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Comienzo estas líneas compartiendo una paradoja: mientras seguimos defendiendo la necesidad de fomentar la lectura, basta un simple vistazo a las novedades editoriales de los últimos años para percibir, tras la miríada de libros que incluyen en su título las palabras “biblioteca” o “librería”, síntomas claros del prestigio de que sigue gozando la lectura en nuestros días.
Y, sin embargo, al contrario de lo que ocurre con ese otro gran invento que es la lavadora, seguimos necesitando publicitar y fomentar la lectura, particularmente la de los libros, recordando una y otra vez sus beneficios personales y sociales, las alegrías y maravillas que esperan a toda aquella persona que se decida a franquear sus páginas, o el peligro apocalíptico que amenaza a un mundo que sustituya los viejos libros por los nuevos cachivaches.
Por ello, una y otra vez, surgen formulaciones que vuelven a insistir en la razón de ser de la lectura o a intentar expresar la inefable complejidad de la experiencia lectora. En ese empeño, no es extraño que se recurra a metáforas de innegable fulgor y, solo a veces, cierta cursilería.
En su último libro, Esta cosa de tinieblas, Mar García Puig nos invita a reparar sobre la poca atención que prestamos a las metáforas que nos rodean y que, según la autora, nos ayudan a crear “colectivamente una compleja red de significados que tienen consecuencias directas en nuestra forma de vivir”.
“Leer es siempre una expedición a la verdad”, escribió Franz Kafka.
“Leemos para saber que no estamos solos”, sostiene C. S. Lewis en La experiencia de leer.
“Leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”, pronunció el recientemente fallecido Mario Vargas Llosa, en el mismo discurso de recepción del premio Nobel en el que calificó el aprendizaje de la lectura como “la cosa más importante que me ha pasado en la vida”.
“Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse”, afirma a su vez, Antonio Basanta en Leer contra la nada.
Por último, en un pequeño fragmento de Las ocasiones, reciente libro de Rubén Lardín, encontramos la siguiente reflexión: “La escucha y el diálogo que es la lectura ya había ido modulando mi percepción del mundo, en ocasiones me había ofrecido herramientas para comprenderlo -y para combatirlo- o en su lugar para aceptarlo de manera provisional, a la espera de soluciones”.
La lectura se convierte en instrumento esencial para dar forma al mapa de nuestra trayectoria
Estas metáforas y reflexiones, entre otras tantas, se superponen en un imaginario en el que la lectura se convierte en instrumento esencial para dar forma al mapa de nuestra trayectoria, de nuestro paso por el mundo (de nuevo una metáfora).
La escuela debe sumarse a este festín metafórico y convertirse sin demora en el hogar de la lectura, protegiéndola y cuidándola con el esmero con que cuida a sus pupilos y pupilas. Para ello, resulta imprescindible que vuelva a pensar su relación con la lectura y haga frente de manera decidida a los desafíos que esta plantea hoy.
El primer desafío tiene que ver con el concepto de lectura obligatoria. Y en este aspecto nos acogemos a la rotundidad de Borges: “Creo que la frase lectura obligatoria es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obligatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la buscamos. (…) La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer.”
De la otra infamia asociada a la lectura obligatoria: “los exámenes de lectura”, ni hablemos. No malgastaré caracteres en ello.
Otro desafío, ya longevo, pero lento en su desarrollo, es el de la configuración de un nuevo canon de lectura escolar, que definitivamente renuncie a las pretensiones enciclopédicas y los efluvios decimonónicos de la historia literaria entendida como fundadora de la identidad nacional, para dar cabida, por fin sin complejos, a la literatura juvenil, a la literatura universal, a las lecturas vernáculas, a los subgéneros literarios, a los clásicos de la oralidad y tantas otras fuentes de las que puede beber un canon que quiera acercarse a las expectativas reales de nuestro alumnado.
Para tratar otro de los desafíos, el papel de los clásicos dentro de ese canon escolar, nos apoyaremos en la siguiente declaración de Ortega y Gasset: “No hay más que una manera de salvar al clásico: usando de él sin miramientos para nuestra salvación –es decir, prescindiendo de su clasicismo, trayéndolo hacia nosotros, inyectándole pulso nuevo con la sangre de nuestras venas”.
Puede que sea el momento de iniciar en la escuela un proceso de desacralización de la literatura
Las palabras de Ortega nos dan pie para reflexionar sobre la pertinencia de afrontar el fomento de la lectura, no poniendo el foco principal en el prestigio de las obras leídas, sino centrándonos en la relación significativa que el lector establece con cada una de ellas, que es la verdadera razón de ser de la didáctica de la Lengua y la Literatura, a diferencia de la de la Filología -que se interesa principalmente por el texto en sí, que siendo esencial, no puede convertirse en el fin último de la educación literaria de la enseñanza obligatoria.
Por todo ello, puede que sea el momento de iniciar en la escuela un proceso de desacralización de la literatura, esforzarnos para que deje de ostentar tanta autoridad moral y de infundir tanto respeto: acabar con el prosacentrismo; seducir a todas las áreas y materias para que nos muestren la belleza de sus textos; practicar el mestizaje; mezclarnos con otros géneros y medios, con lo popular, con lo multimodal…; abandonar esa jerarquía que pone a la literatura por encima del teatro, del cómic, del cine, de la danza, manifestaciones artísticas y medios de expresión que a menudo se han entendido desde las materias lingüísticas como meros recursos de apoyo; reivindicar una generosa mirada cultural e integradora que sitúe los textos literarios en pie de igualdad con otros textos, otras formas de expresión y otros lenguajes. Lejos de considerar que ello banaliza los contenidos literarios, creo firmemente que la revelación de los vasos comunicantes que relacionan entre sí formas de expresión diferentes contribuye con eficacia a ese gran objetivo de recrear los clásicos, suministrándoles la “sangre nueva” de la que hablaba Ortega.
Es ahí donde emerge la dimensión interpretativa de la lectura, esa que permite que los textos clásicos se transformen en modernos, porque los leemos desde nuevos contextos receptivos, filtrándolos a través de nuestras preguntas y obsesiones.
Mediación frente a animación lectora
Todos estos retos, y más, deben ser confrontados por la escuela bajo el paraguas de la denominada “mediación lectora”, un concepto que reúne una heterogénea suma de estrategias y recursos llamados a reforzar la competencia lectora de nuestro alumnado, ofreciéndole andamios lingüísticos y de comprensión lectora, prácticas que facilitan la conversación y la construcción colectiva del sentido de los textos o reuniendo textos diversos en marcos conceptuales que favorecen su relación con las ideas y preocupaciones de la sociedad contemporánea.
La mediación lectora muestra una vocación de permanencia que se apoya, en mi opinión, en dos herramientas principales: la conversación lectora y los itinerarios de lectura
Felipe Munita, en Yo mediador, explica con claridad la deriva entre los conceptos de animación y mediación lectora: “La idea de animación ha sido poco a poco superada a partir de la constatación de sus limitaciones, entre las cuales podrían destacarse lo efímero de sus actuaciones, cierto carácter homogeneizador de sus prácticas, y una tendencia a poner en juego formas de espectacularización de la lectura que no necesariamente llevan a establecer relaciones duraderas y profundas con los textos”.
Frente a esa animación puntual, la mediación lectora muestra una vocación de permanencia que se apoya, en mi opinión, en dos herramientas principales: la conversación lectora y los itinerarios de lectura. Ambas se sustentan en la idea común de que no podremos lograr una mejora sustancial de los procesos de lectura si esta no es adecuadamente mediada por estrategias que acompañen y enseñen a leer al alumnado.
La idea de conversación lectora surge de uno de los referentes fundamentales en el ámbito de la mediación lectora: Aidan Chambers y su libro Dime, que trata de cómo ayudar a los niños a hablar sobre libros a través de preguntas que les invitan con gentileza no solo a comentar lo que han leído sino también a escuchar bien lo que otras personas dicen sobre lo que han leído. Con este libro mítico, se funda toda una tradición consagrada al arte de hacer preguntas.
Por su parte, el itinerario lector es una estrategia didáctica para la formación de lectores, que permite la planificación de rutas de lecturas, por medio de la selección mediada de diferentes tipos de textos que logran relacionarse entre sí, a partir de criterios específicos o en torno a un eje temático que los vincula. A través de esta estrategia, las y los estudiantes tendrán la posibilidad de apropiarse de los diversos tipos de textos y de establecer relaciones concretas que les permitan reflexionar sobre cómo sus propias experiencias cobran nuevo sentido al confrontarse con los textos propuestos.
Llegados a este punto, se trata, en definitiva, de ir a la raíz y preguntarnos ¿por qué debemos seguir fomentando la competencia lectora y la educación literaria en la escuela? La respuesta, a mi modo de ver, apunta, más allá del innegable beneficio que supone para el éxito del sistema educativo cualquier mejora en la competencia lectora del alumnado, a dos retos de calado más trascendente y social.
En primer lugar, el sistema educativo está obligado a garantizar que todo el alumnado disponga al menos una vez en su vida de la oportunidad de acceder a los infinitos mundos que nos abre la lectura y la literatura, independientemente de que hayan tenido o no la suerte de nacer en un hogar con referentes lectores.
El segundo reto es el de entender que, como afirma Vicente Luis Mora, “la lectura tiene su propia gramática. Y esa gramática se aprende, como todo lenguaje, en comunidad.” En ese sentido, los centros educativos deben apostar decididamente por la lectura colectiva, entendida esta como un acto revolucionario que se opone a las imposiciones del individualismo.
En esa misma línea se ha pronunciado recientemente Irene Vallejo: “Los clubs de lectura son una reacción al pragmatismo imperante. En un mundo donde todo se mide por el resultado, hay grupos de personas que se reúnen a hablar de libros. Eso me parece una forma de resistencia”.
Una de las formas más efectiva de profundizar en la comprensión de un texto es a través de la suma de las comprensiones de nuestros iguales
Porque, como sabe todo lector, la lectura no solo no nos aísla de los demás, sino que nos aproxima a ellos. C. S. Lewis supo decirlo con brillantez: “La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus privilegios (…) me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser más yo.”
La escuela no puede dar la espalda a esta realidad y es preciso que adopte la experiencia de los clubs de lectura para integrarla en la práctica docente, no en vano, en ellos se demuestra que una de las formas más efectiva de profundizar en la comprensión de un texto es a través de la suma de las comprensiones de nuestros iguales.
Mi modesta proposición es que para incrementar el atractivo de la lectura entre nuestro alumnado, quizás nos convenga vincularla a esa idea de resistencia, aunque para ello tengamos que convertirnos en posibilitadores, stalkers, agentes encubiertos y conocedores de que, como señala Antonio Basanta, “leer es sabernos parte de la larga secuencia de la humanidad. Que ni somos los primeros ni somos únicos”.