieron llegar a tener estudios superiores, y todavía a principios de este siglo, muchos y muchas eran los primeros en la historia de su familia en disponer de un título universitario. Y esto es un triunfo social y democrático, porque parte de entender la educación superior como un derecho y no como un privilegio de unos pocos.
En cuanto a la investigación, otra de las funciones de la universidad, pocas instituciones en el mundo logran alcanzar los niveles de productividad e impacto que han conseguido las universidades públicas españolas con recursos tan limitados. A pesar de los recortes y las dificultades presupuestarias, son las universidades públicas las que sostienen la mayor parte de la producción científica, la innovación y el desarrollo en nuestro país.
La universidad no solo genera titulados, sino que impulsa el conocimiento y cumple una función social imprescindible
En todo caso, no podemos obviar que hay muchos aspectos que mejorar en la universidad pública, por supuesto, como la empleabilidad de los egresados, la actualización didáctica en algunos contextos y la transferencia de conocimiento al tejido productivo, cuestiones que, por cierto, han cobrado mucha importancia los últimos años en el mundo universitario. También es necesario abordar con más firmeza la mejora de las condiciones laborales de los investigadores y la capacidad para atraer el talento internacional. Hay que tener en cuenta también que el aumento de la burocracia y, a veces, la excesiva rigidez institucional choca con las demandas de las sociedad y juega en contra. Sin embargo, no podemos olvidar que la universidad no solo genera titulados, sino que impulsa el conocimiento y cumple una función social imprescindible. Una universidad pública fuerte es un contrapoder importante en cualquier sociedad democrática. Su autonomía le permite actuar como un espacio de debate para la generación de nuevas ideas. Quizás por esta razón, algunos sectores tienen tanto interés en debilitarla, ya que una universidad sometida a lógicas exclusivamente mercantilistas o dependiente de intereses privados pierde parte de su independencia y, con ello, su capacidad de actuar como un espacio de pensamiento crítico independiente y plural.
En todo caso, lo que sí podemos ver claramente es cómo, desde los 90, la universidad pública está sufriendo el predecible guion de cualquier proceso de privatización, el cual se fundamenta en dos estrategias: el desprestigio y los recortes. La primera fase consiste en erosionar la imagen de la institución, presentándola como ineficaz, burocrática o incapaz de responder a las necesidades de la sociedad. El siguiente paso es el de los recortes. Vemos a lo largo y ancho de nuestro país que las universidades públicas reclaman una y otra vez la financiación que merecen y no reciben. Los recortes atentan directamente contra la capacidad de funcionamiento de las instituciones públicas, la estabilización del profesorado y la calidad de la enseñanza y la investigación. La consecuencia de todo esto es que la espiral se refuerza, porque una institución debilitada es más fácil de justificar como “insostenible”, y, de este modo, lo que comenzó con una estrategia de desprestigio, se convierte en un proceso de desmantelamiento progresivo, como el que están viviendo varias universidades públicas españolas en la actualidad.
La precarización es como la energía, ni se crea ni se destruye, se transforma. Y ahora tenemos al profesorado sustituto
Uno de los ejemplos más claros de esta dinámica en la universidad pública española ha sido el trato al profesorado asociado. Los recortes de las primeras décadas de este siglo frenaron muchas carreras docentes e investigadoras, y en las universidades públicas esto supuso la convivencia de profesorado asociado real, con “falsos asociados”, jóvenes investigadores que, ante la falta de oportunidades, recurrían a esta figura como única vía para mantenerse dentro del sistema universitario. En teoría, la reforma universitaria ha tratado de solventar este aspecto, pero la precarización es como la energía, ni se crea ni se destruye, se transforma. Y ahora tenemos al profesorado sustituto. Este nuevo modelo permite a las universidades cubrir temporalmente necesidades docentes con contratos de duración limitada, sin garantía de continuidad y con condiciones laborales, en ocasiones, también cuestionables. Además, la universidad pública afronta serios problemas de financiación, que a menudo se convierten en el centro de un debate político enfangado por enfrentamientos entre las administraciones autonómicas y estatales, lo que deja el futuro del sistema universitario público en una situación de incertidumbre permanente, marcada la falta de estabilidad.
Resulta curioso que muchas instituciones privadas universitarias suelan comenzar su oferta académica con titulaciones en el ámbito de las Ciencias Sociales, como Administración y Dirección de Empresas o Magisterio, ya que son titulaciones con alta demanda y bajas necesidades relacionadas con la infraestructura o el equipamiento. Y si bien estas incorporaciones a la oferta académica universitaria privada suelen generar ciertas críticas y comentarios negativos, resulta llamativo que el nivel de debate y controversia sea significativamente menor en comparación con lo que sucede cuando las instituciones privadas plantean la apertura de grados de otras áreas, como Medicina. Quizás, la universidad pública ha sufrido las consecuencias de no haber valorado y defendido lo suficientemente todas sus áreas de conocimiento. Solo hay que ver lo que ha sucedido con las titulaciones de Magisterio y el famoso Máster de Educación Secundaria. La cuestión es que, cuando estas instituciones privadas ya han ampliado su base de estudiantes y consolidado su presencia en la zona, el siguiente paso suele ser la incorporación de titulaciones en ramas como la sanitaria o la ingeniería. Y para entonces, cuando queremos defender la educación universitaria pública, ya es demasiado tarde.
La educación superior no es solo una cuestión de mercado, sino un pilar fundamental del desarrollo social, científico y económico de un país
Es importante plantear que estar en contra de la expansión de la universidad privada no significa estar en contra de los profesionales que trabajan en ella. Como en cualquier ámbito, hay docentes e investigadores que hacen su trabajo muy bien. La cuestión que se plantea en este artículo no es una crítica individual a quienes ejercen su labor en estas instituciones, sino un debate sobre el modelo educativo de educación superior que queremos para nuestra sociedad. Este artículo parte de la premisa de que la educación superior no es solo una cuestión de mercado, sino un pilar fundamental del desarrollo social, científico y económico de un país. Apostar por un modelo en el que el acceso y la calidad de la enseñanza dependan de la capacidad económica del estudiante genera desigualdades y erosiona el principio de educación como un derecho, no como un privilegio. Por supuesto, es lícito que se puedan crear y promover instituciones universitarias privadas, pero, del mismo modo, la sociedad tiene también el derecho y la responsabilidad de exigir que los requisitos para su apertura garanticen estándares de calidad, algo que, lamentablemente, no siempre sucede. Y, sobre todo, que esto no se haga a costa de recortar el derecho de todos y todas a una educación pública universitaria accesible y bien financiada, que siga siendo un pilar fundamental del progreso y la equidad. Además, todo esto no es incompatible con el desarrollo de la Formación Profesional y otras vías educativas, que deben fortalecerse y recibir el reconocimiento que merecen. La clave de todo esto está en posibilitar que todos y todas tengamos derecho a una educación pública universitaria de excelencia.
El hijo del obrero, a la universidad.