En aquel local de ambiente del Greenwich Village neoyorkino, regentado por la Mafia y frecuentado por travestis, trans*, lesbianas y gais, estaban hartas de las reiteradas redadas, de las detenciones a travestis y trans* por no llevar un número mínimo de prendas de vestir “acordes a su género” (como imponía el código Penal del Estado de New York), tan hartas de los insultos, las humillaciones, las amenazas y los golpes, que se revelaron, se revolvieron contra la policía y comenzó una revuelta que se prolongó durante días.
Dicha revuelta fue el momento histórico en el que las personas no heterosexuales comenzamos a luchar por recuperar nuestra dignidad, para poder vivir sin miedo ni vergüenza, por eso se denomina Día del Orgullo y todo comenzó con una revuelta contra la policía.
Pero como bien sabemos, la historia la escriben los vencedores, incluso en los movimientos sociales y éstos no están exentos de prejuicios y privilegios, de ahí que durante décadas (incluso hoy en día en algunos ámbitos) se le denominara “Orgullo Gay” en una suerte de monopolización de la reivindicación por el sector más privilegiado del colectivo, es decir, los hombres cisgénero (cuya identidad de género coincide con el género asignado al nacer), homosexuales, blancos, sin pluma (cuya expresión de género coincide con la asociada culturalmente al género masculino) y de clase socioeconómica media/alta.
Pero hubo muchas mujeres cuyo papel resultó clave en el inicio de la revuelta y que han sido invisibilizadas. Concretamente cuatro mujeres que sufrieron no sólo la discriminación social y policial, sino que dentro del propio colectivo eran las más denostadas por confluir en ellas múltiples opresiones, fueron Marsha P. Johnson, mujer transgénero afroamericana; Sylvia Rivera, mujer trans que vivió en la calle durante largas temporadas; Miss Mayor Griffin-Gracy, mujer transexual negra, única que continua viva y Stormé DeLarverie, hija de afroamericana y lesbiana butch, conocida como la “Rosa Parks de la comunidad LGTB” y que, según algunas versiones de los hechos, luchando contra la policía fue golpeada en la barbilla con una porra y ese incidente precipitó la revuelta.
En este punto nos encontramos con dos elementos fundamentales de esta antiacadémica pedagogía de la revuelta, que debemos recordar y llevar a las aulas si pretendemos ejercitar un modelo educativo orgulloso y crítico.
Por un lado, la rebelión, la capacidad humana de revelarse ante la injusticia. En estos tiempos oscuros de leyes mordaza, es necesaria la reactivación del “espíritu de revuelta” como alternativa al “nuevo orden mundial”, como dice Julia Kristeva en su libro “El porvenir de una revuelta”: “la apuesta por el porvenir de una utopía que sería el pensamiento como revuelta permanente”. Rescatar de la inacción al sistema educativo, de ese espejismo de neutralidad y despolitización en el que simula asentarse… En definitiva, valorar y fomentar la capacidad de nuestro alumnado para luchar, para revolverse ante la discriminación, para la acción directa frente a los abusos del poder.
Este espíritu de revuelta contrasta con la mercantilización actual de la celebración institucional del orgullo, donde capitalismo, privilegio y sexismo, desfilan de la mano desactivando así su origen subversivo. Celebraciones organizadas por grupos empresariales que no se sonrojan, por ejemplo, ante el ejercicio claro de pinkwashing que supone invitar a la cantante Netta a una fiesta privada que tendrá lugar en las fiestas del Orgullo de Madrid y que son cuestionadas por numerosos colectivos críticos que luchan cada año por no olvidarse del origen del movimiento LGTB y, de forma lúdica también, por qué no, siguen luchando año tras año contra toda discriminación por razón de orientación sexual e identidad de género.
Por otro lado, la necesidad urgente de recuperar la historia silenciada de las mujeres protagonistas de uno de los movimientos por los derechos civiles más importantes del siglo XX, como es el movimiento LGTB. Debemos recordarlo para poner en valor el poder de las mujeres como fuerza propulsora de la lucha, de la revuelta, en un momento histórico en el que se está de nuevo fomentando un modelo de mujer normativa tradicional, donde los géneros se están reforzando en su bipolaridad heteronormativa de machos violentos y mujeres delicadas, en ocasiones, de forma más virulenta que hace unas décadas. Y quienes trabajamos con adolescentes, lo vivimos a diario.
En ese resurgimiento obsesivo por fomentar la normatividad de género en la infancia, con juguetes profundamente sexistas, llevando la obsesión por los colores azul y rosa hasta el paroxismo, fomentando de forma compulsiva ese “princesismo” entre las niñas que continúa reproduciendo y perpetuando actitudes pasivas, sumisas, contenidas, donde las niñas siguen siendo reprimidas si corren demasiado, si se mueven demasiado, si se expresan demasiado, si se ensucian demasiado. En este momento de manadas y de evidencia generalizada de que la violencia sistémica contra las mujeres es un problema de extrema gravedad, donde urge educar en la autodefensa feminista más que en la sumisión femenina normativa, es imprescindible recuperar modelos de mujeres fuertes, que rompían toda norma de género mientras, por qué no, rompían también alguna cara.
Porque esas mujeres valientes que, junto a otras mujeres negras, mujeres trans, mujeres lesbianas, mujeres prostitutas, mujeres sin techo, mujeres que dinamitaban con su existencia el sistema cisheteropatriarcal, dieron el paso al frente necesario para que las lesbianas, gais, trans*, bisexuales de hoy en día podamos salir a la calle durante todo el año, orgullosas de quienes somos, de nuestros afectos y de nuestros deseos y podamos seguir luchando en la calle, en nuestros puestos de trabajo, en las aulas, por el orgullo de ser.