Cualquier docente disfruta con impartir su materia a ese alumnado que capta todo a la primera, que se queda después de la clase hablando sobre aspectos que despertaron su curiosidad, que escribe correos electrónicos con su asunto, saludo, texto y despedida, que muestra interés por ese libro, cuyo título apuntó en un pósit y guardó en su ordenado y preciso cuaderno y que mencionaste en clase de soslayo hace tres semanas.
Por nuestras aulas pasan estudiantes así. Y son mucho más que buenos y buenas en lo suyo. Nos encantan. Nos facilitan el trabajo. Nos honra contar con su presencia en clase. Nos permiten crecernos con despliegues de información que les regalamos y que asimilan extraordinariamente.
Cada cierto tiempo se nos reconoce la labor profesional con trienios y sexenios. Cada cierto tiempo, los astros se ponen de acuerdo y nos regalan la dicha de contar en nuestras clases con alguien a quien se le da tan bien la Lengua como las Matemáticas. Y si, por si fuera poco, cuando a este talento académico envidiable se le suma que es sociable, tiene facilidad para expresarse oralmente sin acaparar ni ensombrecer al resto y está por la labor de echar un cable a quien lo necesita, los docentes no podemos parar de contarnos las fabulosas impresiones de acompañar en el aprendizaje a una persona así.
Lo admito: soy esa tutora que, en un arrebato de entusiasmo, llama por teléfono a las familias de estos chicos y chicas para transmitir que han hecho muy bien lo que sea que hayan hecho. Quienes encajan en este perfil saben que nos vuelven muy fácil una profesión que ya de por sí es complicada. Y yo, situada en medio de las montañas de trabajos, vídeos, entrevistas, textos y exámenes que no he corregido todavía, vislumbro, entusiasmada, un camino prometedor para ellos y ellas. Por eso me roban muchos dieces y muchas sonrisas. También, incluso, pueden llegar a arrancarme una lágrima durante su graduación. Pero hay algo que no me quitarán nunca: el sueño.
Muchos docentes contamos con una perspectiva privilegiada y sesgada por el hecho de ser supervivientes de un sistema que nos benefició y, por ello, no podemos ni imaginar las historias y las barreras de quienes sí me roban el sueño
No me roban el sueño porque el punto de partida de estos estudiantes en la carrera de la vida los sitúa en una situación de ventaja. La mayor parte de las veces –aunque no siempre– cuentan con una familia que impulsa, apoya y apuesta por un futuro en el que progresar en lo académico es primordial. Si estos estudiantes se caen –errare humanum est– tienen a su disposición un arsenal de seguridad con redes, colchonetas, cascos y correas de toda clase, por lo que, mientras se sacuden el polvo, se levantan y siguen su camino.
Muchos docentes contamos con una perspectiva privilegiada y sesgada por el hecho de ser supervivientes de un sistema que nos benefició y, por ello, no podemos ni imaginar las historias y las barreras de quienes sí me roban el sueño. Son estudiantes que, en la escuela, reproducen los mecanismos que han adquirido para adaptarse y sobrevivir –aut neca aut necare– y narran relatos de segregación y violencia en los que su identidad se ha construido en territorios hostiles o, incluso, peligrosos.
Este alumnado hace que nos enviemos innumerables audios de WhatsApp con los que, con afán organizativo, nos contamos las novedades actitudinales, académicas y de comportamiento de estos chicos y chicas. Sus nombres, apellidos y contextos resuenan en nuestros cerebros mucho tiempo después, aunque hayan dejado de ser nuestros estudiantes. En ese entonces, cualquier recuerdo asociado a su ya borroso rostro, se tiñe con un “ojalá le haya ido bien”.
El sistema educativo y, con él, el profesorado, intenta compensar –a veces sin acierto– a quienes, en el juego de la vida, tienen su ficha situada más lejos de la meta que sus contrincantes. Pero me quitan el sueño esos estudiantes que no cuentan con el colchón que amortigüe el golpe de la caída. Fallar conlleva más riesgo si no hay nada que los proteja ante el error.
Dicen los medios de comunicación que, ante todo esto, pronto se enviará a los centros educativos un arsenal de seguridad con redes, colchonetas, cascos y correas de toda clase que podremos ofrecer a ese alumnado. No lo hemos recibido. Mientras tanto, ponemos la señal de «Atención: riesgo de caída». Ojalá pronto podamos instalar otras señales que vislumbren un final feliz para poder, así, recuperar definitivamente el sueño.
2 comentarios
Buenas tardes Patricia, sin duda, lo que transmites en este artículo, es tu profesionalidad incondicional como docente, valorando los aspectos tan variables como reales de tantos chavales que atiendes en clase, con mil historias, todos ellos diferentes, y sabiendo llegar a unos y otros; a «los que no te quitan el sueño» alabando sus méritos, y a los que «desvelan tus noches» poniendo las redes de seguridad que amortigüen ese «riesgo de caída» que en la adolescencia, y en el mundo que nos toca vivir, a los padres si que nos quita el sueño. Muchas felicidades por tu labor diaria, esfuerzo y recompensa en la misma línea de trabajo, familia y docencia en un mismo nivel.
Hola, Raquel:
Muchísimas gracias por leerlo, por dedicar unos minutos a dejar un comentario en este artículo de opinión y por tu apoyo. Me alegra percibir (y saber) que te gustó. Palabras como las que me has dedicado me animan a seguir en esta dirección. Seguimos.
Un abrazo.