Casi un mes para las elecciones estatales y, nos volvemos a encontrar con el dilema de a quién votar. Y hemos visto, como se diría, las orejas al lobo. Desde la óptica de la educación, es importante tener en cuenta que los votos traen políticas educativas y éstas no son asépticas ni iguales según quién las proponga. Solo hace falta mirar los programas electorales o algunos discursos, aunque mucho de lo que se dice o se escribe no se cumpla.
Las evidencias y, lo vivido a lo largo del tiempo, nos muestran que cuando las políticas educativas son conservadoras, neoconservadoras o neoliberales el control sobre la educación tiende a aumentar. Como consecuencia, instan a la centralización educativa, a la desconfianza en la tarea docente, a disminuir la participación en la tarea educativa y, por supuesto, a la introducción de concepciones liberales en una práctica más autoritaria, vertical, de vuelta a lo básico. Esto último provocado porque se han perdido, por culpa de algún contrario, no sé cuántas cosas importantes para la infancia, la juventud, los ciudadanos y la patria.
No niego, por supuesto, que eso es democracia y existe su lógica de cambio cuando otros son quienes llegan, pero sería deseable una cierta permanencia (¿cambiará un nuevo gobierno la nueva ley y volveremos discutir e imponer otra?). Esa lógica del cambio, que impone criterios ideológicos más que educativos, se basa en que la enseñanza es una práctica social, de influencia ideológica, digan lo que digan los antipedagogos o los ingenuos.
Si miramos al pasado o a otros países, vemos que la intervención educativa conservadora tiende a aumentar el control, a dar al profesorado instrucciones, circulares, normas, diligencias, prescripciones…, desprecia o no tiene en cuenta su identidad profesional, autonomía, conocimiento y capacidad para tomar decisiones. Para las políticas educativas conservadoras, la escuela cumple una importante doble función política ya que asegura, mediante la socialización política y educativa de sus discursos y normas, la lealtad básica hacia el régimen o gobierno establecido y garantiza el reclutamiento de sus partidarios, aunque sea mediante elementos de corrupción y prevaricación (no hace falta ir muy lejos para haberlo vivido). También rechaza el cambio y, algunos populistas conservadores se hacen un lugar para la aplicación de la moral religiosa, los valores tradicionales y familiares sin intromisión del Estado para lo que se amparan en una determinada concepción de la libertad personal, como hemos comprobado en alguna autonomía.
Parece que perdemos la memoria histórica o una ceguera sobre el pasado educativo. Cuando gobernaba la política conservadora (y ahora se comprueba en alguna comunidad y lo hará en más en unos días), padecimos (y aún lo hacemos) los recortes: horarios, ratios, reducción de docentes, del gasto público en educación, del poder adquisitivo del profesorado, de derechos laborales y el gran desprecio hacia lo verdaderamente público (no lo que consideran un servicio público pero enmascarado con políticas privatizadoras).
Es cierto que las últimas políticas tampoco han supuesto un verdadero cambio educativo frente a lo que se prometía. Y eso empeora las cosas. Ha faltado clarificación y debate, entre otras cuestiones. Y algunas propuestas no se han llevado a cabo. Pero hemos de defender (y, decirlo), que una política progresista parte del supuesto de una visión más abierta de la educación, un currículum más contextualizado y menos intervencionista, de una realidad educativa basada en la incertidumbre y el cambio constante, de mayor confianza en los docentes, en su desarrollo más autónomo y en una escuela pública y laica, en la que la participación es fundamental y en la que hay una defensa de la igualdad, la libertad, la dignidad humana, la democracia y la justicia. En la que se busca progreso y bienestar social mayoritario. En la que se intenta dar categoría social y profesional al desarrollo docente como un componente importante en la educación más democrática y autónoma de las personas. Y, por supuesto, su mejora laboral (que aún está pendiente). Hemos de entender, y defender, al profesorado como sujeto activo, profesional o trabajador de la enseñanza y la cultura y para ello es necesario una identidad y el empoderamiento individual y colectivo. No un sometimiento.
En fin, cuando predominan políticas públicas conservadoras se tiene la tendencia a una mayor burocracia (que ya es excesiva), a la imposición de modelos más intervencionistas, tecnocráticos y formalizados; se dificulta la autonomía y la democracia real y se obstaculizan los procesos de trabajo colaborativo en las escuelas y los territorios.
Si vienen políticas neoconservadoras, que venden un discurso de modernización conservadora, veremos cómo muchos se acercarán al poder, sea mediático o político de la enseñanza (consejerías o Ministerio de Educación) que defienden, y lo apoyarán con sus mensajes en las redes sociales o con sus discursos enmascarados de “progresismo conservador”.
Nos podemos olvidar un modelo más regulativo y reflexivo (con aspectos como la investigación-acción, la reflexión, la colaboración, la contextualización de problemas prácticos, la heterodoxia, los modelos variados, los nuevos desafíos como la ecología, la inclusión, el género, las migraciones, la interculturalidad, la sostenibilidad, la globalización…).
Ya sabemos que las alternativas a las políticas educativas conservadoras pueden pasar por proponer una nueva visión de la educación de volver a lo básico, del “se ha de enseñar así”, del que la democracia se ha interpretado mal en las escuelas y es culpable (no solo de los malos datos de informes externos) por el exceso de tolerancia del profesorado, del que se han perdido los valores tradicionales, del que hay demasiada permisividad educativa, del hay que separar al alumnado sea género, riqueza, origen, religión, discapacidad o fracaso ya que todos juntos perjudican a los mejores (que según ellos, son los suyos), etc.
Todo esto siempre en beneficio de la patria (escondiendo su beneficio), disimulando su elitismo academicista que les hace subordinar unas cosas ante tras: por ejemplo, la Universidad como cima del conocimiento académico (adiós o a la reducción de los centros del profesorado ya que trabajan profesores no universitarios), o no tener en cuenta el conocimiento práctico y la experiencia del profesorado, la desconfianza en él, al que se acusa de adoctrinamiento y, con un discurso teórico, rancio y vacío, enrevesado como parangón del intelectual y de la tradición cultural occidental como superior y única, mientras se desprecia a otras identidades y aportaciones culturales.
No sí si vencerán, pero parafraseando lo que se atribuye a Miguel de Unamuno, no nos deben convencer. Es necesaria una oposición frontal e intelectual a cualquier manifestación explícita u oculta de esa vuelta hacia el pasado más oscuro y basado en una racionalidad técnica en las políticas educativas (cheque escolar, subvenciones a conciertos, mérito por pago, excelencia, planes estratégicos, calidad, premios docentes como estímulo al profesorado…). Debemos denunciar esa forma de pensar uniforme que lleva a analizar el progreso de una manera lineal y no permite integrar otras identidades y realidades sociales, otras manifestaciones culturales de la vida cotidiana, y otras voces secularmente marginadas. Viendo la exclusión social de grandes capas de la población como algo determinado, usual, cotidiano y culpabilizado.
Quizá necesitemos un discurso más relevante, con mayor eco, para lograr, mediante la reivindicación de una verdadera lucha colectiva, una mayor participación en las decisiones educativas de todas aquellas personas que intervienen en la educación de la infancia y la adolescencia, sea el devenir que sea en las políticas educativas futuras. Eso dependerá de nuestro voto, pero no solo.