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Aún tengo grabado el fulgor de esa mirada, esos ojos gatunos que chisporroteaban vivarachos cuando explicaba la reducción-oxidación. Emma era nuestra profesora de Química y Física en el Montse. Estábamos en 7º de EGB, corría el año 1981; tiempo ha.
Me he acordado de Emma, “la Emma”, de su pasión docente, de su, en ocasiones, intimidatoria apelación a que descubriéramos, inquiriéramos, investigáramos, conociéramos, al leer el artículo de Yayo Herrero: Educar centrándonos en una vida digna, un artículo que se suma a otros similares (Educar y aprender en un marco de crisis civilizatoria) y a los que merece la pena rendirles el tributo de una lectura atenta y una breve reflexión, en el intento de apuntar una perspectiva distinta, sin duda más halagüeña, espero que más fértil y convincente, una mirada que querría proyectarse con el espíritu de Emma.
La premisa de la que parte Herrero se deja resumir fácilmente: para educar debemos ser conscientes del contexto en el que vivimos y este no es otro que el de una civilización que “cree que progresa mientras se destruye a sí misma”; que vive en un planeta “en el que la vida se ve cada vez más amenazada”. En una contribución anterior Herrero ha aludido a la existencia de una “crisis civilizatoria”, una crisis con dimensiones sociales, ecológicas, políticas y culturales (Educar y aprender en un marco de crisis civilizatoria).
Uno esperaría que aseveraciones tan robustas vinieran acompañadas de algunos datos. Y ello porque la afirmación de Herrero no resulta autoevidente. En realidad uno esperaría y agradecería, para empezar, que se explicitara la métrica, esto es, aquellos parámetros que nos van a permitir evaluar el contexto como peor, mejor o incluso crítico, y a las vidas como “más o menos dignas”. Herrero menciona algunos criterios –fundamentalmente vinculados a la sobreexplotación de los recursos–, y cuestiona dicha sobreexplotación como expresión de la modernidad, la hegemonía del capitalismo y la revolución tecnológica, que, en su opinión, han desencadenado una expansión ilimitada del deseo de consumo, la sacralización del dinero, la profundización de la desigualdad y la erosión –pérdida de calidad y legitimidad– de la democracia. En su diagnóstico hay también indicadores más crípticos, como el de que nuestra cultura “esconde la vulnerabilidad de cada vida humana e invisibiliza las relaciones y trabajos necesarios para reproducir y sostener cotidianamente la vida”. Nada de todo ello –desde el agotamiento de los recursos, hasta las violencias machistas, pasando por la corrupción– queda deslindado en sus aspectos distintivos, en sus diferentes causas, sino que sirve, así, apelmazado, para una suerte de impugnación general y estructural, ciertamente paralizante, del mundo en el que vivimos y el modo en el que lo hacemos. Pero es sobre todo una descripción, insisto, ayuna de soporte empírico alguno.
¿Serían indicadores válidos para el juicio sobre nuestro contexto global y las condiciones de nuestra vida hodierna los de, entre otros, la esperanza de vida, la alfabetización, la mortalidad perinatal, la pobreza extrema, la distribución del ingreso global, la deforestación, las emisiones de CO2, el acceso a la electricidad, al agua potable, a los tratamientos contra la diarrea, o a las vacunas? Uno estaría muy tentado a decir que sí y pienso que Herrero también. ¿O no?
Pues bien, en todos esos parámetros, nunca la humanidad, en su historia, ha estado mejor. Y para no alargarme mucho más simplemente les invito a que se paseen por la extraordinaria página web Our World in data, auspiciada por la Universidad de Oxford; o vean el documental sobre la erradicación de la pobreza extrema y la página web del no menos extraordinario y tristemente desaparecido estadístico sueco Hans Rosling y juzguen ustedes mismos (y comprueben por cierto el altísimo valor didáctico de esos materiales). Y ya puestos, y para abundar más, lean el reciente libro de Steven Pinker Enlightenment Now (2018), una invitación rigurosamente informada y argumentada al optimismo condicional: tenemos retos enormes como especie, hay problemas urgentes que hemos de afrontar como bien hace en denunciar Herrero, y solventarlos sigue exigiendo el espíritu científico que presidió la Ilustración y la Modernidad.
Es entendible el pesimismo, hay incluso derecho a ello y el sesgo está psicológicamente estudiado pues suele rendir siempre el buen fruto de no ser nunca del todo refutable (ya saben el dicho: piensa mal y acertarás). Además, resulta más vistoso para la audiencia. Pero no es realista, o no lo es a la luz de los datos disponibles, ni mucho menos práctico. Y no fomentar el realismo y algunas dosis de pragmatismo –no como valores excluyentes, claro– es pedagógicamente desaconsejable.
Ciencia, conocimiento, atreverse a pensar (sapere aude que dijo el clásico) a indagar y cuestionar, sabiduría… ni una sola de esas ideas aparecen en el alegato pedagógico de Herrero. Y se echan de menos. O yo al menos las echo de menos en la receta educativa que dibuja Herrero. Son las ideas de la buena tradición krausista española de Giner de los Ríos, las que alimentaron el excursionismo didáctico en el descubrimiento de los tesoros de la sierra de Guadarrama, las de tantas dignas herederas, individuales e institucionales, de una ilustración española trágicamente truncada. Se rodea Herrero en cambio de una vaporosa apelación a los “pilares que permiten sostener la vida”; a una “educación que sitúe la vida en el centro de la reflexión y la experiencia”; a que seamos conscientes de nuestra eco e inter-dependencia; a asumir que “la verdadera riqueza es aquella que surge de la interacción del trabajo humano con la naturaleza para obtener los bienes y servicios que necesitamos para mantener la vida”, apuntes todos ellos que se antojan banales. Pero no lo son: en el fondo son una invitación grandilocuente y muy controvertible a cambiar de “paradigma civilizatorio”. ¿Por cuál? ¿Alguna experiencia histórica que nos sirva de guía? ¿Algún horizonte utópico que, como en el decir de Galeano, nos permita avanzar?
En su lectura políticamente menos incisiva, y haciendo abstracción del eco-feminismo que profesa Herrero, llevar al aula, como ella propone, los “cuidados básicos”, darles sentido educativo y político evocaría sencillamente las normas de lo que antaño se llamó cabalmente “de urbanidad”: el respeto (un respeto incluyente, eso sí, del resto de especies y los ecosistemas); la colaboración y solidaridad entre nosotros, la limpieza, la pulcritud, la resolución pacífica del conflicto… ¿Quién va a reprochar que eso sea parte de la misión educativa? Pero no, en el fondo no se trata de eso. De lo que se trata es de avanzar en la agenda concreta de una concreta – aunque muy activa- rama del feminismo y de la ecología política, volcada, entre otras cosas, en la denuncia del inequitativo reparto de las llamadas “tareas de cuidado”. Esa concepción del feminismo, como una concepción de la justicia que, de acuerdo con Herrero, obliga al “reparto equitativo y solidario de la riqueza y de las obligaciones”, es una de las varias visiones en liza que circulan en el mercado de las ideas políticas en sociedades democráticas y razonablemente plurales como la española. Educar en el respeto a la singularidad, algo por lo que también aboga Herrero, exige ser conscientes también de ese ecosistema ideológico y del valor del pluralismo político y filosófico. Hay feminismos y concepciones de la política y de la justicia que acentúan nuestra condición de seres autónomos, imaginativos, singulares, que anhelan construir su futuro en un marco de tanta libertad general como sea compatible con la igual libertad de todos, y en igualdad de oportunidades, o, en una versión más rotunda desde el punto de vista igualitario, con recursos suficientes. Todo ello es para muchos también parte irrenunciable de una vida digna.
La diversidad, dice Herrero al concluir su alegato, es un “seguro de vida para la propia vida”, y supongo que con ello quiere nuevamente trasladar la lección que nos brinda la naturaleza. La diversidad, añade, es en “formas de aprender, tipos de familia, caminar, comunicarse amar o desear”. Y también “pensar”, añadiría yo por mi parte, pues de otro modo lo que impondremos en el aula es proselitismo ideológico, el tipo de modelo educativo adoctrinante frente al que Fundaciones como la FUHEM tuvieron un activísimo protagonismo en el pasado ya no tan reciente. De esa actitud e impulso pedagógico, el basado en el espíritu científico, el uso crítico de la razón y la tolerancia, muchos nos beneficiamos hace ya algunos años y anhelamos que nuestros hijos se sigan beneficiando.
Pablo de Lora. Profesor Titular de Filosofía del Derecho. (UAM).