Tengo ante mí un libro de esos que leerlos e interpretarlos constituye una tarea gratificante y a la vez compleja, pues siempre quedará incompleta. Primero porque su autora es de esas personas imprescindibles para desentrañarnos el asunto de la sostenibilidad, porque cada cosa que dice o plantea sobre la educación socioambiental y sus aledaños merece un estudio pormenorizado. En segundo lugar porque uno guarda una cierta relación con ella aunque no sea muy estrecha en lo personal. Esto tiene sus ventajas porque permite un distanciamiento crítico al interpretar lo que sostiene. En tercer lugar, y quizás sea el más importante, es que parte de un axioma que llevamos mucho tiempo defendiendo en el entorno educativo: todo ser vivo, incluidos el alumnado y el profesorado, necesita recorrer un proceso formativo (educativo) que le lleve a aprender a vivir; que como finalidad principal tenga la supervivencia en condiciones dignas de los seres vivos y el planeta que los cobija. Por todo esto es un libro para leer subrayando, para componer una educación diferente copiando, hay que decirlo así, sus valiosas aportaciones.
El reto que formula la autora se podría condensar en que urge construir un mundo en el que todas las vidas, en su rica biodiversidad compartida, importen. Pero claro, el asunto choca bastante con la educación tradicional. La educación emancipadora que ella promueve entra en contradicción con el pasado y su reproducción pedagógica mayoritaria en la actualidad. Por esta razón, estamos con ella en la creencia de que si el mundo es tan cambiante y complejo la educación no puede quedarse con lecturas simples. Si así se promueve no nos quepa la menor duda de que entrará en conflicto con lo que hasta ahora ha sido tradicional; deberemos acopiar compromiso educativo frente a los opositores a todo cambio. Ese sistema de organización conceptual debe entender la velocidad de los cambios y estar atento a que algunas señales que emiten riesgos varios no son percibidas acertadamente, ni por quienes gobiernan ni por las sociedades expuestas. Y entre medio la escuela.
Pero no se queda en la mera formulación. Proporciona estímulos suficientes para que la imaginación transite hacia nuevos horizontes, porque hay mucho sobre lo que (re)pensar para (re)conducir la forma actual de vivir, en común con las desigualdades aminoradas. Esta cuestión puede llevar más o menos tiempo, pero apuesta una y otra vez por construir una educación comprometida que capacite a las personas para que comprendan los grandes desafíos actuales y sean capaces de organizarse y educarse para afrontarlos. Avisa de que este tipo de educación puede convertirse en una estrategia inadaptativa, en un problema para la administración actual, para la organización clásica de los centros escolares. A la vez, lamenta que se descargue en la escuela la solución a todos los males y, consiguientemente, la culpa de no resolverlos. Ejemplos leemos y escuchamos cada día, provenientes muchas veces de quienes más responsabilidad tienen en que las cosas sigan como están. La lectura invita a pensar, a imaginar situaciones vividas. En eso la autora tiene una maestría largamente demostrada. En sus charlas, debates o escritos da detalles que demuestran, como ella afirma, que los contextos educativos están divorciados de los reales. Y lo hace con una fluencia reposada, como la de aquel río colectivo que sin hacer ruido alimenta la vida.
Sorprenderá a alguien el papel que asigna a los ecofeminismos –una cosmovisión alternativa a la actual- para repensar la sostenibilidad de la vida, pero como bien afirma no se trata de un simple híbrido, sino que anima un enfoque que, a partir del diálogo, descubre aspectos inéditos de esta relación y perspectivas enriquecedoras. Como esa que desmenuza que somos seres vulnerables, necesitados e interdependientes. Por eso la vida humana no se sostiene sola; hay que mantenerla viviente y comprometida, pues siempre estará sometida a incertezas. En este momento la vida global padece una compleja crisis ecosocial en la que la humanidad colisiona con la naturaleza; mal asunto. Puede que la condicione demasiado la relación entre energía y clima; llamémosle sin tapujos crisis climática, aunque también haya tenido efectos colaterales en la pérdida de la biodiversidad, en el aumento de las desigualdades sociales y de la inequidad. Avisa de que no será fácil recomponer el asunto pues habrá que empezar criticando nuestra propia cultura, con una economía que se opone a la sostenibilidad de la vida. Así pues, la educación es más necesaria que nunca en tiempos bélicos que atacan a la vida. Pero sirve cualquiera. Precisamos una escuela global que congenie con una nueva cultura de la Tierra, subsanando previamente el analfabetismo ecológico y la invisibilidad de las relaciones. Para lo cual habrá que encontrar los saberes que acercan, que no aseguran porque tendremos delante muchos opositores, la sostenibilidad de la vida.
Dado que la economía decrecerá materialmente, por las buenas o por las malas, hay que buscar unos principios de suficiencia (vivir sin derroches) y esforzarse en aprender a repartir la riqueza y las obligaciones frente a las desigualdades. En cierta manera es una aproximación a un principio de cuidados que necesita el conocimiento más objetivo del escenario llamado Tierra y que se sustenta en una serie de claves pedagógicas que casi pocos docentes pondrían en duda. Hay que educar, entre otras dimensiones: el sentido de pertenencia a la trama de la vida, para reconocer y aceptar los límites físicos, desde los cuidados y para los cuidados, para el apoyo mutuo y la cooperación, en la responsabilidad y en el compromiso con los derechos y reparo de las riquezas y obligaciones, la libertad consciente de la ecodependencia y la interdependencia, la cultura de la no violencia, la esperanza activa. Variables que en la actualidad no están muy presentes en la escuela, al menos no son reconocidas como argumentos pedagógicos explícitos.
En la parte final comenta algunas herramientas para ponernos en marcha, para desenmascarar ese currículo oculto que da la espalda a la Tierra y a los cuerpos y cambiarlo por otro que ponga la vida en el centro. Algo que ya han hecho y están haciendo grupos de docentes. Habla de muchas más herramientas para llevar a debate en los Proyectos Educativo y Curricular de cada centro. Pero nos parece una optimista reflexiva cuando recapitula diciendo que el conocimiento de que somos vida, sabernos y sentirnos no desemboca necesariamente en acción. Pero sin ser suficiente es condición necesaria.
Como corolario a todo esto pondríamos una de sus últimas reflexiones: la educación puede ayudar a construir utopías, que comienzan a serlo si se construyen desde ahora mismo. En fin, un libro para sentir educación, que deberían leer todos los docentes y debatir sobre lo que en él se dice. A la autora habrá que agradecerle el camino que nos ha trazado para ordenar los pensamientos.