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Ciertos personajes como aquel expresidente norteamericano peligroso, o el brasileño, han sido los abanderados más reconocibles de esos representantes de los poderes que creen que el cambio climático es una mentira. No importa que tormentas y huracanes poderosos destruyan sus ciudades, ni que ríos, como culebras gigantes enloquecidas, arrasen con poblaciones en todas partes del planeta. Siempre han sido los más pobres quienes padecen los impactos, pero sobre todo las que después no tienen cómo ni con qué reconstruirse. Es cierto que también poblaciones de mayores recursos económicos han sufrido estas emergencias, pero su vuelta a la normalidad siempre es más pronta y mejor.
Ningún sistema educativo del mundo debiera estar ajeno a la urgencia de contribuir a la conciencia ambiental tan fundamental para prevenir y detener los daños tan dolorosos que le estamos inflingiendo al planeta. Fundamental pero no suficiente, porque las grandes potencias son las que deciden el rumbo planetario y eso pasa más por intereses económicos, financieros y de geopolítica que hacen mínimas todas las acciones educativas. Eso no impide que éstas también deban estar en el escenario de lucha por nuestra casa planetaria.
La primera llamada de atención deberá hacerse a los poderes y las escuelas de esos países con los mejores indicadores económicos, sociales y culturales. En este sentido, pongamos atención al informe de la UNESCO llamado Reimaginar juntos nuestros futuros. Un nuevo contrato social para la educación, del 2022: “En la actualidad, se puede observar una correlación entre, por una parte, el nivel educativo y la conclusión de los estudios y, por otra, las prácticas sostenibles. Los países y las personas más educadas del mundo son las que más aceleran el cambio climático (…) Si ser educado significa vivir forma no sostenible, tenemos que recalibrar nuestras nociones de lo que debe hacer la educación y lo que significa ‘ser educado’” (página 34).
Este regaño, basado en evidencias, conlleva también una profunda reflexión pedagógica acerca de lo que consideramos “educación”. ¿Vamos a seguir confundiendo el concepto con escolarización? ¿Vamos a seguir creyendo que la tecnocracia es la que educa y no la vida comunitaria y la cultura de los distintos pueblos del mundo?
Una educación que no signifique creación de conciencia ambiental (conocimientos, capacidades, actitudes, herramientas, compromisos) debiera ser motivo de profunda preocupación y de serias dudas sobre si eso es lo que vamos a pretender mediante las instituciones escolares. El cambio climático, que es realmente una crisis social, económica y vital para millones de seres en el mundo, debiera estar ocupando los principales espacios de los programas educativos y no constituir una simple unidad curricular, o una eventual referencia anecdótica.
La humanidad va a necesitar que sus gobernantes (y los poderes escondidos) tomen decisiones y realicen acciones profundas y serias. ¡Semejante utopía o ingenuidad, podría responderse! Pero también las escuelas necesitan crear y ejecutar compromisos sostenidos, profundos y diversos que permitan ir construyendo una conciencia de la realidad actual y una pasión indetenible por construir formas de vivir que no se queden solo en cuidar donde ponemos la basura. Que niños, niñas y jóvenes crezcan con hábitos que permitan la prevención, atenuación y adaptación necesarias. Pero también necesitamos que las jóvenes generaciones aprendan a sentir la indignación ambiental y aprendan a vivir organizadamente para comprender mejor las situaciones globales y locales. Y que aprendan a actuar social y políticamente para proteger plenamente la casa en la que habrán de vivir.
Así, cambio climático y educación debieran estar imbricados. Cualquier concepción y práctica que tengamos de lo educativo, al nivel que sea, y en el lugar que sea, deberán ser enfáticas en amor y defensa del agua, del aire, del suelo, de los recursos naturales. De la vida en general.