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Proemio
Afino la redacción de estas páginas el último día de clases de la primera semana del nuevo ciclo escolar en México. El escenario es candente. La vuelta está plagada de polémicas: unas sustanciales, como el proyecto y rumbo de la educación; otras, descalificaciones para los contrincantes en la arena política. La fractura es abismal y se ensancha de cara al relevo presidencial, entre partidarios y adversarios de Andrés Manuel López Obrador.
Si sólo fuera una disputa política más, abstracta, quizá sería una comedia de absurdos. Cuando se juega la formación de 25 millones de estudiantes y el oficio de más de un millón de educadores, el affaire puede ser dramático.
El motivo de la disputa ahora son los libros de texto gratuitos. Un vagón más en el tren de transformaciones de dudosa calidad en el primer gobierno mexicano autodeclarado de izquierda.
Primer acto
El gobierno que empieza su último año demostró una capacidad insospechada para romper las marcas desastrosas que le había heredado su predecesor, Enrique Peña Nieto.
Cuando parecía complicadísimo superar los desaciertos de la Reforma Educativa de 2013, casi cada paso del gobierno federal actual profundiza cuestionamientos sobre la solvencia de decisiones centrales en materia pedagógica.
En momentos de discusiones entre promotores de la reforma en curso y sus críticos, las porras entre los miembros de la misma parroquia ahogan el ruido de la divergencia: muchas opiniones, escaso debate entre monólogos para afines.
Sin los consensos de un nuevo contrato social para la construcción de la educación futura, crece el riesgo de apagar las energías para su consolidación o, mejor dicho, de los 33 sistemas escolares en México: el nacional y en cada una de las entidades de la República.
Muchas opiniones, escaso debate entre monólogos para afines
Segundo acto. Rosario de desaciertos
El rosario de yerros en el gobierno federal es largo. Sin diagnóstico, con unos días en el cargo, el presidente de la República envió la iniciativa de reforma constitucional y decretó, entre otras medidas, pena de muerte al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación que, con los desaciertos que podrían achacársele, resultaba útil para pulsar el sistema educativo, arrojar información sobre indicadores, diagnosticar procesos, resultados, políticas y sujetos, así como emitir informes que transparentaban zonas oscuras.
Su pecado fue la evaluación docente, a la cual se tachó de punitiva. No fue su creador, pero pagó los platos rotos por la inconformidad y resistencia de sectores magisteriales reacios a ese instrumento que podría dejar sin plaza a maestros mal evaluados u omisos a la examinación.
Así también, sin evaluaciones ni diagnósticos, desaparecieron fideicomisos y programas, como escuelas de tiempo completo, y crearon engendros que corren hacia el fracaso, como las universidades de la Red Benito Juárez, de las cuales hay poca información y escasos motivos para aplaudirlas.
La respuesta de la Secretaría de Educación Pública a la emergencia provocada por Covid-19 es el ejemplo más palmario de su eficacia: tardía, torpe, parcial, mal comunicada, autocomplaciente…
Los efectos del confinamiento persisten. No hay diagnósticos nacionales y los ciclos escolares se planearon como si la vuelta a la escuela luego del encierro fuera un proceso de restauración de condiciones prepandemia.
En el ámbito del gobierno de la educación, el sexenio de López Obrador empató al de Peña Nieto: 3 a 3, hasta ahora, en el número de ministros de Educación. Con una característica común en casi todos: muy cercanos al círculo más íntimo del presidente, lejanos del sistema escolar.
Ambos gobiernos amarraron otro empate en lograr que el Sindicato magisterial se volviera cómplice de las decisiones oficiales.
En el arranque de las fases de implementación de las reformas curriculares que sendos gobiernos empujaron también hay semejanzas: último tramo de sus mandatos, confusiones, dudas, incertidumbres y políticas de comunicación social obsoletas.
Tercer acto: los libros de texto
Antes de la pandemia la nave naufragaba: el derecho a la educación estaba vedado para millones de niños y jóvenes fuera de las aulas o expulsados cada año, sobre todo en secundaria y bachillerato; la calidad de los aprendizajes constataba carencias.
En la agenda de cambios la lista es extensa: currículum, formación y actualización docente, descenso en el presupuesto y materiales para la enseñanza y el aprendizaje, especialmente, libros de texto gratuitos, instrumento igualador impulsado en febrero de 1959 por el presidente Adolfo López Mateos. Con ellos, se trataba de establecer contenidos y materiales básicos nacionales, al mismo tiempo que de una política social contra las desigualdades de un país heterogéneo.
Los libros de texto gratuitos son ahora el gran tema de discordia. Problema de dimensiones varias: legal, política, económica, comunicacional, científica, didáctica y disciplinaria, de formación docente.
Lanzar nuevos libros cuando los programas de enseñanza no habían sido aprobados fue un desacato legal e inaceptable. Como la decisión, contra lo declarado al inicio, de lanzarlos sin probarse en todos los grados de preescolar, primaria y secundaria.
Frente a los libros las opiniones se fragmentan entre sectores interesados: gobiernos locales, paterfamilias, iglesias, partidos políticos, medios.
Quienes descalifican a los críticos de los libros soslayan las deficiencias en el proceso de elaboración de los libros y su producto
Una de las visiones más miopes del conflicto mediático y legal entre hacedores del proyecto de los nuevos libros y sus críticos sostiene que todos quienes están en contra son representantes de la derecha conservadora, emisarios de lo más podrido de la sociedad. Ni unos son santos ni otros demonios. Entre los críticos de los libros hay diversidades ideológicas notables: la conservadora Unión Nacional de Padres de Familia, medios y periodistas “líderes” de opinión, pero también, periodistas serios y académicos respetables. No son todos repetidores de dogmas ni añorantes del atraso.
Quienes descalifican a los críticos de los libros soslayan las deficiencias en el proceso de elaboración de los libros y su producto. Niegan también las inadmisibles fallas políticas que se cometen, como negar el acceso a la información del proceso, inadmisible en gobiernos democráticos.
La crítica debe ser escuchada por los gobernantes, aunque los heraldos no sean gratos ni afines. Cuando el tema son los libros, su formato, didáctica y contenidos, las discusiones deben darse en el territorio de los criterios razonables, no por gustos personales. Definir la controversia como una batalla entre dos ejércitos en blanco y negro es un reduccionismo absurdo.
Acto final: importancia de la lectura y los libros
En El infinito en un junco, Irene Vallejo recita un párrafo de Alberto Manguel (Historia de la lectura), a propósito de la esclavitud en el sur de Estados Unidos: “Los dueños de esclavos (como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos detentadores del poder) creían firmemente en la fuerza de la palabra escrita. Sabían que la lectura es una fuerza que requiere apenas unas pocas palabras para resultar aplastante. Alguien que es capaz de leer una frase es capaz de leerlo todo; una multitud analfabeta es más fácil de gobernar”.
La polémica por los libros de texto no es inocua. Esta historia apenas empieza a escribirse. El debate por la educación es, ahora, el debate por el país.
2 comentarios
Interesante análisis que profundiza más en el contexto, muy necesario, en que se da el debate que no existe, porque los monólogos sordos son solo eso y no llevan a algo productivo.
Estimada Jatzibe:
Muchas gracias por tu lectura y el comentario. Compartimos la apreciación sobre la sordera colectiva y la importancia de romper los monólogos.