Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
Hace unos días, mientras preparaba mi primera colaboración del nuevo ciclo escolar para El Diario de la Educación, leí un tuit de Mariano Narodowski. Dice, palabras más, palabras menos, que el problema de la educación en su país, Argentina, no es técnico sino político, que no es de diagnósticos y que observar los cambios no precisa veinte años. El exministro de Educación en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, profesor de la Universidad Di Tella, es un incitador constante a reflexionar desde ángulos invisibles para muchos. Su mirada es al mismo tiempo panorámica e inquisitiva. De acuerdo o en desacuerdo con sus posturas, leerlo siempre es vivificante. Hice a un lado el texto que organizaba y tomé el hilo sugerido.
El pronunciamiento de Narodowski me sirvió como disparador para pensar en la educación en América Latina o, más modestamente, en México. El enunciado es provocador: ¿la educación es un asunto técnico o un problema político? Es profundo. Podría ser tema de tesis doctoral. Paulo Freire, nuestra referencia más emblemática en el mundo, no dudaba: la educación es sustancialmente política y adjetivamente pedagógica. Siendo así, entonces, la gestión de los sistemas y proyectos educativos está condicionada por lo político, con sus indispensables contenidos pedagógicos y técnicos.
Un racimo de interrogantes me parece central en este planteamiento inicial: ¿es que ya no necesitamos diagnósticos? ¿Tenemos el mapa claro para salir del hoyo? ¿Quién lo tiene: gobiernos, expertos, docentes, investigadores, directores escolares?
La educación: problema pedagógico
Mirar la educación desde el ángulo pedagógico significa reconocer que se juega fundamentalmente en las aulas, en los patios escolares, en las relaciones entre maestros, estudiantes y familias. De alguna manera, circunscribe el efecto educativo al territorio escolar. Los problemas pedagógicos se visibilizan en las desigualdades de la comprensión lectora, la falta de metodologías activas, la precariedad de la formación docente, el aburrimiento de los estudiantes, la distancia entre lo que dicta el currículo y lo que sucede en la práctica cotidiana.
En América Latina abundan diagnósticos sobre estas carencias: evaluaciones internacionales, informes de organismos multilaterales, balances institucionales, aportes de académicos. Señalan deficiencias en aprendizajes, debilidades en formación de profesores, carencias de recursos, entre otras zonas críticas. Pero aunque necesarios, los diagnósticos son insuficientes. Es una etapa imprescindible, pero no basta, frente a la urgencia de transformar los sistemas educativos. Pueden describir síntomas, pero no transforman la realidad de fondo. La pedagogía, sin proyectos políticos coherentes y sustentados, se reduce a innovaciones aisladas o modas pasajeras.
Tiene razón Narodowski. Sí, aunque no puede generalizarse. En México, por ejemplo, no tenemos una radiografía de lo sucedido con los aprendizajes luego de la noche pandémica por Covid 19. Ni frente al gravísimo problema del abandono escolar en la llamada “educación media superior”, la educación secundaria en otras latitudes. Nosotros sí necesitamos diagnósticos.
También los requerimos en una dimensión territorial o geopolítica que casi siempre es invisible o insoslayable: a nivel de comunidades o municipios poco se avanza en comprensión e intervención. Y las peculiaridades son inocultables, con sus diferencias. No son las mismas condiciones en la capital del enorme estado mexicano de Chihuahua (más grande que Bélgica, Portugal o Suiza; la mitad del territorio español) que en las comunidades de las sierras que habitan los indígenas raramuris; las de Oaxaca capital o la mayoría de sus 570 municipios. Así, en cada parcela del territorio mexicano. Y podríamos afirmar lo mismo en Argentina, Chile, Brasil o Colombia.
La educación como problema político
Aquí radica el nudo más complejo. La educación no se despliega en un vacío: responde a decisiones de Estado, a correlaciones de fuerzas sociales, a intereses económicos y de gobiernos. Tiene un horizonte social complejo, historias singulares, una imagen de ciudadanos para el futuro.
La distribución del presupuesto, los planes de estudio, la orientación de las reformas, los modelos de evaluación, la formación docente, todo está condicionado por el poder. Los seres humanos, afirma Paulo Freire en “La naturaleza política de la educación” estamos condicionados, pero no determinados. Tenemos márgenes de decisión y la posibilidad de decir “no”, o de imaginar alternativas.
Hablar de educación como problema político implica reconocer que cada sistema escolar encarna un proyecto de sociedad. La pregunta es: ¿qué sociedad queremos formar? ¿Qué significa educar en el siglo XXI? Una que reproduzca la desigualdad, la obediencia y la precariedad, u otra que apueste por la justicia, la participación y la emancipación. ¿Una que pretenda conservar las desigualdades del futuro, disfrazándolas, u otra que se proponga concretar un inédito viable, en palabras de Freire?
En América Latina, la disputa es feroz. Gobiernos que reducen la educación a cifras de eficiencia y empleabilidad conviven con comunidades que la entienden como derecho humano y bien común. No es casual que las huelgas magisteriales, las reformas educativas y las luchas por la gratuidad universitaria hayan sido, en las últimas décadas, algunas de las expresiones políticas más intensas de nuestros países.
Conclusiones: crítica y esperanza
El tuit de Narodowski abrió una provocación que vale la pena prolongar. Necesitamos diagnósticos de aspectos puntuales, en algunas zonas, pero aún más, escasean proyectos; sobre todo, voluntades políticas, la construcción de condiciones distintas para resultados mejores.
La educación, entendida como política pública, no se resuelve únicamente en manuales pedagógicos ni en planes de mejora escolar; exige una visión de país, una definición ética y política sobre el tipo de ciudadanía y humanidad que queremos construir. Un ejercicio docente con claridad de sus sentidos político y pedagógico.
Paulo Freire nos recordaba que la educación nunca es neutra. Puede domesticar o liberar, reproducir o transformar, o un poco de todo ello. En este punto la crítica es ineludible: en demasiados rincones de América Latina los proyectos educativos han estado subordinados a intereses de corto plazo, a cálculos electorales e inercias burocráticas. Esos límites duelen, y reconocerlos es el primer paso para superarlos.
También hay razones para la esperanza, aunque sea cauta. En aulas rurales y urbanas, en escuelas comunitarias y universidades públicas, florecen prácticas que muestran que otra educación es posible: maestros que dignifican su oficio, estudiantes que se organizan para defender el derecho a aprender, comunidades que hacen de la escuela un espacio de vida colectiva. Es ahí donde la pedagogía encuentra su fuerza y la política su sentido.
La disyuntiva no es técnica contra política, sino técnica al servicio de un proyecto político de justicia educativa. Lo mismo podríamos afirmar de la tecnología. La apuesta, en última instancia, no puede ser otra que construir sistemas escolares donde los diagnósticos sirvan, donde los proyectos políticos y pedagógicos nos devuelvan la convicción de que educar es, todavía, un acto de fe en el futuro y una construcción ineludible en el presente.