Hace ya tiempo, algunos autores y colectivos pusieron en circulación, con gran éxito, el dicho africano de que “para educar a un niño hace falta toda la tribu”. Como metáfora de que la educación requiere la colaboración de toda la comunidad, no tribal sino humana, es aceptable, y se puede percibir que la intención de esas palabras es confíar en tus vecinos y conciudadanos la educación de tus hijos. Sin embargo, siempre intuí esta idea como bastante desafortunada y fuera de lugar en nuestra escuela pública. Sencillamente, en el modelo de educación y escuela que muchos defendemos no tiene lugar el espíritu tribal, sino que tal espíritu encarna, más bien, todo lo contrario de lo que pretendemos.
Detrás de esa concepción puede esconderse una idea de comunidad endogámica, que se mira a sí misma, homogénea, donde los de fuera no tienen cabida. En una sociedad abierta y globalizada, como la nuestra, se hace difícil mantener ese eslogan. Las tribus, como pequeñas poblaciones muy unidas y cerradas, suelen tender a considerar a los de fuera como extraños y distintos, como “otros” y enemigos de los que desconfiar. Ese espacio de la tribu facilita los mecanismos de cooperación dentro de la tribu pero, a la vez, esos mismos mecanismos dificultan la cooperación entre los colectivos humanos que con visiones diferentes y con frecuencia incompatibles se organizan en distintas tribus también cerradas e incomunicadas entre sí.
Es verdad que hoy, como mecanismos de defensa ante un medio hostil, surgen múltiples tribus identitarias en torno a elementos muy diversos: tribus urbanas, deportivas… o, ahora, tribus digitales. A lo largo de nuestra propia historia hemos visto la negación de la naturaleza humana del otro (colonización) o su inclusión forzosa (fascismo) cuando el racismo, la xenofobia y el tribalismo se han impuesto.
Así, educar siempre va más allá de esa concepción tribal y desborda los intereses, valores y significados que construyen las propias comunidades que producen sus propias verdades. Como dice Manuel García Maldonado, en La era de la posverdad, “esa adscripción tribal resta importancia al contenido de las creencias, para otorgársela a los sentimientos que experimentamos. Las creencias serán como un pretexto, una justificación racional de las emociones que nos llevan a rechazar a quienes pertenecen a un grupo rival” (p. 72).
La creación de grupos estancos, “ellos”-“los otros”-“los distintos”, es el resultado de una educación tribal que contempla la diferencia para separar, discriminar, clasificar, excluir, seleccionar y competir. Por eso educar con espíritu de tribu y por la tribu tiene esos riesgos, y recordar que se necesita toda una tribu se puede considerar en este sentido también. Así, los hijos de la clase alta necesitan toda su tribu y su educación privada de élite para mantener y educar en el espíritu elitista y clasista de dirigentes de una sociedad de tribus sometidas. También la clase media dice necesitar una escuela privada-concertada que selecciona a su alumnado para que sus hijos no se contaminen con los demás en el espacio de la escuela de titularidad pública y ponen todo su espíritu tribal para preservar su capital económico y cultural, para mantenerse separados y garantizar su éxito escolar y social. A su vez, una parte de la gente sencilla, que pertenece a las clases populares donde se integran la mayoría de los ciudadanos, con frecuencia, asumiendo la ideología de las clases dominantes, quiere elegir para sus hijos la tribu del bilingüismo, de la excelencia y de los exitosos que les diferencie de sus mismos “otros” destinados al fracaso. Sin embargo, la mayoría prefiere que sus hijos e hijas estén con todos en el espacio público, para que aprendan y sepan convivir juntos en un “nosotros” humanizador e inclusivo, más allá de cualquier espíritu tribal.
Por todas estas razones me parece que la metáfora es particularmente desafortunada. Sobre todo porque, en un mundo como el nuestro, tan marcado por la xenofobia y el tribalismo identitario, nos aleja de una perspectiva de universalismo ético, crítico, humanizador y fraterno. En una sociedad globalizada como la nuestra, marcada a sangre y fuego por la guerra, los refugiados, los migrantes, las desigualdades, la pobreza, las injusticias, los abusos, la esclavitud y la precariedad, la escuela y la educación solo pueden desarrollarse en la perspectiva de la humanización. La civilización solo ha avanzado superando el espíritu tribal para caminar hacia la utopía de una humanidad unida y fraterna. La historia nos dice que la humanidad se ha ido construyendo con la ruptura y la desaparición de las sociedades y colectivos humanos cerrados en sí mismos y se han consolidado con su apertura a los demás, a los otros, a los diferentes para construir un espíritu universal de convivencia y encuentro.
Hoy las propuestas neoconservadoras y restauradoras de visiones del pasado en la escuela, aun desde engañosas posiciones avanzadas y progresistas, ante los problemas de una sociedad abierta como la nuestra, que muchos ven como difícilmente habitable, recurren a la tribu, al espíritu de campanario, a cerrarse en sí mismos, siempre en la misma dirección de crecimiento del egoísmo, de la competitividad, la selección y la soledad de las personas. En la escuela estas visiones “neo”, que ven la escuela como un refugio salvador, se asientan cada vez con más fuerza en visiones cada vez más cerradas y tribales.
La educación que fomenta el espíritu crítico, la promoción de la autonomía del sujeto, la convivencia positiva y la fraternidad, el respeto a la singularidad de cada uno, el amor al diferente, la cooperación, la equidad, la justicia social…, requiere la cooperación de toda la humanidad que, como aspiración e inspiración, dejó atrás el espíritu tribal para estar abierta a todas las personas en toda su diversidad. Sostener hoy en el seno de la escuela la apertura al medio, a la vida, a los procesos de humanización creciente que necesitamos, significa la destribalización del espacio y el tiempo educativo e insertarlos en los horizontes civilizadores de cooperación y relación empática.
La tribu de la que debemos hablar va incluso más allá de la especie humana, sobre todo si la relacionamos con la amplia realidad de lo viviente. En la educación, la tribu debe ser la vida. Y la significación de ese eslogan que cuestionamos no tiene ningún sentido hoy y aquí, y sí lo tiene una sociedad cada vez más abierta, universalizada y unida desde el respeto y el reconocimiento a las diferentes singularidades.