Con frecuencia se habla y se piensa la educación escolar desde fuera. A menudo de oídas. Desde ahí se establecen normas y se proclaman anatemas. Como en el fútbol o la política, casi todo el mundo se siente opinador y sabe cuál es el diagnóstico y tiene la solución. La de volver a un pasado idealizado que nunca existió. O lo fue para un sector muy pequeño de la población.
Tengo la suerte, es algo que considero un regalo, de recibir invitaciones para acompañar a docentes que quieren reflexionar sobre su quehacer diario. Que se plantean cómo pensar y llevar a cabo cambios para dar sentido a su trabajo y a la relación de niños y jóvenes con la Escuela (en mayúscula, para incluir desde la educación infantil al bachillerato). Son, por lo general, centros inquietos. O que están preocupados por la distancia entre la escuela y la vida, la separación entre el dentro y el afuera. Algunos lo hacen para formar parte de un sentir que intuyen. Otros para seguir las modas o no perderse en ellas. La mayoría busca dar respuesta a una insatisfacción a la que no siempre pueden poner nombre. En ocasiones son los equipos directivos los que generan y reclaman estos encuentros. A veces su inquietud responde a una necesidad colectiva. A veces buscan hacer un cambio superficial que esté en consonancia con lo que piensan se lleva en ese momento. Quieren introducir una denominación nueva y así cambiar el decorado. Pero en realidad quieren que todo siga igual. No se cuestiona lo básico, no van a la raíz: las relaciones, el aprender, el sentido de conocer y saber, la organización del tiempo y los espacios, lo que significa educar a sujetos para la incertidumbre y la esperanza. Hagamos unos retoques, piquemos de un lado y de otro: proyectos, agrupaciones por ciclos y no por edades, ambientes, documentación, el último dispositivo tecnológico…
Esperan de mí una charla que les movilice, que genere entusiasmo colectivo. Me dan un poder y un don que no tengo. He aprendido que los procesos de cambio que van acompañados de transformación, no vienen de seguir lo que dice una persona ni de una iniciativa que se presenta como salvadora. Desconfío de los gurús que, como decía Andy Hargreaves en una conferencia en el Congreso de la Asociación Europea de Investigación Educativa (ECER) en Dublín este verano, “buscan la dependencia de su figura paternal (o maternal)”. Por eso les invito a poner su práctica en juego. A traer ejemplos de lo que se hace en las aulas, para pensar sobre ello. Lo que significa abrirse a una conversación en la que todos estamos implicados y de la que podemos aprender. Algunos esquivan la invitación, pues no es habitual en nuestros centros compartir para aprender entre docentes.
Muchos muestran interés por encontrar un nuevo sentido a su quehacer. Predomina curiosidad la mayor parte de las veces. También el escepticismo. Requiere tiempo afrontar el debate sobre cómo crear unas condiciones, una organización, unas relaciones, unas prioridades, para hacer posible que ‘todos’ encuentren su lugar para aprender y dar sentido al mundo en el que viven, a sí mismos y a sus relaciones con los otros.
Cuesta asumir eso que Gert Biesta llama “el hermoso riesgo de la educación”. Y hoy un riesgo de la educación sería ‘desescolarizarla’. Dejar de pensar que la complejidad de la vida del aula se puede reducir a una ficha, a una rúbrica, a un tiempo limitado, a lo que se encuentra en un libro de texto. Eso choca con que durante mucho tiempo se les han ofrecido certezas que luego no han funcionado. Se les ha ofrecido la ilusión de que todo puede ser controlado. Por eso les cuesta tanto perder el control que les da una aparente seguridad. Se les hace difícil confiar en los aprendices y activar la imaginación para explorar caminos otros para aprender.
De todo ello voy a escribir en mis colaboraciones con El Diario de la Educación en los próximos meses. Lo haré desde dentro, desde la vida del aula y la Escuela. Para, como escribe Marina Garcés, poder “trazar caminos de la impensado”.
Fernándo Hernández-Hernández. Profesor de la Universidad de Barcelona