Estas vacaciones he leído el libro de Andrea Köhler “La espera”. Es un texto que ensaya un tipo de escritura fronteriza e inclasificable. Por eso me ha resultado atractivo e inspirador. Porque son los espacios que bordean los límites de las disciplinas y las marcas del pensar, los que me ayudan a mirar(me) fuera de dogmas y restricciones. Son estos textos lo que disparan la imaginación y la inventiva. Los que insinúan y no adoctrinan. Los que ofrecen esbozos y no fijan recorridos. Pero también me ha interesado por lo que dice y cómo lo dice. El hilo conductor es, como señala el título, la espera como experiencia vital que aparece en múltiples circunstancias y que la autora siembra con referencias, sobre todo, de la literatura como la filosofía. Bien, pensará alguna de las personas que lea esta columna, ¿qué tiene eso que ver con la educación? Cuando leo lo hago no para descifrar, sino para entrar a formar parte de una conversación, para transitar por el mapa de relaciones que la lectura me permite explorar y pensar.
La vida de la Escuela que recomienza de nuevo en estos días de septiembre se plantea como una interrupción de la espera, como un tiempo en tránsito hacia otra fase: en la Educación infantil, para llegar a la Primaria; en la Primaria para la Secundaria; de aquí al Bachillerato o los ciclos profesionales; de estos a la Universidad y de nuevo, desde aquí, a la vida laboral incierta. Estamos siempre viviendo con la tensión de lo que ha de venir. Nos preparamos para aquello que no sabemos cómo será. Y así vamos perdiendo la posibilidad de vivir lo que nos ofrece cada encuentro, cada espera. Porque solo en la espera surge la sorpresa y el descubrimiento. Cuando leía el libro pensaba en que, de manera constante en la Escuela, tenemos puesta la mirada en un futuro que se cruza con un tiempo acelerado obsesionado por lo nuevo. Mientras olvidamos el presente, lo que estamos viviendo en el día a día con los niños, las niñas y los jóvenes.
La espera supone detenerse y mirar sin prisas en todas las direcciones. De una manera flotante, abiertos a lo que sorprenda. Dirigiéndonos de manera deambulante desde lo que leemos, vemos, escuchamos y sentimos en el encuentro con los otros, con nosotros y con el mundo. Pero evitamos y aplazamos los momentos de espera y así les/nos privamos, de la intensidad del presente, de la aventura de lo que tiene lugar en el acontecer diario de la espera. Por eso la vida del aula, porque no deja tiempo para la espera, está repleta de urgencias, aplazamientos y silencios. La vida del aula está marcada por la necesidad de consumir novedades, de preguntas que no toca responder, de caminos que no podemos recorrer. Por eso abandonamos la espera con la preocupación de lo nuevo, marcado por lo que las grandes corporaciones quieren vender a la Escuela, para no perder aquello mutable y perecedero que se presenta como lo necesario para un futuro laboral que nadie sabe como va a ser.
Pero a veces, en la espera, porque es un tiempo de pensar en silencio o en compañía, nos damos cuenta de que lo que nos ofrecen como nuevo es en realidad “la reaparición de lo viejo como nuevo”. Sin tiempo de espera no podemos pensar quienes son esos otros que entran estos días en las aulas y nos acompañan en la Escuela. Porque la espera significa pararse a mirar a los ojos del otro, para que se sepa mirado y reconocido. La espera es necesaria para que emerja aquello que está latiendo y que necesita de una frase, un gesto, una relación, una noticia, un encuentro que permita poner en relación los movimientos y deseos de ser y saber de quienes esperan.
El comienzo de un nuevo curso es una oportunidad para permitir que la espera entre en la vida del aula y para darle alas para que la Escuela salga a la vida desde la espera.