El presente de la profesión docente está marcado en gran parte por el verbo de la pandemia, ya pasada, pero con huellas en cada paso que damos. Las consecuencias de la situación sanitaria derivaron en una amalgama de flexibilizaciones y adaptaciones que, a su vez, catapultaron medidas emergentes de todo tipo para atenuar el impacto de la crisis en la escuela, entre ellas un incremento en la contratación de profesorado.
Transcurrido ese tiempo de incertidumbre, en el momento actual —y más que en tiempos pretéritos— la enseñanza se postula como uno de los trabajos con mejores previsiones para el mercado laboral, si nos atenemos a cifras oficiales. Desde 2021, y sobre todo en 2022, las perspectivas de crecimiento de empleo en este sector han sido notables en lo referente a la etapa obligatoria (Primaria y Secundaria), tal y como se constata, por ejemplo, en el Informe Tendencias del Mercado de Trabajo en España 2023 del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE). Algo parecido ha ocurrido en otros ámbitos de trabajo que, de una forma u otra, se vinculan a la educación.
A todo ello contribuye el hecho de que, como medida urgente, se diera la posibilidad de que, por ejemplo, accedieran a la profesión en educación secundaria aspirantes sin tener la habilitación del máster del profesorado. Fruto de ello las bolsas de empleo de interinidad se han llenado de perfiles laborales variopintos que han acudido en masa a cubrir la demanda producida en su momento por las bajadas de ratios para asegurar, recordemos, las distancias de seguridad.
La realidad actual es que, ya sin esas medidas restrictivas, y aunque cada caso es diferente y debe ser analizado en contexto, la educación es uno de los sectores principales a los que se asignaron los fondos europeos para la recuperación, con el objetivo de conjugar dos nuevos infinitivos: contrarrestar y transformar.
Pero la amalgama verbal actual que se expande por nuestra geografía encierra mucha incertidumbre ante una morfología desigual que requiere de un estudio más profundo sobre qué está conllevando en la práctica este incremento. Por un lado, para conjugar un futuro lo más perfecto posible hay que estudiar muy a fondo las consecuencias de la notable alza de la tasa de interinidad. La docencia es una profesión compleja, de mucha exigencia, que requiere de una alta cualificación profesional y unas habilidades acorde con los nuevos requerimientos en materia de inclusión, digitalización, destrezas sociopersonales y dotes para el trabajo en equipo, así como una adecuada actualización pedagógica. ¿Salen los estudiantes de las facultades tras haber adquirido las bases de esta necesaria formación?
Por otro lado, tengo serias dudas sobre si el acompañamiento, evaluación y seguimiento de un docente que pisa un aula por primera vez es el adecuado. Si antes hablábamos de tiempo, ahora es una cuestión de modo: ¿cómo se supervisa la fase de prácticas de un profesor interino que está en contacto por primera vez con el alumnado? ¿Se forma adecuadamente en esta fase inicial de su trayectoria? ¿Hasta dónde pueden llegar los equipos directivos en el ejercicio de sus funciones si se observa que la praxis no es la adecuada durante esas prácticas?
La quiebra social y las brechas producidas por las fracturas que han atravesado el sistema en los últimos años permitieron una bajada de ratios desigual y una mejora en la dotación de los centros, sobre todo en infraestructuras tecnológicas. Pero también nos ha deparado la necesidad de redimensionar la figura del profesional de la educación hacia un futuro en el que la responsabilidad social y la conciencia colectiva de los perfiles humanos que se acercan a la profesión son características añadidas a la cualificación que se requiere. Ser docente no es tarea fácil, y su preparación tiene que estar acorde con un alto nivel de exigencia y responsabilidad.
Por otro lado, el incremento del volumen de interinidad se conjuga en un verbo compuesto, mediante las normativas vigentes que permiten que, sin ir más lejos para el cuerpo de profesorado de enseñanza secundaria, puedan dar clase de determinadas materias profesionales de otros ámbitos académicos, en muchas ocasiones sin la preparación adecuada, sobre todo en la parte didáctica. ¿Puede garantizarse de esta manera que dichos docentes tienen las competencias específicas adquiridas para desenvolverse con la correcta pericia metodológica dentro de un aula?
El incremento de la contratación de profesorado para cubrir las brechas detectadas arroja otro futuro todavía más imperfecto si pensamos en la estabilidad de los claustros. La autonomía pedagógica y organizativa de nuestros colegios e institutos, reforzada con la Lomloe, precisa de un estudio riguroso de un problema que va a desbordar a un cuerpo maniatado de entrada por una tasa de interinidad preocupante, ante la cual los procesos de estabilización previstos pueden resultar insuficientes. El desarrollo profesional docente precisa de estabilidad, además de una permeabilidad que sea capaz de garantizarse con nuevas fórmulas para que los centros puedan contar a medio plazo con un elevado porcentaje de sus claustros de cara a implantar cambios que en un solo curso casi no llegan ni a desplegarse.
En esas líneas se va a mover la profesión docente en el futuro más cercano: entre la incertidumbre de los efectos de un incremento en la inversión que precisa de un mayor control de la eficacia del gasto público, el rigor de una adecuada formación inicial, el acompañamiento e incentivos en el desarrollo laboral, la adecuada especialización didáctica y la necesidad de darle a los centros estabilidad en sus plantillas, sobre todo para los que quieran embarcarse en proyectos de continuidad. Conjugar la docencia en el futuro perfecto que todos deseamos es, de una manera u otra, tarea colectiva de una morfología social y política que tiene que seguir apostando, en su desarrollo, por la educación como la mayor garantía del bienestar de nuestras regiones.