En Chihuahua (México), en noviembre de 2015, escuché a Juan Carlos Tedesco afirmar que en educación no existen las balas de plata: soluciones mágicas para resolver de inmediato, de una vez y para siempre los problemas. Al mismo artefacto yo le llamaba, tiempo atrás, el bálsamo de Fierabrás en educación, el remedio eficaz para todos nuestros problemas. Advertidos de la imposibilidad del milagro, queda entonces el estudio minucioso, el diagnóstico preciso y comprensivo como base para las alternativas; y en ese ejercicio, revisar casos ilustra siempre.
En el libro La evaluación docente en el mundo (México, 2016), coordinado por Gilberto Guevara Niebla y publicado por el Fondo de Cultura Económica, la Organización de Estados Iberoamericanos y el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, encontramos ejemplos para el examen riguroso de experiencias en el tema.
Los casos relatados son útiles para derivar reflexiones y valorar su pertinencia en otros contextos. Algunas muestras: en Shanghái, los profesores tienen la obligación de observar a otros y analizar su desempeño en el aula. El trabajo colegiado en Japón tiene coincidencias: en pequeños grupos planean una lección, se observan al impartirla y luego de analizarla, afinan. En Inglaterra los profesores destacados tienen horario reducido en su centro escolar y el restante lo destinan a ayudar a otras escuelas.
En los ejemplos hay elementos comunes en mayor o menor grado: trabajo colegiado antes de la intervención docente, actuación en el salón de clases (como docente o como observador) y análisis posterior para sugerencias y ajustes.
Hay virtudes o principios encomiables: colegialidad, generosidad, voluntad política, solidaridad pedagógica, tejido institucional. Todos ellos, en las antípodas de las prácticas individualistas o egoístas, a veces hostiles, en que discurre la vida escolar en muchos de nuestros centros, especialmente cuando las prácticas de evaluación docente se ligan a prestaciones salariales u otro tipo de incentivos materiales.
Desarrollar prácticas como las descritas implica esquemas de organización central y políticas para la puesta en marcha, desde el más alto nivel ministerial hasta la organización escolar, pero no es suficiente si tales pretensiones no se instalan en los recintos áulicos; esto es, la disposición y apertura de los maestros para compartir y aprender.
En su capítulo sobre un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos en México, Peter Matthews recoge ejemplos de prácticas de colaboración relativamente sencillas de aplicar: escuelas que organizan reuniones de investigación, se observan clases y retroalimentan con videos, se preparan nuevas y se realizan tutorías, en donde reflexión y evaluación son el centro del desarrollo de la escuela e individual; escuelas donde los profesores se reúnen para compartir cada uno un artículo y promover su debate; escuelas grandes donde los profesores más extraordinarios imparten clases magistrales extraescolares acerca de cómo enseñar un contenido, abiertas a otras escuelas; escuelas donde los profesores tienen que visitar otras y trabajar durante un día con algún colega, incluyendo la reflexión (Shanghái e Inglaterra); los tríos de aprendizaje (Inglaterra), que se forman entre profesores o escuelas, en este caso, reuniendo dos escuelas con una de resultados o prácticas excelentes, que acompañarán a las otras; hay variantes, como grupos de 3 a 6 profesores, trabajando juntos en prácticas de colaboración, entre otras.
La práctica de los “tríos de escuelas” resulta atractiva de aplicarse en contextos tan heterogéneos como los de países latinoamericanos, marcados por terribles asimetrías entre las escuelas a las que acceden los hijos de los pobres y de clases altas. Sin descuidar las tareas de supervisión y acompañamiento, se colocaría la atención en aquellas que demandan apoyos para superar las adversidades propias y de sus contextos, así como actuaciones ineficaces en su interior.
En el capítulo de Dylan Wiliam (La evaluación formativa del desempeño de la enseñanza), hay un repaso prolífico de investigaciones sobre la evaluación del desempeño de la enseñanza. Concluye que reclutar a los mejores profesores o despedir a los ineficientes no son garantía de una mejora consistente en la calidad de la enseñanza. La calidad de los maestros no es sinónimo de la calidad de su enseñanza, por las variables en juego, pero sin calidad en los maestros, alcanzar estándares elevados es imposible.
Por otro lado, reemplazar a los profesores de nuestros sistemas educativos es inviable políticamente y demasiado largo en el tiempo. La clave, a juicio de Wiliam, es el desarrollo profesional de los docentes, que se encuentran laborando en las escuelas, lo cual requiere invertir más y de forma distinta, lejos de cursos y cursos, diseminados en línea o en cascada.
Javier Murillo Torrecilla introduce un elemento crítico de los sistemas de evaluación docente en América Latina. A diferencia de Europa central, especialmente de los países nórdicos, en donde la evaluación docente se realizada dentro de la escuela, porque es ella el escenario de la actuación magisterial, los países latinoamericanos que tienen sistemas de evaluación docente lo plantean al revés. Un tema toral para su examen en nuestros contextos.
Son estas algunas lecciones que podrían estudiarse, ensayarse cuidadosamente, con regulaciones mínimas pero claras, con acompañamientos sensibles pero firmes, con la decidida voluntad de avanzar en la más sustancial de las tareas pedagógicas: la que sucede cada mañana y cada tarde en los salones de clase.