El porqué de un título. La elección del nombre de esta columna es un homenaje al filósofo Andrew Feenberg, quien me ofreció una visión compleja y comprometida sobre la tecnología. En mi acercamiento a la dimensión filosófica de la tecnología confluyen dos intereses, que serán los ejes que articularán el contenido de esta columna.
El primero surgió con mi participación en el CRIEP (Centro de Recursos de Informática Educativa y Profesional), creado en 1981 en Cataluña, que fue el germen de los diferentes programas de informática educativa desarrollados desde el Gobierno central y las distintas autonomías en a largo de esa década. La invitación a participar, para aportar la perspectiva educativa, venía con el compromiso de implicarme también en el conocimiento y la utilización de la informática primero y de las tecnologías de la información y la comunicación después. Enseguida entendí que este nuevo desarrollo tecnológico, como había sucedido con muchos otros, traería y comportaría cambios importantes en los distintos órdenes de la vida y, por tanto, tendría consecuencias significativas para la educación. También entendí que no bastaba con aprender a utilizar las nuevas herramientas, sino que había que entender el sentido de los distintos desarrollos y adoptar posiciones argumentadas y basadas en evidencias, no solo sobre cómo utilizarlos en la enseñanza y el aprendizaje, sino sobre las implicaciones y necesidades educativas derivadas de las nuevas configuraciones sociales que se comenzaban a perfilar.
Acercarme a la filosofía de la tecnología me permitió, de la mano de Àlvar Álvarez y Roberto Méndez, ir mucha más allá de considerar como tecnología solo las nuevas, y vislumbrar cómo las culturas y las civilizaciones están hechas de herramientas y formas de hacer. De tecnologías artefactuales, simbólicas, organizativas y biotecnológicas y sus combinaciones. Por su parte Andrew Feenberg me ha ayudado a entender que las ideas de los tecnoentusiastas, tecnófilos o integrados, parafrasean a Umberto Eco, se sustentan en la teoría instrumental. Desde esta perspectiva, las tecnologías siempre implican mejora y progreso ya que están preparadas para servir a los propósitos de quienes las usan. Mientras que las de los luditas, tecnófobos o apocalípticos se alinean con teoría substantiva. Una mirada que atribuye a la tecnología una fuerza cultural autónoma que anula todos los valores tradicionales o en competencia. Pero, sobre todo, la teoría crítica de la tecnología, me ofreció la posibilidad de pensar el desarrollo tecnológico como un curso difícil entre la resignación y la utopía. A considerar la tecnología no como una cosa, sino como un proceso ambivalente de desarrollo suspendido entre diferentes posibilidades. Una ambivalencia que se distingue de la neutralidad por el papel atribuido a los valores sociales en el diseño y no solo en el uso de los sistemas tecnológicos. Lo que nos lleva a preguntarnos quién decide sobre qué investigar, sobre qué desarrollar, en detrimento de otras opciones. Pero sobre todo, a darme cuenta de que la tecnología no es un destino, sino un campo de batalla, un parlamento de las cosas en el que se deciden las alternativas a la civilización.
Esta perspectiva conecta con el segundo de los focos sobre los que tejeré el contenido de esta columna: la educación. Lo que me lleva a mi interés y preocupación sobre cómo la metáfora organizativa por excelencia de los sistemas educativos, la Escuela (con mayúscula porque engloba todo el sistema educativo), ha colonizado tanto el pensamiento educativo que cuando pensamos en educación, en realidad pensamos en escuela. Con la dificultad de proyectar en una forma de organizar la educación que vaya más allá de edificios prediseñados, alumnos agrupados por edad y/o competencias, aulas aisladas, horarios, tiempos y conocimientos fragmentados, pruebas de papel y lápiz… Y de cómo esta potente tecnología de la educación, este dispositivo, en términos de Foucault, dificulta no solo aprovechar el potencial educativo de las tecnologías digitales sino, sobre todo, ofrecer una educación a la altura de los tiempos.
Juana M. Sancho. Catedrática del Departamento de Didáctica y Organización Educativa de la Universidad de Barcelona