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En el curso 1960-61 preparé y superé el examen de ingreso al bachillerato, cosa que hicimos 158.837 niñas y niños españoles. Teniendo en cuenta que en 1951 el total de nacimientos ascendió a 567.474, esa cifra representaba una proporción del 28,0% de los nacidos diez años antes. En el curso siguiente comencé mis estudios de bachillerato, que se extendieron por espacio de siete años y finalicé en junio de 1968. Por lo tanto, ese recorrido educativo se inscribe plenamente en la segunda fase del franquismo, en la que el nacionalcatolicismo iría dando paso, aun sin desvanecerse completamente, al periodo tecnocrático. Por lo tanto, mi memoria escolar está plenamente asociada al franquismo.
He comenzado hablando de cuando inicié el bachillerato porque, en realidad, nunca pisé una escuela primaria propiamente dicha. La legislación educativa entonces vigente, anterior a la Ley General de Educación (LGE) de 1970, configuraba un sistema educativo que Manuel de Puelles ha llamado bipolar y que estaba longitudinalmente escindido en dos trayectorias ascendentes paralelas claramente diferenciadas. Los hijos de las familias del medio rural (por ejemplo, mis primos del pueblo turolense de mi familia materna) y de las clases subalternas del medio urbano iban a la escuela primaria, donde permanecían, en el mejor de los casos, hasta los catorce años, siendo lo habitual que la abandonasen con anterioridad, puesto que existía un abundante trabajo infantil, fuese formal o informal. Después de ese tiempo estaban destinados al mundo laboral y los más privilegiados de ellos a cursar enseñanzas profesionales o técnicas, algunas de ellas con buena consideración, pero de escasa cobertura. Los hijos de las clases medias y altas del medio urbano y algunos privilegiados del medio rural (escasamente dos o tres de mis muchos primos del pueblo) se preparaban para entrar en el bachillerato a los diez años y luego lo cursaban en institutos o colegios específicos (algunos en seminarios menores provinciales, aunque nunca siguiesen después una carrera eclesiástica). Tras ese periodo nos esperaba la universidad a los que habíamos tenido éxito en el bachillerato y, a los que no, el reenganche en esas otras vías profesionales o técnicas consideradas de segunda categoría, cuando no el acceso a algún puesto de trabajo.
Algunos de mis profesores y varias de esas experiencias contribuyeron notablemente a mi formación personal, intelectual y ética desde una perspectiva crítica, social y políticamente comprometida
Así pues, mis primeras experiencias escolares, que recuerdo como gratificantes, se desarrollaron en cursos denominados de “parvulitos”, “párvulos” o “elemental” (las clases anteriores al bachillerato de mis hermanas, en un colegio de monjas, tenían nombres más pintorescos, de santos). Era aquel un colegio religioso al que asistíamos mayoritariamente hijos varones de profesionales liberales, cuadros de las empresas españolas y altos funcionarios. Aunque se pudiese considerar un colegio de élite, no era excesivamente exclusivo; a fin de cuentas, el 36,2% de los estudiantes de bachillerato lo cursábamos en colegios religiosos, lo que implicaba una cierta amplitud social. Por otra parte, mi colegio, al igual que algunos otros, aunque atendía a hijos de las clases medias y altas, no se podría calificar de reducto ideológico franquista. Los aires del Concilio Vaticano II que se respiraban en la Iglesia católica llegaban también allí. Algunos de mis profesores fueron católicos comprometidos en diverso grado con la resistencia antifranquista, religiosos vaticanistas o incluso curas obreros. También pude vivir experiencias educativas enriquecedoras, por ejemplo, en la práctica intensiva del deporte o en las actividades de los boy scouts. Debo reconocer que algunos de mis profesores y varias de esas experiencias contribuyeron notablemente a mi formación personal, intelectual y ética desde una perspectiva crítica, social y políticamente comprometida. Sin algunas de las enseñanzas que recibí en aquellas aulas y en aquel entorno formativo me habría costado más adoptar algunas de las decisiones que tomé en mi periodo universitario.
El hecho de ser un alumnado exclusivamente masculino nos marcó también. Algunos de los rasgos machistas de nuestra sociedad se forjaron o se reforzaron en esos entornos. Entiéndaseme bien, no quiero decir que la enseñanza que recibimos fuese declaradamente machista o antifeminista, pero el ambiente masculino que respirábamos a diario dificultaba la construcción de personalidades abiertas a relaciones igualitarias entre géneros (aunque personalmente tuve la fortuna de vivir en un medio familiar con alta presencia femenina, lo que siempre he agradecido por lo que allí aprendí). Las chicas, las mujeres, eran las otras, desconocidas, deseadas, infravaloradas o sorprendentes. He podido reconocer los rastros de esa formación en mi vida y en la de muchos de nosotros durante muchos años. Y ese entorno exclusivamente masculino incluso llegaba a favorecer algunos comportamientos agresivos, intolerantes o acosadores. No puedo decir en rigor que fuesen muchos, pero a veces resultaban claramente identificables y se hacían presentes entre nosotros, pese a los esfuerzos que hicieron muchos de nuestros profesores por evitarlos.
Lo que más me llama la atención es el carácter claramente selectivo que tenía aquella etapa de formación
Pasados los años, he podido reflexionar sobre mi experiencia escolar y lo que más me llama la atención es el carácter claramente selectivo que tenía aquella etapa de formación. Sin embargo, no es un rasgo que todos mis antiguos compañeros hayan reconocido abiertamente tras aquellos años. De hecho, alguno me ha llegado a comentar que, en su memoria, una característica de nuestro tiempo escolar es que todos estudiamos el bachillerato. Creo que se le olvidó añadir que éramos todos nosotros, pero no los otros. Y es que, cuando uno echa la mirada hacia atrás, con el propósito de revivir nuestra experiencia escolar, como es el propósito de estas líneas, se corre siempre el riesgo de caer en el sesgo del superviviente, de creer que las cosas fueron mejores de lo que efectivamente fueron o, dicho de otro modo, de edulcorar los recuerdos. Y ese riesgo es aún mayor cuando uno ha tenido una experiencia escolar exitosa, como fue el caso de muchos de esos nosotros.
Mi curiosidad por explorar ese proceso de selección me llevó a bucear en los datos del Instituto Nacional de Estadística (Anuarios estadísticos y Estadísticas de la enseñanza en España), alcanzando resultados de gran interés. Ya he mencionado el escaso número que comenzamos aquella trayectoria en 1960-61. Además, en 1964-65, cuando cumplíamos catorce años, estábamos matriculados 132.539 estudiantes en el cuarto curso del bachillerato general y aprobamos el grado elemental un total de 76.850; esas cifras representan respectivamente el 23,4% y el 13,5% de los nacidos en 1951 (aunque hubiese quienes aprobasen ese año con más de catorce años, también habría quien lo haría en años posteriores, por lo que la cifra vale como aproximación razonable). En el curso 1967-68 éramos 34.927 los matriculados en preuniversitario; aunque no hay estadísticas de los aprobados ese año en la prueba de madurez, tomando como referencia la proporción del curso anterior, debimos ser unos 15.330, lo que representa un 2,7% de los nacidos en 1951. Es cierto que habría que añadir las cifras del bachillerato laboral y técnico, que se puso en marcha en los años cincuenta, pero su matrícula en 1967-68 apenas llegaba al 4% del bachillerato general. Como puede apreciarse, las cifras, escandalosas para nuestra sensibilidad actual, hablan por si solas.
Estas cifras tan bajas se explican por el abandono del Estado franquista de su responsabilidad en materia de educación y su transferencia a la Iglesia católica y a la enseñanza privada: en 1961-62 tan solo el 16,5% de los estudiantes de bachillerato asistían a institutos oficiales. Claro es que en 1939-40 había en España 113 institutos de bachillerato y en 1960-61, veinte años después, tan solo un total de 120. El resultado de ese proceso fue la caída en picado del alumnado de la enseñanza oficial y el crecimiento abrumador de la enseñanza católica y la privada. Esa tendencia comenzaría a cambiar con la necesidad del franquismo tecnocrático de contar con una mano de obra más formada y se plasmó en la aprobación de la LGE en 1970, lo que hizo al Estado invertir más en la enseñanza pública. Así, la proporción de alumnado oficial del bachillerato general que había en 1940-41 (34,1%) disminuyó de manera continuada hasta 1957-58 (15,4%) y luego volvió a ascender paulatinamente, superándose la de 1940 en el curso 1970-71 (35,6%). Cuando yo acababa de terminar el bachillerato comenzaban a notarse nuevos tiempos en la educación.
La universalización de la enseñanza secundaria es uno de los rasgos más característicos y audaces del proyecto educativo moderno
Como puede fácilmente apreciarse, el rasgo más característico de aquel bachillerato que yo viví era su carácter selectivo, que continuaría vigente hasta que la LGE de 1970 viniese a abrir la nueva etapa de educación para todos, que se completaría ya en los años finales del siglo. Ese carácter selectivo gravitaría sobre los proyectos de ampliación de la escolarización secundaria que representaron la LGE y la LOGSE y aún llegan a nosotros sus ecos. En mi opinión, la universalización de la enseñanza secundaria es uno de los rasgos más característicos y audaces del proyecto educativo moderno. No sé si la etapa anterior, la que yo viví y he rememorado brevemente, es esa supuesta etapa educativa dorada que algunos consideran que hemos arrumbado negligentemente y a la que deberíamos volver cuanto antes. Debo decir que, cuando he tenido ocasión de encontrar algunos apuntes míos de aquella época escolar, he podido comprobar que el nivel de nuestros estudios no era exactamente el que a veces se imagina (¡ay, el sesgo del superviviente!). Sinceramente, tras haber vivido y analizado la realidad escolar de aquella época, no puedo estar en absoluto de acuerdo con tales espejismos.