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En todas las sociedades desarrolladas, la formación de niños y jóvenes es una preocupación permanente, que intranquiliza a las familias, forma parte del debate público y suministra material más que suficiente a expertos, tertulianos y consejeros varios para llenar horas y horas de las distintas cadenas de televisión y radio más que páginas de revistas y periódicos. Una relación lógica que se retroalimenta: a más demanda, se responde con más oferta; a más programas sobre cómo afrontar el crecimiento y la formación de los hijos, más interés por escucharlos o visionarlos y convertirlos en modelos que imitar o propuestas y situaciones que recrear y comentar…
Más allá de la crisis general de las librerías especializadas y de proximidad, lo cierto es que las secciones y los estantes dedicados a la educación y a la pedagogía, entendida como la ciencia que trata con rigor y solidez las cuestiones educativas, las actuales y las permanentes, muchas veces han desaparecido del todo o han quedado reducidas a su mínima expresión. El espacio que queda libre lo ha ocupado muchas veces la “psicología”, sin más matices, con mucha más presencia en los noticiarios y series, y con un atractivo incontestable como se comprueba año tras año en la preinscripción universitaria, o el “desarrollo y bienestar personal”, una etiqueta que ha ido ganando adeptos y metros, señal inequívoca de que la producción va en aumento y también las ventas.
Los eslóganes asociados a estos programas y libros hablan por sí solos: ¡Tenemos derecho a ser felices!, ¡Sé tú mismo!, ¡Controla tu estrés!, Cómo hacer frente a las personas tóxicas, Desarrolla tu creatividad, ¡Cuida de ti mismo!, La gestión de las emociones, Para encontrar la paz interior, El oficio de vivir, Cuida tu bienestar, Mira a tu interior, Cómo proteger a tus hijos… Desde luego no puede decirse que el saber que contienen sea inútil, aunque la mayor parte de las veces estaríamos ante lo que podríamos calificar de “literatura placebo” que, aunque no resuelva los problemas que dice resolver, al menos no los agrava o incluso contiene algunos consejos más que aprovechables.
Lo más habitual en esta pujante literatura es encontrar mezclas más o menos logradas de un cierto espiritualismo esotérico, del atractivo exótico de las culturas orientales pasadas por el tamiz orientalista, del viejo y resistente naturalismo, renacido ante el auge y los estragos de la despersonalización y la artificiosidad de las tecnologías, y de lugares comunes revestidos de novedad. Sin embargo, lo más preocupante como sociedad es su apuesta decidida por el individualismo, por buscar una salida particular para nosotros y para nuestros hijos, al margen del devenir y de los problemas colectivos –algunas veces de carácter estructural y que necesitan de la solidaridad de todos para afrontarlos-, por construir nichos urbanos o mentales protegidos, aislados, armoniosos y saludables, que nos eviten caer en la depresión o tener que compartir determinados privilegios, ante un mundo y unos problemas que nos superan y ante los que no sabemos a ciencia cierta qué postura tomar.
Por otra parte, nuestro desconocimiento de la literatura, de la filosofía y de la pedagogía orientales son descomunales, aunque nos remitamos a ellas tan a menudo. Y ese es un déficit que, al menos en el ámbito de la pedagogía, deberíamos intentar corregir, ya que hablamos tanto de globalización y multiculturalismo, y sabiendo como sabemos que las élites formadas de India, Japón o China sí tienen un conocimiento bastante aproximado del saber pedagógico occidental.
Sirvan a modo de cata y recordatorio algunas referencias a tres de los grandes pensadores del subcontinente indio: Tagore, Vivekananda y Krishnamurti.
Rabindranath Tagore (1861-1941) es, con toda seguridad, el más conocido de todos ellos, aunque solo sea porque fue galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1913 y algunos de sus poemas y cuentos han sido ampliamente divulgados. Aunque es menos sabido que en 1901 creó una escuela, Sintiniketon, perfectamente alineada con el movimiento, incipiente en aquella época, de la Escuela Nueva. Uno de sus lemas, sin ir más lejos, («Educar para la vida a través de la vida), es calcado al que utilizó Ovide Decroly en su escuela del Ermitage.
En ella trabajó intensamente para poner en práctica una educación para la paz y la no violencia en la que creía profundamente y para promover la meditación y la reflexión libre, la formación artística y el deporte. La mayor parte de las sesiones de clase tenían lugar al aire libre y la relación maestro-alumnos se fundamentaba en la confianza, de forma que la escuela funcionaba como una auténtica república pedagógica.
Swami Vivekananda (1863-1902) focalizó su actividad pública en la educación, porque estaba convencido de que era el único instrumento capaz de evitar y curar los grandes males de la sociedad. Su lema, “Engendrar hombres cabales y forjar el carácter”, se traducía en priorizar por encima de todo la formación de la mente, lejos de la acumulación, la memorización y las repeticiones. Luchó encarecidamente contra la pobreza extrema que asolaba su país y contra la discriminación de las mujeres, y tenía una sensibilidad auténticamente planetaria: concebía a la humanidad como un todo y su adhesión a unos valores universales era inquebrantable.
Jiddu Krishnamurti (1895-1986) fue muy popular en Occidente durante los años 70 y 80 del siglo pasado a rebufo de las revoluciones de los años 60, en la estela de una educación para la paz y la armonía universal. Propuso una pedagogía esencialmente humanista, basada en las relaciones y en la comunicación. Dio mucha importancia a la formación y a la personalidad del maestro, justamente porque es el recurso didáctico más determinante. Aprender, para Krishnamurti, es sobre todo aprender a pensar, en un clima de libertad y de atención, más que recibir y acumular conocimientos.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona