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En la construcción escolar de la educación literaria, ya no se trata sólo de “enseñar obras con sus autores y autoras”, tal y como se podía entender en el pasado. La enseñanza de literatura en las aulas actuales abarca mucho más, y nuestros enfoques contribuyen a que se conformen o se pierdan lectores. No es nada nuevo: ¿Cuántas veces no hemos escuchado eso de que gracias a esta maestra me empezó a gustar el contenido de esta materia? Y lo contrario: llegar a perder el gusto por algo por la forma de proceder de algún profesor.
La educación, en sí, es un acto humano basado en lo experiencial, en la creación de ambientes más o menos habitables para aprender. Por ello, tenemos que ser muy críticos con cómo transmitimos el legado literario a generaciones y generaciones de jóvenes, hasta tal punto en que muchos al final del camino han demostrado alejamiento y, en el peor de los casos, rechazo definitivo hacia la experiencia literaria. No hay nada peor para un docente de lengua y literatura que observar que potenciales lectores se enfrentan de forma irremediable a su propia finitud.
Decía Daniel Pennac en su ensayo Como una novela que “leer” es un verbo que no soporta el imperativo. Igual le ocurre a “amar”. Ama, lee. Son verbos que no casan con la exhortación. Mantiene el narrador argentino Hernán Casciari que “la pasión por escribir y la excelencia al hacerlo se alimentan únicamente escribiendo”. El profesorado de diferentes etapas se afana por hacer que ese deseo despierte y que su llama se mantenga latente: la pasión por escribir. La pasión por leer. Pero, conforme va pasando el tiempo, muchas veces ocurre lo contrario: quedan en el olvido aquellos niños y niñas que nos prestaban atención con el bullir de su mirada cuando les leíamos cuentos por las noches
El curso pasado fui invitado al colegio por una de las maestras de mi hija pequeña para ayudar en un taller de creación literaria. Fue una mañana amena. Con mi poco conocimiento (reconozco que la escritura creativa no es lo mío) dialogué con un grupo de casi cuarenta niños y niñas sobre cómo elaborar caligramas, de la técnica del cadáver exquisito, del collage o de las palabras en libertad. Al final les regalé una pequeña libreta a cada uno. En los días siguientes, a algunos de ellos los vi escribiendo por la plaza del pueblo o a la entrada del colegio.
El enfoque del para qué influye en la selección de itinerarios lectoescritores que entronquen con las necesidades vitales de la infancia y adolescencia con la que habitamos las aulas. En un marco ideológico repetido que se nutre de la generalización manida de que ya no se lee como antes, el papel de la educación literaria actual trata de contribuir a la conformación de una identidad lectora propia para cada joven estudiante, como mismo se conforman otras identidades en un mundo que pretende ser cada vez más respetuoso con la diversidad.
Sería popular que defendiera en estas líneas la versión del cataclismo educativo que dice que la juventud actual ya no lee ni evidentemente se interesa por escribir, que el nivel desciende hasta el Averno o que es imposible mandar como lecturas obligatorias los clásicos que, supuestamente, leíamos antes. Claudicar ante ese marco aplaudido nutrido de experiencias particulares y sesgos es fácil. Sin embargo, una visión problematizadora de la situación de la cultura y la educación literaria nos interpela en torno al sentido de lo que hacemos en clase con un libro, un fragmento, un autor, un estilo, un tópico o un tema literario. ¿Qué literatura queremos enseñar y cómo queremos enseñarla?
Decía Michèle Petit que “quizás no hay peor sufrimiento que estar privado de las palabras para darle sentido a lo que vivimos”. La literatura dota de palabras y sentido a las experiencias de las generaciones que serán los adultos del mañana, por lo que es incalculable su valía. Y lo es más para aquellas personas que solo tienen la posibilidad de alcanzar una porción valiosa de capital cultural en lo que la escuela les puede dar.
La cuestión que lo pone todo patas arriba es saber si somos capaces de repensar la enseñanza de literatura. Cuestionarnos si hemos “matado” potenciales lectores con nuestro afán por imponer libros, fiscalizar mediante exámenes la comprobación de si se ha leído, la preponderancia de un enfoque historicista de la realidad literaria o la decisión de castigar por no leer libros concebidos en origen como experiencia de deleite.
La literatura es una experiencia estética, pero también social. Los significados se construyen de forma compartida, como ocurre cuando salimos de una sala de cine y comentamos las impresiones surgidas del visionado de una película. Multitud de estudios sobre didáctica de la literatura hablan del beneficio del sentido comunitario del acto de leer y compartir lo que se lee, además de lo importante que es desarrollar sentido de la pertenencia en torno a un texto. En ese camino transitan muchas experiencias escolares recientes en donde se rescatan tertulias literarias o clubes de lectura.
Poner a nuestros estudiantes a juzgar las decisiones de la Antígona de Sófocles o a relatar las vicisitudes de Lázaro cuando se casa y alcanza la aparente prosperidad tras deambular por la pobreza. Actualizar en pequeños grupos el Infierno de Dante con personajes de nuestra era condenados por sus pecados, como hace poco hicieron estudiantes de mi centro. Construir de forma colectiva murales donde situar obras junto a imágenes que ilustran el contexto social o político en el que se escribieron, como proponen Ángeles Bengoechea, Guadalupe Jover, Rosa Linares y Flora Rueda, del Grupo Guadarrama. Crear, uniendo voces de diferentes alumnas o alumnos, un itinerario de logros personales o sociales de Nora tras abandonar a su marido en el final de la obra Casa de muñecas, precursora del feminismo literario.
“No creo en la separación. No somos individuales”, plasma Virginia Woolf en Las olas. Al igual que muchos ejemplos de lectura y escritura tienen mucho de colectividad, de construcción de significados en movimiento, nuestra tarea de repensar la enseñanza de literatura se asemeja mucho a ese fluir de la conciencia, a semejanza de las técnicas revolucionarias de experimentación literaria a inicios del pasado siglo. Porque remover el sentido de lo que hacemos y cómo lo hacemos tiene mucho de provocador, de reconstrucción, de choque, revisión y debate sosegado.
Aquí no hay nada escrito ni ninguna verdad es inmutable. Les invito a pensar, a imaginar y a situarnos. A ver el aula siempre como una posibilidad, y cada sesión de clase como una experiencia fundacional para darle sentido al acto de vivir, que tiene mucho de literario. Todo ello a partir de lo que realmente significa “interrogar”: situarnos en medio de para buscar preguntas, encontrar la verdad como si fuésemos el protagonista de El nombre de la rosa.
Porque repensar la educación literaria tiene mucho de ir a la contra para entendernos mejor, comprender dónde hemos errado y empezar a escribir nuestros propios libros, invitando a cualquiera que nos rodee a ser partícipe de lo que en el fondo es un acto sumamente democrático: enseñar o aprender literatura. Crear juntos literatura. Ser un personaje más.