Campo de los almendros es el título que cierra la serie de los Campos de Max Aub, conjunto de novelas ambientadas en la guerra civil española. Estamos ya en 1939, Madrid ha caído en manos de los sublevados, y se presagia el final de la contienda y la derrota -prisión o fusilamiento- de quienes combatieron del lado de la República. No hay más esperanza que el exilio. Las muchedumbres protagonistas de la novela, arracimadas en el puerto de Alicante, confían en la llegada de un barco que les permita abandonar España. Max Aub nos ofrece retazos de conversaciones que, leídas hoy, nos interpelan con dureza.
– […] Lo único que dije fue que me preocupan estos niños.
– Déjalos, ya crecerán y tal vez lo que hicimos no haya sido en vano.
– ¿Qué dirán cuando se enteren de esto que está pasando? ¿De este fin que les legamos sin querer?
– No te preocupes. No se lo contarán y, si lo hacen, será de tal manera que nos les quedarán ganas de saber de nosotros. Lo tendrán que redescubrir todo por sí mismos.
No se lo contarán. No se lo contaremos. La pavorosa ignorancia de la ciudadanía española sobre lo acontecido -lo realmente acontecido- en la guerra civil española, en su gestación y en esa oscura y larguísima posguerra- está sin duda en la raíz de muchas de las sombras contemporáneas.
Cuando a principio de curso nos reunimos un nutrido grupo de profesores para hablar de la posibilidad de organizar algo en torno a los 80 años del final de la guerra civil española, la palabra que más se repetía era “miedo”. Un miedo que nacía -y así se confesaba abiertamente- del propio desconocimiento por parte de los docentes de lo que fuera la guerra de España y del temor a no saber abordarla en las aulas con “objetividad” y “sin ideologías”. Además -se decía- a los jóvenes les queda muy lejos.
Pero lo cierto es que a los jóvenes sí les interesa saber de la guerra civil, y esta sigue siendo una ominosa elipsis en, pongamos por caso, los manuales de literatura. Tras el 98, el 14, y el 27, el silencio. Acto seguido, “la literatura de posguerra”, en un frenético sucederse de generaciones reducidas para la mayoría de estudiantes a una retahíla de nombres vacíos.
La literatura del exilio sigue siendo -en la mayor parte de los casos- una exótica nota a pie de página, y sus autores -algunos de los más insignes escritores del siglo XX- son aludidos de pasada tal y como se alude a Blanco White cuando se habla del Romanticismo español. El exilio a que los condenara la victoria del general Franco sigue hoy vigente tras cuarenta años de democracia. De hecho, el canon literario del bachillerato sigue siendo el canon franquista. Solo aquellos que pudieron asomar en los últimos días del dictador -Lorca, Alberti, Miguel Hernández- figuran entre lo que nuestros jóvenes conocen (y aun leen).
Entre el desconocimiento histórico, el temor a “significarse”, y unas rutinas nunca puestas en cuestión, se sigue alimentando el silencio y ejerciendo una renovada forma de censura. ¿Será eso adoctrinar? Porque la ignorancia es, de hecho, el mejor caldo de cultivo para la tergiversación y el embuste; para la falaz reescritura de la historia.
¿Cómo es posible que hoy no sean de lectura obligada (aún creo en la responsabilidad prescriptora de la escuela) Viaje a la aldea del crimen o Réquiem por un campesino español, de Sender; La forja de un rebelde, de Barea; o Campo de los almendros, de Max Aub? ¿Por qué no leer lo que sobre ella escribieron quienes vivieron nuestra guerra civil?
Y qué le vamos a hacer si los grandes escritores del momento, aquellos cuya obra bien merece el apelativo de clásico, se situaron del lado de la legalidad republicana. Tendremos que preguntarnos también por eso.
Pero no. Bajo la presión de las pruebas de acceso a la Universidad, la selección de las lecturas del último curso de Bachillerato se hace, en la mayor parte de los casos, única y exclusivamente en función “de lo que siempre ha sido”… y de la brevedad del texto. Tan es así, que algunos centros optaron en los últimos años por hacer converger en un mismo título la prescripción de seleccionar una lectura de antes de 1939 y otra publicada en España entre 1939 y 1970: leerían La casa de Bernarda Alba porque, al haber sido escrita antes de 1936 y publicada en 1945 podían, literalmente, matar dos pájaros de un tiro. Y un libro menos.
¿No es hora ya de abrir las ventanas en las clases de literatura? ¿No es hora ya no solo de sacudirnos el yugo del canon franquista sino de alzar la vista y cuestionar unos temarios de corte decimonónico, que hacen del estado-nación el marco desde el que seleccionar lo que debe leerse en la escuela?
Situar la literatura española en el contexto de la literatura europea y universal nos permitiría renovar un canon que, más que despertar conciencias, parece disecar las interpretaciones. Aunque es verdad que para eso necesitamos tiempo (y revisar el currículo en su conjunto).
La forja de un rebelde, de Arturo Barea (1941-1946); Si esto es un hombre, de Primo Levi (1947); 1984, de Orwell (1949); Réquiem por un campesino español, de Sender (1953); El llano en llamas, de Juan Rulfo (1953); Todo se desmorona, de Chinua Achebe (1958); Matar un ruiseñor, de Harper Lee (1960) o La Plaza del Diamante de Mercè Rodoreda (1962) son obras de publicación casi contemporánea. Bastaría su lectura -una lectura acompañada en las aulas- para tener un conocimiento mucho más hondo de la literatura y la historia que más inmediatamente nos conciernen, que más directamente nos interpelan.
Por todo ello, y ante una eventual reelaboración de los currículos, quizá debiéramos preguntarnos si tiene sentido a estas alturas del siglo XXI que el canon literario de la escuela siga limitado a la estricta literatura nacional.
Y en tanto eso llega, me gustaría instar a mis colegas, docentes de Lengua y Literatura, a preguntarnos si ese canon heredado del franquismo es el que queremos perpetuar y si no es ya hora de que una obra como La forja de un rebelde, de Arturo Barea, forme parte de la memoria colectiva de los españoles a través de la lectura directa de sus páginas. Sobrecoge aún hoy la honestidad de quien, sin renunciar a su emplazamiento moral y político, supo denunciar la barbarie allí donde la vio y reconocer la generosidad e integridad militara donde militara. Sin equidistancias falaces.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria. Es autora de esta Antología en construcción de La guerra civil española en la literatura y coautora de Constelaciones de literatura universal