Cuando ese espacio físico al que llamamos “aula” es asumido por nuestra sensibilidad y nuestra actitud como un micromundo donde puede ocurrir de todo. Cuando el mundo en que vivimos también es fuente de aprendizajes, de miradas y reflexiones.
Sentir, pensar y actuar como que el aula es un mundo conlleva dejar de pensar en un espacio que es solo para transmitir información. Deja de ser exclusivamente un lugar didáctico para convertirse en un territorio cultural y ético. Ese en el que el mundo humano se sintetiza. Vivimos en el aula como somos, como debemos o como anhelamos vivir en el mundo.
Cuando nuestra comprensión de la realidad supera la indiferencia y se convierte en una curiosidad profunda, en un pensamiento crítico e interesado sobre las angustias, las cosas que vive la gente, cercana o lejana, entonces eso se transfiere al aula y nos hacemos parte de esos humanos que se inquietan por lo que el planeta está sufriendo. O por las maravillas que hay.
Hacer del aula un mundo es hacer de la tarea docente un proyecto de vida que busca enfrentar las dificultades globales desde la acción local en el aula. Algo así como trascender la indignación, el discurso de queja sobre lo que sucede en la realidad y actuar de manera siempre crítica, pero profunda e incidente en ese contexto tan cercano, íntimo y propio del aula. Ser y actuar en el microcosmos pedagógico como deseamos ser y actuar en el planeta en que vivimos es hacer del aula un mundo. Por ello es tan importante tener muy claro que nuestra incidencia histórica empieza en el día a día del aula, en el cual nuestra responsabilidad como educadores es muy grande y seria.
Por eso, cuando a ese pequeño espacio lo amamos y lo vemos con ética y compromiso político a favor del cambio, lo hacemos nuestro mundo; el mundo en que sí podemos influir. Cuando nuestra labor educadora siente que en ese mundo tiene todo su espacio para actuar con profundidad, el aula empieza a vislumbrar el mundo que construimos en nuestro horizonte mental, emocional y sociopolítico.
La urgencia del pensamiento crítico, pero también de la movilidad hacia esfuerzos que realizan hombres y mujeres para transformar la realidad en que vivimos globalmente, hace que la mirada de educadores sobre el mundo lo convierta en una gigantesca aula. Hacer de todo lo que ocurre, a pocos metros o miles de kilómetros, un motivo de reflexión, de sensibilidad, de empatía y de posicionamiento personal y colectivo, termina siendo el más importante esfuerzo educador a favor de la vida, la democracia y los derechos humanos. Es aquí donde nos caen exactas las palabras de Giroux, cuando afirmó que “la pedagogía es una práctica política y moral que va más allá del análisis de las escuelas y las aulas (…) La pedagogía es esencial para la proclamación del poder y la necesidad de las ideas, del saber, de la cultura como factor central de cualquier definición viable de política, así como del objetivo de vivir con los demás en un mundo justo”.
Al conectar la dimensión del aula como mundo con la dimensión del mundo como aula, aprendemos a descubrir y vivir un proyecto, un compromiso y unas actitudes que verdaderamente educan, porque la transformación empieza a ser concreta. Cambiamos en los modos de interactuar y de definir el aula, gracias a que importa y tiene valor lo interno y lo externo. Ni solo importa lo que sucede dentro del espacio áulico, con indiferencia al mundo exterior, ni este se convierte en un discurso o una pretensión curricular de carácter declarativo. Practicamos la educación como construcción de otra realidad, en lo cercano y en lo lejano. La coherencia entre el discurso del cambio social y la práctica cotidiana de interrelaciones tiene el poder de crear improntas inspiradoras y movilizadoras. Está allí su enorme fortaleza y su enorme importancia en una pedagogía del compromiso por la transformación.
Sin esta coherencia, educadoras y educadores corremos el riesgo de pasar por los caminos pedagógicos sin dejar huella. Sin ser realmente protagonistas de la educación.